La casa de vapor

Jules Verne

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

En 1880 se publica, casi de forma simultánea en dos tomos en dieciochoavo y en un gran volumen en octavo con ilustraciones de Benett, una de las grandes novelas de Jules Verne: La casa de vapor.

Una gran novela por dos motivos. Por un lado, a pesar de su didactismo, que la convierte en un auténtico manual de geografía, historia y ciencias naturales sobre una parte del norte de la India, es capaz de mantener el equilibrio con el hilo narrativo y no aburrir en ningún momento. Por otro, su composición corresponde a la época de mayor madurez del escritor, justo después de Un capitán de quince años (1878), Las tribulaciones de un chino en China (1879), Los quinientos millones de la Begum (teniendo en cuenta que en este último la idea y parte de la redacción son de André Laurie)[*] y justo antes de La jangada (1881).

Estas novelas de tanto renombre, entre las que se inscribe La casa de vapor, comparten las mismas virtudes: riqueza imaginativa, desarrollo lógico y la facilidad estilística de quien se ha convertido en todo un experto, pues se trata del vigésimoprimer título en diecisiete años de oficio. Hay que tener presente que la colección Viajes extraordinarios comprende sesenta y cuatro títulos escritos a lo largo de cuarenta años.

A sus cincuenta años, Jules Verne estaba en su mejor forma, era rico y feliz. Viajaba mucho, aunque sus «viajes extraordinarios» eran, en su mayoría, viajes imaginarios, como en este caso: el autor no fue nunca a la India, lo cual no le impidió hacer una descripción admirable de este ingente país, con un aura que refleja, sin lugar a dudas, su gran experiencia como viajero y explorador.

No olvidemos que en 1878 y en 1880 Jules Verne surca el Atlántico y el Mediterráneo a bordo de su Saint-Michel III, que había adquirido en 1877. La fortuna amasada en poco tiempo gracias a los derechos de autor de las novelas publicadas durante la última década, y sobre todo al éxito de la adaptación teatral de La vuelta al mundo en ochenta días, le permiten hacer realidad un sueño, el de viajar con todas las comodidades y su casa a cuestas.

No es casualidad que La casa de vapor y La jangada, escritas casi al mismo tiempo, contengan pasajes prácticamente idénticos sobre el placer de desplazarse sin prisas, con todas las ventajas de un hogar acogedor.

A este respecto vienen muy al caso las reveladoras líneas de La jangada en relación con la escena en la que la familia Garral se embarca en la enorme balsa de troncos cuyo nombre local es justamente ese, «jangada»; balsa sobre la que se ha construido una pequeña ciudad que, al descender por el curso del Amazonas, da pie a un viaje de miles de kilómetros sin que los viajeros se sientan desplazados u obligados a renunciar a sus hábitos y su comodidad.

—¿[…] conocíais un modo más agradable de viajar?

—No, hijo querido […]; esto verdaderamente es viajar con todo el equipo encima.[*]

El capítulo II de La casa de vapor contiene a su vez un largo análisis del viaje ideal:

—¡Lo mejor sin duda —dije yo—, sería poder llevarse la casa a cuestas!

—¡Como un caracol! —exclamó Banks.

—¡Sí, amigo mío! — respondí—. ¡Un caracol que pudiera entrar y salir de su caparazón a voluntad no sería digno de lástima! ¡Viajar en su propia casa rodante sería probablemente el último grito del progreso en materia de viajes! (Capítulo II)

Toda la obra de Jules Verne gira alrededor de ese gran tema: los viajes. En ella descubrimos la alternancia constante de la doble condición del viajero. Por un lado hallamos los personajes expuestos a las dificultades de la falta de comodidad y seguridad: Hatteras, el grupo Glenarvan-Grant-Paganel durante el viaje por América del Sur y Nueva Zelanda, y el capitán de quince años en África son los mejores ejemplos. Por el contrario, se dan cita también aquellos que dan cumplimiento a la encantadora visión de «la casa a cuestas», con ejemplos tan representativos como el capitán Nemo y su maravilloso Nautilus, la familia Garral en su jangada, la isla de hélice, la ciudad flotante y, por descontado, la casa de vapor, que descubriremos en las siguientes páginas.

¿Un ferrocarril? ¡De ningún modo! A Jules Verne no le gustaba nada este medio de locomoción, con el que a su juicio quedaba uno «cegado por el humo, por el vapor, por el polvo y, más aún, por la velocidad del transporte». El negro cuadro que dibuja en el párrafo inicial del segundo capítulo nos hace sonreír, sobre todo cuando leemos «correr día y noche a una velocidad media de diez millas a la hora» (Capítulo I). No, lo que desea Verne es una lentitud prudente, pero sobre todo la posibilidad de seguir los caminos de la fantasía, aunque signifique desviarse de las vías principales. E imaginar al tiempo una máquina de la que no habría renegado Cugnot: un camión a vapor, una locomotora a fin de cuentas, pero con un caparazón que lo convierte en el gigantesco elefante bautizado como «Gigante de Acero», con su Steam-House a rastras: dos enormes vagones de seis metros de anchura y quince y doce de longitud, es decir, un total de unos treinta metros, conjunto que no puede pasar desapercibido… ¡ni lo hará!

Esta visión ha quedado marcada para siempre por los poéticos dibujos de Bennett. En mi mente perdura imborrable la huella de este descomunal elefante que expulsa vapor y humo por su erguida trompa; su estampa de torreta oriental, y la de los dos vagones-pagoda que arrastra. En la encendida imaginación de un adolescente se cumplía al cien por cien el objetivo del artista: ya no nos prendamos de una máquina, sino de un elefante gigante y bien vivo, como se prenda de él su propio creador, ya que al final, tras las grandiosas escenas de la persecución y la explosión, Jules Verne escribe:

—¡Pobre animal! —exclamó el capitán Hod sin poder evitarlo, delante del cadáver de su querido Gigante de Acero.

—Podría fabricar otro… otro, ¡que sea aún más potente! —dijo Banks.

—Sin duda —respondió el capitán, dejando escapar un hondo suspiro—, ¡pero ya no será él! (Capítulo XIV)

De la trama propiamente cabe resaltar su carácter fascinante, a la par oscura y ligera, que alterna entre el devenir de un drama espantoso —la masacre de las revueltas de los cipayos en 1857— y el andar tranquilo y agradable que marca el viaje en un mastodonte a vapor.

Como en El archipiélago en llamas, escrita tres años más tarde, Jules Verne supo combinar armoniosamente una realidad histórica —que expone a través de una serie de flashbacks— y el pausado relato de los viajes y la exploración de un país, que abre las puertas a una infinita riqueza descriptiva.

El autor ya había hecho recorrer la India a sus lectores en 1872, con

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