Introducción
Cuando en 1866 se publicó la primera parte de Crimen y castigo en los números de enero y febrero de la revista de Mijaíl Katkov El Mensajero Ruso, alcanzó un éxito de público inmediato. El resto de la novela estaba aún por escribir, y su autor se enfrentaba a la pobreza y las deudas para cumplir unos plazos cada vez más apremiantes. No obstante, tanto él mismo como sus lectores percibieron que la obra poseía un impulso interior propio que se hallaba vinculado a la vez con los procesos inexorables del cambio social exterior y de un despertar espiritual interior. «La novela promete ser una de las mejores obras del autor de Memorias de la casa muerta», escribió un crítico anónimo.
El terrible crimen que constituye la base de esta historia se describe con una verosimilitud tan asombrosa, con unos detalles tan sutiles, que el lector se encuentra experimentando involuntariamente las peripecias de este drama con todos sus resortes y mecanismos psíquicos, atravesando el laberinto del corazón desde los inicios más tempranos de la idea criminal hasta su desarrollo final [...] Incluso la subjetividad del autor, que en ocasiones ha perjudicado a la caracterización de sus héroes, en este caso no produce daño alguno, ya que se centra en un solo personaje y está cargada de una claridad tipológica, artística en su naturaleza.
La aparición de las sucesivas partes de la novela supuso progresivamente todo un acontecimiento social y público. En sus memorias, el crítico N. N. Strájov recordaba que, en Rusia, Crimen y castigo fue la sensación literaria del año, «el único libro del que hablaban los adictos a la lectura. Y cuando se referían a él solían quejarse de su fuerza abrumadora y del efecto angustioso que ejercía en los lectores, hasta el punto de que aquellos con nervios de acero casi caían enfermos, mientras que los que tenían unos nervios débiles se veían obligados a abandonar su lectura». La novela contenía muchos aspectos «angustiosos». Aparte del análisis de la desdicha social y la enfermedad psicológica, impactante incluso para los lectores de la obra de Victor Hugo Los miserables, recientemente publicada y de la que Dostoievski obtuvo parte de su inspiración estructural y panorámica,[1] el libro parecía representar más un ataque contra el cuerpo estudiantil ruso, al que acusaba de aliarse con los jóvenes radicales y nihilistas violentamente opuestos al orden social y político establecido. En las primeras reseñas, los críticos liberales e izquierdistas, que percibían el paralelismo entre el crimen de la anciana y las conversaciones sobre asesinatos políticos que impregnaban el ambiente, vieron la novela como una virulenta aportación a la lluvia de literatura «antinihilista» que había empezado a aparecer en la década de 1860 y se lanzaron a la defensa de «las asociaciones rusas de estudiantes»: «¿Ha habido algún caso de un estudiante que cometa un crimen para robar?», se preguntaba el crítico G. Z. Yelisevev en el Contemporáneo.
Y aunque hubiese habido algún caso así, ¿qué demostraría eso sobre la actitud general de las asociaciones de estudiantes? [...] ¿No fue Belinski quien le hizo notar una vez a Dostoievski que lo fantástico tenía su lugar «en el manicomio, no en la literatura»? [...] ¿Qué diría Belinski acerca de esta nueva fantasía del señor Dostoievski, a consecuencia de la cual toda asociación de jóvenes se ve acusada indiscriminadamente de intento de robo con asesinato?
Este grito fue adoptado por un crítico anónimo en la revista Semana (que reflejaba normalmente un punto de vista liberal-conservador), quien escribió:
[...] teniendo en cuenta todo el talento del señor Dostoievski, no podemos pasar por alto esos síntomas melancólicos que en su última novela se manifiestan con especial fuerza [...] El señor Dostoievski está descontento con la generación más joven. Esa circunstancia en sí misma no es digna de comentarios. Desde luego, la generación en cuestión posee una serie de defectos que merecen una crítica, y exponerlos resulta encomiable en extremo, por supuesto siempre que se haga de forma honorable, sin lanzar la piedra y esconder la mano. Así lo hizo, por ejemplo, Turguénev cuando describió (cabe decir que con muy poco éxito) los fallos de la generación más joven en su novela Padres e hijos; sin embargo, el señor Turguénev desarrolló el asunto de forma limpia, sin recurrir a insinuaciones sórdidas [...] El señor Dostoievski no ha actuado del mismo modo en su nueva novela. Aunque no dice abiertamente que las ideas liberales y las ciencias naturales conduzcan a los jóvenes al crimen y a las chicas a la prostitución, de manera oblicua nos da la impresión de que así es.
El crítico nihilista D. I. Písarev, consciente como otros más de la vitalidad artística y de la absoluta e innegable actualidad de la obra, probó otro enfoque de acercamiento. Basando su crítica en una interpretación «social» de la novela, afirmó que Raskólnikov era un producto de su entorno y que la transformación radical de la sociedad que Dostoievski parecía reclamar no podía lograrse mediante la clase de cristianismo que ofrecía Sonia, sino mediante una acción revolucionaria, la construcción de una nueva sociedad. Casi en solitario, Strájov intentó atraer la atención de sus lectores hacia la dimensión trágica universal de la novela como parábola del modo en que un joven con talento, tras unos terribles sufrimientos personales causados por la sociedad, queda arruinado por las ideas «nihilistas» y tiene que experimentar un proceso de expiación y redención. Strájov señaló que Dostoievski trata con compasión a su héroe y comentó: «Esto no es una burla de la generación más joven, ni tampoco un reproche o una acusación; es un lamento por ella».
La famosa respuesta de Dostoievski al artículo de Strájov —«Es usted el único que me ha entendido»— ha continuado resonando a lo largo de los años, pues Crimen y castigo no ha dejado de presentar dificultades de interpretación. Incluso en la segunda mitad del siglo xx se escribieron estudios críticos acerca de la novela en los que las ideas fundamentales que la sustentan se ignoraban como expresiones de una ideología que el arte imaginativo del escritor «superó» o bien se distorsionaban hasta convertirlas en caricaturas irreconocibles de sí mismas. Así, por ejemplo, el crítico estadounidense Philip Rahv, en un ensayo que por lo demás arroja mucha luz sobre las fuentes y los antecedentes asociados con la novela, mantiene que «la fe de Sonia no se ha alcanzado mediante la lucha» y que «no le ofrece ninguna solución a Raskólnikov, cuya existencia espiritual es inconmensurable en comparación con la suya», y describe el epílogo del libro como «inverosímil y poco coherente con la obra en conjunto».[2] Aunque es cierto que es imposible alcanzar una comprensión definitiva de cualquier obra de arte debido a su infinitud, en el caso de Dostoievski es difícil evitar la sensación de que en muchos de los análisis críticos de su obra los factores operativos son de naturaleza ideológica y no puramente estética. Esto no es extraño, pues en las obras de madurez de Dostoievski el pensamiento y la imagen, la idea y la forma, están siempre entrelazados. Por todo ello, aún puede ser útil recapitular la «idea» original de Crimen y castigo tal como la concibió su autor.
Quizá la explicación más clara de las intenciones de Dostoievski al escribir la novela la dio el filósofo Vladímir Soloviov (1853-1900), que fue amigo de Dostoievski y en el verano de 1878 le acompañó en una peregrinación al monasterio de Óptina Pústyñ. En el primero de sus tres discursos conmemorativos (1881-1883, publicados en 1884) Soloviov expone el asunto con sencillez. En un análisis de Crimen y castigo y Los endemoniados escribe:
Pese a su riqueza de detalles, la primera de estas novelas tiene un sentido claro y sencillo, aunque muchos no lo hayan entendido. Su protagonista representa esa visión de las cosas según la cual el hombre fuerte es su único amo, y todo le está permitido. En nombre de su superioridad personal y de su creencia de que es una fuerza, se considera autorizado a cometer un crimen y, de hecho, lo ejecuta. Pero luego, de pronto, la acción que él consideraba una mera infracción de una ley externa sin sentido y un audaz desafío a los prejuicios de la sociedad resulta ser, para su propia conciencia, mucho más que eso; es un pecado, una infracción de la justicia moral interna. Su infracción de la ley externa recibe su legítimo castigo desde fuera en forma de exilio y trabajos forzados, pero el pecado interior de orgullo que ha apartado al hombre fuerte de la humanidad y le ha llevado a cometer el crimen, ese pecado interior de autoidolatría, solo puede redimirse con un acto moral interno de renuncia a sí mismo. Su confianza sin límites en sí mismo tiene que desaparecer frente a aquello que es mayor que él, y su justificación, creada por sí mismo, debe humillarse ante la justicia superior de Dios que vive en esas mismas gentes sencillas y débiles que el hombre fuerte veía como miserables insectos.
Soloviov ve el significado esencial de las primeras obras de Dostoievski, a quien le preocupan por encima de todo esas «gentes sencillas y débiles», como percepción de «la verdad antigua y eternamente nueva de que en el orden establecido los mejores (desde el punto de vista moral) son al mismo tiempo los peores en opinión de la sociedad, de que son condenados a ser pobre gente, humillados y ofendidos». No obstante, si Dostoievski se hubiese conformado con abordar este problema solo como objeto de ficción, mantiene Soloviov, no habría sido más que un periodista con pretensiones. Lo importante es que Dostoievski vio el problema como parte de su propia vida, como una pregunta existencial que exigía una respuesta satisfactoria. La respuesta no era nada ambigua: «Las mejores personas, al observar en otras y percibir en sí mismas una injusticia social, tienen que unirse, alzarse contra ella y recrear la sociedad a su manera». Con este fin Dostoievski se había unido a la conspiración de los petrashevistas; su primer e ingenuo intento de hallar una solución al problema de la injusticia social le llevó al patíbulo y a una condena a trabajos forzados. En medio de los horrores de la «casa muerta» empezó a revisar sus nociones sobre una revuelta que no era necesaria para el pueblo ruso en conjunto, sino solo para él mismo y los demás conspiradores.
Durante su condena a trabajos forzados, afirma Soloviov, por primera vez Dostoievski se encontró cara a cara y conscientemente con representantes del auténtico sentimiento nacional y popular ruso, a la luz de lo cual «vio con toda claridad la falsedad de su lucha revolucionaria»:
Los compañeros de Dostoievski en el campo de trabajo eran, en su gran mayoría, miembros del pueblo llano ruso y eran todos, con algunas excepciones sorprendentes, los peores representantes de ese pueblo. Pero incluso estos últimos acostumbran a conservar lo que los miembros de la élite suelen perder: la fe en Dios y la conciencia de pecado. Los simples criminales, que se distinguen de la masa popular por sus actos malvados, no se diferencian en absoluto de ella en cuanto a sus conceptos, sus opiniones y su punto de vista religioso sobre el mundo. En la casa muerta Dostoievski se encontró con la verdadera «pobre (o, de acuerdo con la expresión popular, “desafortunada”) gente». Los otros, a quienes había dejado atrás, aún podían hallar refugio frente a la injusticia social en un sentimiento de su propia dignidad [...] Los reclusos no disponían de esa opción, pero tenían otra. Los peores miembros de la casa muerta le devolvieron a Dostoievski lo que le habían quitado los mejores miembros de la élite. Si allí, entre los representantes ilustrados, un vestigio de sentimiento religioso le había hecho palidecer ante la blasfemia de un destacado literato; aquí, en la casa muerta, ese sentimiento estaba destinado a revivir y renovarse por influencia de la fe humilde y devota de los convictos.
El análisis de Soloviov está teñido sin duda por sus teorías acerca de la Iglesia y el pueblo rusos. Sin embargo, aun así, está lleno de sencillez y franqueza, y se basa en un conocimiento personal de Dostoievski, por lo que es difícil de refutar. Lejos de avanzar hacia un dogmatismo religioso o hacia unas ideas políticas reaccionarias, durante el período posterior a su encarcelamiento Dostoievski comenzó a descubrir un «socialismo real», la sobornost («comunión») del espíritu humano tal como se expresaba en la identidad compartida del pueblo ruso y su modesta aceptación de Dios.
Los últimos capítulos de Memorias de la casa muerta describen el despertar de la personalidad del protagonista. Esta no es la misma que predomina en la ficción anterior de Dostoievski; su experiencia del verdadero sufrimiento físico y mental, las penalidades compartidas y la iluminación religiosa le prestan una dimensión universal. Pese a la desafortunada e irónica miseria que sufre, el «yo» de Memorias del subsuelo habita un universo muy diferente del de Makar Dévushkin u Ordinov. Al liberarse de una visión del mundo adormecida, romántica y sentimental; al tomar conciencia de su propia conciencia y de las profundidades de la debilidad y de la trampa que se halla oculta en su interior, adquiere el estatuto de un «nosotros»: «Respecto a mí —afirma el hombre del subsuelo a sus lectores—, he de decir que he llevado hasta el último extremo aquello que ustedes no se han atrevido a llevar ni a mitad del camino, y por si fuera poco, toman por cordura su propia cobardía y se tranquilizan engañándose a sí mismos». La narración en primera persona, lejos de alejar al narrador de sus lectores, tal como sucede en algunas de las primeras obras de Dostoievski (como, por ejemplo, Noches blancas), en realidad le acerca más a ellos; al provocarles con una confesión que se dirige a la raíz de la impotencia y la bancarrota espiritual de cada individuo —una «pobreza» que solo puede superarse mediante una aceptación de la gracia de Dios—, el hombre del subsuelo actúa como la voz unificadora del arrepentimiento. «En todo caso —escribe—, no he dejado de sentir vergüenza mientras escribía este relato; será que se trata más de un castigo correctivo que propiamente de literatura».
Por los borradores y cuadernos para Crimen y castigo sabemos que, en un principio, Dostoievski planeó la novela como una confesión del mismo estilo que Memorias del subsuelo, publicada en 1864. Las bases de la novela estaban ya sentadas en las Memorias, donde al final de la segunda parte, tras la humillación del narrador durante la cena en el hotel, su visita al burdel y su cínica manipulación de la prostituta Lisa, encontramos el siguiente pasaje:
Por la tarde, salí a darme un paseo. Desde el día anterior seguía doliéndome la cabeza y sentía mareos. Pero cuanto más oscurecía, y cuanto más densa se hacía la noche, tanto más cambiadas y confusas se me presentaban todas mis impresiones, y con ellas, también las correspondientes ideas. En lo más profundo de mi corazón y de mi conciencia, había algo que no se extinguía, algo que se resistía a apagarse convirtiéndose en abrasadora melancolía. A empellones recorrí los lugares más concurridos y comerciales de la ciudad; iba por la calle Meschánskaya, la Sadóvaya y el Jardín de Yusupov. Me gustaba sobremanera pasearme por esas calles al anochecer, cuando la muchedumbre, junto a todo tipo de transeúntes, se va haciendo cada vez más densa; cuando la multitud obrera y artesana, tras su jornada laboral, regresa a sus hogares con semblante preocupado. Lo que más me atraía de todo aquello era precisamente ese trajín de seres tan insignificantes y aspecto tan descaradamente prosaico. En aquellos momentos los empellones de la calle me irritaban cada vez más. No lograba dominarme y tampoco encontraba la explicación de aquello. Sentía que algo en mi interior subía poco a poco de intensidad; algo doloroso que se resistía a apaciguarse. Regresé a casa sintiéndome completamente desolado como si tuviera el peso de algún crimen sobre mi conciencia.
Este fragmento podría proceder de uno de los primeros borradores de los capítulos iniciales de Crimen y castigo. En realidad, las dos obras son interdependientes en muchos aspectos, pues las Memorias constituyen un prólogo filosófico de la novela. El antiguo estudiante de veintitrés años que sale a la calle de Petersburgo en una tarde de comienzos de julio es pariente espiritual del hombre del subsuelo; tenemos que suponer que las semanas de aislamiento e «hipocondría» que ha pasado sin salir de casa han ido acompañadas de la clase de deliberaciones que llena las páginas de las Memorias. En los primeros borradores de la novela, la narración está en primera persona y posee la misma obsesiva cualidad confesional que ya aparecía en la obra anterior. La principal diferencia es que, mientras que el crimen del hombre del subsuelo posee una naturaleza exclusivamente moral y personal por ser un pecado contra otro ser humano y contra uno mismo, el de Raskólnikov es, en primer lugar, un franco desafío al tejido de la sociedad, aunque también afecte a la dimensión moral y personal.
El «paredón de piedra» que tanto irrita al hombre del subsuelo está también presente en Crimen y castigo. No obstante, en este caso no solo se trata de «las leyes de la Naturaleza, de las deducciones de las ciencias naturales o de la matemática», sino que además simboliza las leyes de la sociedad. Las paredes que rodean a Raskólnikov y le retienen en su habitaciónataúd no son meros límites de lo «posible»; también suponen la protección de la sociedad contra sus propios miembros. En opinión de Dostoievski hay algo profundamente equivocado en un orden social que necesita encarcelar, empobrecer y torturar a las mejores personas que hay en él, aunque ello no es excusa para el crimen de Raskólnikov (la palabra rusa prestuplenie, mucho más gráfica, sugiere ese «traspaso de límites», esa «transgresión» que él tanto desea). Las personas son las responsables de la sociedad en la que viven, y tanto si albergan ideas «radicales» y ateas como las de Raskólnikov, como si son «burguesas» y utilitarias, pero también ateas, como las de Piotr Petróvich Luzhin, renunciarán a su responsabilidad para delegarla en las demás criaturas y las destruirán de un modo u otro. El hombre del subsuelo expresa su desprecio por el «hormiguero», el «Palacio de Cristal» de la «civilización», que da lugar sobre todo a «la sangre», y Raskólnikov actúa movido por las mismas convicciones. Sin embargo, también pretende dejar su huella en la historia. Este es el principal aspecto en el que Crimen y castigo supone un desarrollo significativo en el pensamiento creativo de Dostoievski.
El filósofo y crítico literario Vasili Rózanov (1856-1919) —otro pensador ruso con una gran comprensión intuitiva de Dostoievski— fue uno de los primeros en señalar este aspecto del arte del escritor. Al comienzo de un «perfil crítico y biográfico» escrito en 1893 como introducción a la publicación en el semanario Niva de las obras completas de Dostoievski, analiza la función de la literatura, percibiéndola como el medio a través del cual el individuo puede alejarse «de los detalles de su propia vida» y entender su existencia en términos de su significado general. La historia tiene sus orígenes en el individuo y el hombre se distingue de los animales en que siempre es una persona, única e irrepetible. Por ello, en opinión de Rózanov, la ciencia y la filosofía convencionales y «positivistas» nunca serán capaces de entender «al hombre, su vida e historia». Las leyes que gobiernan el universo natural no se aplican al hombre. «¿Acaso son lo más importante de Julio César, de Pedro el Grande, de ti, querido lector, los aspectos en los que no nos distinguimos de otras personas? En el sentido en que lo más importante de los planetas no es su distancia variable respecto al sol, sino la forma de sus elipses y las leyes según las cuales todos se mueven del mismo modo a lo largo de ellas». A diferencia de la ciencia y la filosofía natural, el arte y la religión se dirigen al individuo, a su corazón y su alma. Se interesan por las etapas de la vida interior y, aunque cada individuo no las experimenta todas, estas son características de la historia de la humanidad: un período de serenidad primigenia, una caída desde ese estado y una fase de regeneración. La «caída» es la etapa que predomina sobre las otras dos: la mayor parte de la historia la absorbe el «crimen y pecado», que, sin embargo, se dirige siempre contra la serenidad que lo precedió y señala hacia el proceso de regeneración como único camino para la recuperación de esa serenidad. En la oscuridad de la historia se halla la esperanza de la luz:
Cuanto más oscura es la noche, más brillantes son las estrellas. Cuanto más profundo es el duelo, más cercano está Dios.
«En estos dos versos —dice Rózanov— se encuentra el significado de toda historia, y la historia del desarrollo espiritual de un millar de almas». Raskólnikov, con su obsesión por Napoleón y sus confusas ideas radicales, no hace sino dejar su huella en la historia de su época; al igual que Napoleón, es al mismo tiempo un alma individual y un agente de la historia mundial, y como tal, es capaz de arrastrar al lector consigo en su exploración de la «oscura noche». El «poder sobre el hormiguero» del que habla es en realidad el que tiene el personaje artístico del mismo Dostoievski sobre los lectores de la novela. Como señala Rózanov:
En esta novela se nos ofrece una descripción de todas aquellas condiciones que, al capturar el alma humana, la arrastran hacia el crimen; vemos el crimen mismo; y al mismo tiempo, con absoluta claridad, entramos junto al alma del criminal en una atmósfera, hasta ahora desconocida para nosotros, de tinieblas y horror en la que respirar nos resulta casi tan difícil como a él. El tono general de la novela, impreciso e indefinible, es mucho más extraordinario que cualquiera de sus episodios individuales. Cómo se logra esto es el secreto del autor, pero la cuestión es que nos lleva realmente consigo y consigue que percibamos la criminalidad con todas las fibras interiores de nuestro ser. Al fin y al cabo, nosotros mismos no hemos cometido ningún crimen y, sin embargo, cuando acabamos el libro es como si emergiéramos al aire libre desde alguna estrecha tumba en la que hubiésemos sido emparedados con alguien vivo que se ha enterrado en ella, y hubiéramos respirado junto a esa persona el aire envenenado de huesos muertos y entrañas en descomposición...
Debido a su existencia en un plano histórico como tipo psicosocial y moral-intelectual, como parte del tejido temporal en el que vive, Raskólnikov puede hablarle a la realidad humana colectiva que está presente en todos nosotros. Del mismo modo que toda persona contiene un tirano, un Napoleón (o, desde la perspectiva del siglo xx, un Hitler o Stalin), también se halla en su interior una víctima doliente. El crimen del tirano se castiga por ese sufrimiento, lo único que puede redimirlo. Dostoievski señala la posibilidad de cambio, no tanto de tipo social y material desde fuera como de una transformación de la humanidad desde dentro. Los borradores y notas para la novela lo ponen de manifiesto con mucha claridad: el libro se concibió originalmente como una novela de «la perspectiva ortodoxa» que expresaba «la esencia de la ortodoxia». Esta se resume en la idea de que «la felicidad se gana con el sufrimiento», circunstancia en la que «no hay injusticia, pues se adquiere un conocimiento de la vida y una conciencia de ella (experimentada de forma espontánea en el cuerpo y en el espíritu, como parte del proceso integral de la vida) por medio de la experiencia del pro y contra que cada cual debe llevar consigo».
La experiencia del pro y contra, el antiguo misterio del bien y el mal ataviado con el traje contemporáneo de mediados del siglo xix y sin embargo no menos aterrador y elemental, es el tema de Crimen y castigo. La novela representa el primer acto de una gigantesca tragedia shakespeariana, cuyos tres actos siguientes son El idiota, Los endemoniados y Los hermanos Karamázov. En este primer acto se establecen los temas de la culpa y el castigo, se proyecta el terreno del Infierno y el Purgatorio, y se atisba vagamente el objetivo del Paraíso. La intensidad del duelo entre «pro» y «contra» que se desataba dentro del alma de Dostoievski puede verse una vez más en los borradores y anotaciones para la novela. «Svidrigáilov - desesperación, la más cínica. Sonia - esperanza, la más irrealizable (esto debe decirlo el propio Raskólnikov). Se ha apegado con pasión a ambos», dice una entrada de las notas para el «final de la novela». Las páginas de los cuadernos están repletas de listas de contrarios, semillas de conflicto y preliminares de la catástrofe. Aunque muchos de los episodios y alusiones nos resulten familiares gracias a nuestro conocimiento de la novela en su forma final, hay otros que no aparecen en ella o lo hacen de un modo menos definido. Eso ocurre, por ejemplo, con el motivo de conflicto «socialismo-cinismo». En la versión definitiva de la novela, el tema del socialismo se mantiene silenciado, confinado sobre todo a observaciones satíricas acerca de los «falansterios» fourieristas y las teorías de la responsabilidad disminuida; no emerge con toda su fuerza hasta Los endemoniados. No obstante, en las notas de Dostoievski para Crimen y castigo el socialismo aparece de una manera muy visible, y nos ayuda tanto a establecer el vínculo entre el hombre del subsuelo y Raskólnikov como a entender la naturaleza de la maldad que empuja a este a cometer su crimen. El socialismo, desde el punto de vista de Dostoievski, sufre un paradójico defecto inherente: profesar una «hermandad» es en esencia cínico, al igual que expresar «la desesperación de poner alguna vez al hombre en el camino correcto. Ellos, los socialistas, pretenden hacerlo mediante el despotismo, ¡afirmando que es libertad!». La confesión del hombre del subsuelo —«No puedo vivir sin tiranizar y ejercer el poder sobre alguien»— se amplifica con el «maratismo» de Raskólnikov: los cadáveres de la anciana prestamista y su hermana representan los de las víctimas tiranizadas sobre las cuales construirá el nuevo mundo «reformado».
Los cuadernos demuestran de sobra que estas polémicas ideológicas formaban parte de la concepción original de la novela. La sátira contra los nihilistas que se desarrolla a través de la persona de Lebeziátnikov no constituye un ornamento superfluo y transitorio del flujo general de la narrativa. Se trata más bien de un ataque cáustico y humorístico contra una generación y contra la naturaleza humana en general. Yelisevev acertaba en muchos aspectos: en la novela «toda asociación de jóvenes se ve acusada indiscriminadamente de intento de robo con asesinato». Sin embargo, lo que no percibió es que en esos nihilistas Dostoievski se veía a sí mismo en una fase anterior de su desarrollo y que también es una sátira de sí mismo. Resulta significativo que la verdadera malevolencia de Dostoievski se reserve para los burgueses respetables que allanaron el terreno para las teorías de los nihilistas y las hicieron posibles, los utilitaristas como Bentham, que inspiran la conducta de Luchin. En el relato del sueño de Raskólnikov que aparece en el último capítulo de la novela, un sueño de un horror profético en todos los sentidos, somos conscientes de de los graves peligros para la humanidad que están ligados al abandono de Dios:
Soñó, en su enfermedad, que el mundo todo estaba condenado a ser víctima de una terrible, inaudita y nunca vista plaga que, procedente de las profundidades del Asia, caería sobre Europa. Todos tendrían que perecer, excepto unos cuantos, muy pocos, escogidos. Había surgido una nueva triquina, ser microscópico que se introducía en el cuerpo de las personas. Pero esos parásitos eran espíritus dotados de inteligencia y voluntad. Las personas que los cogían se volvían inmediatamente locas. Pero nunca, nunca se consideraron los hombres tan inteligentes e inquebrantables en la verdad como se consideraban estos atacados. Jamás se consideraron más infalibles en sus dogmas, en sus conclusiones científicas, en sus convicciones y creencias morales. Aldeas enteras, ciudades y pueblos enteros se contagiaron y enloquecieron. Todos estaban alarmados, y no se entendían los unos a los otros; todos pensaban que solo en ellos se cifraba la verdad, y sufrían al ver a los otros y se aporreaban los pechos, lloraban y dejaban caer los brazos. No sabían a quién ni cómo juzgar; no podían ponerse de acuerdo sobre lo que fuere bueno y lo que fuese malo. No sabían a quién inculpar ni a quién justificar. Los hombres se agredían mutuamente, movidos de un odio insensato. Se armaban unos contra otros en ejércitos enteros; pero los ejércitos, ya en marcha, empezaban de pronto a destrozarse ellos mismos, rompían filas, lanzábanse unos guerreros contra otros, se mordían y se comían entre sí. En las ciudades, todo el día se lo pasaban tocando a rebato; los llamaban a todos; pero quién ni para qué los llamasen, ninguno lo sabía y todos andaban asustados. Abandonaron los más vulgares oficios, porque cada cual preconizaba su idea, sus métodos, y no podían llegar a una inteligencia; quedó abandonada también la agricultura. En algunos sitios los hombres se reunían en pandillas, convenían algún acuerdo y juraban no desavenirse... Pero inmediatamente empezaban a hacer otra cosa totalmente distinta de lo que acababan de acordar, se ponían a culparse mutuamente, reñían y se degollaban. Sobrevinieron incendios, sobrevino el hambre. Todo y todos se perdieron. La peste aquella iba en aumento, y cada vez avanzaba más. Salvarse en el mundo entero consiguiéronlo únicamente algunos hombres, que eran puros y elegidos, destinados a dar principio a un nuevo linaje humano y a una nueva vida, a renovar y purificar la tierra, pero nadie ni en ninguna parte veía a aquellos seres, nadie oía su palabra y su voz.
Frente a los nihilistas, con su orgullo y desarraigo, Dostoievski introduce el tema de la familia. La familia sin padre de Raskólnikov sirve también para desubjetivizar y universalizar la imagen con que se le aparece al lector. Podemos entender, no solo desde un punto de vista intelectual sino también en términos emocionales, el deseo de Raskólnikov de hacer algo a fin de garantizar la suerte de su madre y su hermana, de afirmar la fuerza de la que carece debido a la ausencia del padre. Al mismo tiempo, somos conscientes en todo momento de hasta qué punto se ha alejado Raskólnikov de las fuentes que le vinculan a la existencia. El ambiente de la familia es de humildad, tolerancia y aceptación mutua; mediante sus pensamientos y acciones, Raskólnikov transgrede las leyes por las que se rige, aunque solo hasta cierto punto: cuando Dunia comprende los motivos de su crimen, su actitud hacia él se suaviza, si bien se vuelve más firme su determinación de que debe afrontar las consecuencias de sus acciones. En cuanto a Puljeria Aleksándrovna, su madre, pasa de un estado de incomprensión y rechazo hacia su hijo a uno de aceptación doliente. Al dominar su orgullo y asumir el castigo decretado por el Estado y la sociedad, Raskólnikov vuelve al seno de su familia, lo que se convierte en un símbolo de narodnost (identidad nacional y popular) y amor al prójimo en el sentido cristiano. Para convencerse de ello basta con considerar los borradores, en los que, por ejemplo, el desprecio de Raskólnikov hacia el «piojo», como considera a la anciana, es visto como un gravísimo fallo, propio de la actitud de los nihilistas, que en realidad solo se ocupan de sí mismos. A partir de un estudio de los borradores, podemos observar que los horizontes de la novela pretenden, casi con seguridad, incluir una visión de una familia universal como el ideal anhelado, en oposición al «hormiguero» o la utopía socialista, basada en abstracciones teóricas e ilusiones de «progreso». En la amistad de Raskólnikov con Razumijin podemos percibir también el concepto que tiene Dostoievski de la auténtica hermandad frente a la «fraternidad» del cuerpo estudiantil y el movimiento radical.
La familia de Raskólnikov tiene su contrapeso en la de Sonia. La casa de los Marmeládov, con su padre alcohólico, su madre tísica y los hijos que acaban quedándose huérfanos, tuvo sus orígenes en la novela Los borrachos, que Dostoievski acabó integrando en la historia de Raskólnikov para producir Crimen y castigo, consciente de los numerosos paralelismos de caracterización presentes en las dos obras. Pese a todos los desastres que le acontecen, este clan no deja de ser una familia, una unidad integral con sus propios símbolos y objetos sagrados, como el chal verde con el dibujo del tablero de damas y la jaula de viaje. No es ninguna coincidencia que sea Sonia, la prostituta procedente de un hogar roto, destruido, quien saque a Raskólnikov de la «muerte» del aislamiento, la deshonra y la separación en que ha caído y le devuelva a la comunidad humana; para que se produzca este retorno debe sufrir, y su regreso a la humanidad tiene que producirse en la señal de la cruz y conforme a la realidad de la tierra rusa:
—¿Qué hacer? —exclamó ella, levantándose, de pronto, de su sitio, y sus ojos, anegados hasta allí en lágrimas, le centellearon—. ¡Levántate! —Lo cogió por un hombro; él se incorporó, mirándola como estupefacto—. Ahora mismo, en este mismo instante, te irás a una encrucijada, te postrarás, besarás lo primero la tierra que mancillaste, y luego te postrarás ante todo el mundo, ante los cuatro costados, y después dirás a todos, en voz alta: «¡Yo maté!». Entonces Dios, de nuevo, te devolverá la vida [...] Aceptar el sufrimiento, y, con él, redimirse; he ahí lo que hay que hacer.
Sonia, que a pesar de haber sufrido la pérdida de sus padres, de su honor y de su dignidad, nunca ha abandonado su fe, comprende la pérdida de Raskólnikov, que ha renunciado a la suya. Él ha perdido a Dios, se ha perdido a sí mismo, la santidad de su propia personalidad, y solo puede recuperar todo eso mediante los trabajos forzados y el contacto vivo con el pueblo ruso que estos implicarán. Aquí Dostoievski apunta de forma explícita a su propia biografía y a la transición desde el «féretro» hasta la regeneración experimentada por Goriánchikov, el narrador de Memorias de la casa muerta. Reducir a Sonia a un personaje periférico tal como han hecho varios críticos occidentales, basándose generalmente en criterios filosóficos o extraliterarios, es privar a la novela de su significado fundamental. Sonia es el doble bueno de Raskólnikov, del mismo modo que Svidrigáilov es su doble malo. Su criminalidad, impuesta por las exigencias de una sociedad injusta, es paralela a la de Raskólnikov, pero brilla con una inocencia que la de él no comparte. Gracias a ello Sonia es capaz de inspirarle una voluntad de creer y de vivir; esa es también la razón de la espiritualidad y «distanciamiento» de la joven; en una nota, Dostoievski la describe diciendo que sigue a Raskólnikov al Gólgota «a cuarenta pasos». Al hacerlo, Sonia lleva consigo tanto el pasado y la infancia de Raskólnikov como una visión del hombre en el que debe convertirse. Ella es hija y madre, familia y nación, «santa necia» y ángel. La escena del capítulo IV de la cuarta parte, en la que lee en voz alta a Raskólnikov la historia de la resurrección de Lázaro, constituye el punto decisivo de la novela, un momento de angustia terrenal, aflicción y tensión casi insoportable que, no obstante, apunta hacia el cielo como un arco gótico.
En la discusión sobre el «pro y contra» (resulta significativo que sea este el título que Dostoievski dio más tarde al libro quinto de Los hermanos Karamázov, donde Iván expone la leyenda del gran inquisidor), Svidrigáilov ejerce el papel de abogado del diablo. Joseph Brodsky comparó la técnica de Dostoievski al respecto con el clásico aforismo según el cual «antes de presentar tu argumento, por mucha razón que creas tener, tienes que enumerar todos los argumentos del bando contrario». Al trabajar en el desarrollo de la personalidad de Svidrigáilov, Dostoievski se esforzó tanto por hacerle creíble desde el punto de vista humano y, al mismo tiempo, demoníaco que algunos lectores de la novela han creído que Svidrigáilov es un portavoz de las opiniones del propio Dostoievski. Sin embargo, los borradores dejan claro que este personaje está basado en el de «A-v» (Aristov), uno de los convictos descritos en Memorias de la casa muerta. Como quizá recordemos, Aristov es el joven noble que «era el ejemplo más repulsivo de hasta qué punto puede pervertirse y degradarse una persona, y hasta qué grado puede matar en sí mismo todo sentimiento moral, sin pena y sin remordimientos», «un trozo de carne con dientes y estómago y con una insaciable sed de los placeres corporales más groseros y bestiales», «un ejemplo de hasta dónde puede llegar el lado carnal del hombre, sin someterse interiormente a ninguna norma, a ninguna ley». En el personaje de Svidrigáilov, el cinismo criminal de Aristov se cubre con un manto de «civilización»: salpica sus frases de galicismos y citas en francés, referencias eruditas y alusiones a los últimos acontecimientos e ideas de moda. Los cuadernos de Dostoievski están llenos de anotaciones y esbozos para este personaje, que en muchos aspectos representa la esencia de la criminalidad y el peligro mortal al que se ha expuesto Raskólnikov al abandonar la fe y rendirse a la obstinación y el Zeitgeist. «Svidrigáilov tiene a sus espaldas horrores secretos, los cuales no relaciona con nadie, pero que delata a través de su comportamiento y su necesidad compulsiva y animal de torturar y matar. Fríamente apasionado. Una bestia salvaje. Un tigre». Dostoievski pretende que este depredador sensualista muestre lo que puede ocurrirle a un ruso que vuelve la espalda a su propio país, a sus propias raíces y orígenes, tal como creía el escritor que habían hecho los liberales «occidentalizadores», con Turguénev a la cabeza. En Notas de invierno sobre impresiones de verano (1863), Dostoievski había lanzado, con el pretexto de escribir un diario de viaje, un enérgico ataque contra los valores y la «civilización» occidentales, a los que veía como un barniz fino y artificial que ocultaba el caos interior y la barbarie. En las Notas de invierno describe los burdeles y pubs londinenses; las calles iluminadas con luces de gas; el paisaje urbano como el que describe Poe, con sus desdichados habitantes, y nos ofrece un anticipo de las escenas callejeras de Crimen y castigo, que preside el espíritu del Anticristo en la persona de Svidrigáilov. El mal del «Palacio de Cristal», la sociedad industrial de masas que genera un anonimato desarraigado y una obsesión criminal, halla su correspondencia en el comportamiento cínico y alienado de Svidrigáilov, para quien todo es posible y está permitido, y que por lo tanto sufre una total indiferencia y una total incapacidad para comprometerse con su propia vida y decidir qué hacer con ella. Perseguido por el fantasma de su humanidad arruinada, tortura, intimida y asesina, juega con proyectos de viajar en globo y explorar el Ártico, de emigrar a América (un eco del Vautrin de Balzac) y al final se suicida porque no encuentra ninguna solución a su aburrimiento. En sus conversaciones con Raskólnikov oímos a lo lejos el encrespamiento de ese océano de deslealtad y traición como un correteo inconstante de cambios de humor repentinos y extravíos, tal vez de algún déspota político atormentado, de un César, un Nerón, un Napoleón. Resulta significativo que en los primeros borradores de la novela no solo se suicidase Svidrigáilov, sino también Raskólnikov; en la versión definitiva, este último sobrevive a su propio genio malvado.
Por encima de todo, el retrato del personaje de Raskólnikov hace referencia al tema y al problema de la personalidad. Lo que amenazan tanto el utilitarismo burgués como el socialismo radical es la imagen del ser humano y su potencial de cambio y transformación. Lo que esas ideologías niegan a la personalidad es su libertad, lo cual, tal como observó Nikolái Berdiáyev, «es el camino del sufrimiento. Siempre resulta tentador liberar al hombre del sufrimiento después de robarle su libertad. Dostoievski es el defensor de la libertad. Por consiguiente, exhorta al hombre a asumir el sufrimiento como una consecuencia inevitable de la libertad». En sí misma, la libertad no es buena ni mala: obliga a elegir una u otra cosa. La libertad de Svidrigáilov, postulada por la filosofía occidental, la economía política y la teoría socialista como un bien absoluto, es falsa; en ella, Svidrigáilov demuestra estar a merced de sus propios instintos animales. Sin Dios es un esclavo de las fuerzas impersonales de la naturaleza, y su personalidad se seca y muere. Por otra parte, Sonia, que ha aceptado la necesidad y la inevitabilidad del sufrimiento, existe en auténtica libertad: es consciente de las posibilidades tanto de destrucción como de creación que existen a su alrededor, y coincidiría con el aforismo de Berdiáyev, quien afirmaba que «la existencia del mal es una prueba de la existencia de Dios. Si el mundo consistiese única y exclusivamente en bondad y justicia, Dios no sería necesario, pues entonces el propio mundo sería Dios. Dios existe porque existe el mal. Y eso significa que Dios existe porque existe la libertad». Raskólnikov avanza hacia esa libertad a través de las páginas de Crimen y castigo y las alternancias espasmódicas de la noche y el día, del sueño y la vigilia, de la intemporalidad y el tiempo. Sus sueños le revelan las posibilidades que penden de un hilo: todo puede perderse, como en la pesadilla del caballo golpeado, que representa su propio yo negado, o todo puede ganarse, como en la fantasía del oasis egipcio, donde bebe el agua de la vida:
La caravana sestea, plácidamente se han tumbado los camellos; alrededor, las palmeras se yerguen, formando un corro; todos se disponen a hacer colación. Él no hace más que beber agua, directamente, del manantial que allí mismo, al lado, brota y borbotea. ¡Y cómo le refrescaba aquel agua maravillosa, maravillosamente azul, fría, que manaba de entre multicolores piedras y de un fondo tan claro de arena con dorados destellos!
Lejos de ser un loco o un marginado psicópata, Raskólnikov es una imagen del Hombre. Su peregrinaje hacia la salvación lo relata Dostoievski en términos del mito bíblico del pecado original: ha caído en desgracia y debe redimirse. Su conciencia de la sacralidad de su propia persona y de la violación de esa sacralidad que es inherente a su crimen lleva en su interior las semillas de una nueva vida que brota del conflicto entre «pro» y «contra». Toda la forma que tiene la novela de «relato detectivesco» pretende simular las circunstancias de un interrogatorio. Porfirii Petróvich, Zamiótov y el resto del aparato policial se preocupan en un principio por sondear el alma de Raskólnikov y para hacerle consciente de que el crimen que ha cometido es un pecado contra la divina presencia que vive en su interior. Raskólnikov siente pocos remordimientos por haber matado a la anciana, pero sufre bajo una aplastante y destructora desdicha por lo que se ha «hecho a sí mismo», por emplear las palabras de Sonia.
Un aspecto de la rebelión de Raskólnikov contra Dios que a veces han pasado por alto los críticos puede verse en su nombre: el Raskol, o «Cisma», es el término utilizado para describir la división que tuvo lugar en la Iglesia ortodoxa rusa a mediados del siglo xvii, cuando el patriarca Nikón introdujo ciertas reformas litúrgicas. Los raskolnik eran sectarios que se aferraban a los antiguos rituales y discrepaban de las autoridades civiles y eclesiásticas, con las que entraron en un conflicto violento y a veces sangriento. Dostoievski había conocido a esos «viejos creyentes» y a sus descendientes en el campo de trabajo de Omsk y escribió acerca de ellos en Memorias de la casa muerta. En un ensayo sobre el Cisma, V. S. Soloviov lo consideraba una forma de «protestantismo ruso», una enfermedad del auténtico cristianismo, y diagnosticaba su error fundamental como una tendencia a confundir lo humano con lo divino, lo temporal con lo eterno, lo particular con lo universal; al negar la supremacía del principio y la realidad colectiva del cristianismo, es decir, la Iglesia, tendía a una divinización del individuo:
El Cisma ruso, que contenía en su interior un germen de protestantismo, lo cultivó hasta sus límites. Incluso entre los viejos creyentes, quien de verdad preserva la antigua herencia y tradición es el individuo. Esta persona no vive en el pasado, sino en el presente; la tradición adoptada, aquí desprovista de una ventaja sobre el individuo en términos de integridad o catolicismo vivo (como en la Iglesia Universal) y al ser en sí misma una mera formalidad muerta, la revitalizan y reaniman simplemente la fe y la devoción de quien de verdad la preserva, el individuo. Sin embargo, tan pronto como una posición de esta clase empieza a ser consciente de que el centro de gravedad está trasladándose desde el pasado muerto hasta el presente vivo, los objetos convencionales de la tradición pierden todo valor, y todo significado se transfiere al portador independiente e individual de esa tradición; de ello procede la transición directa a esas sectas libres que reclaman la inspiración personal y la rectitud moral personal como la base de la religión.
En Crimen y castigo existen indicios claros que muestran que Dostoievski pretende que el lector asocie a Raskólnikov con la herejía religiosa del staroobryadchestvo («ritualismo antiguo»), no en un sentido específico sino más bien general. En el capítulo II de la sexta parte el investigador Porfirii Petróvich le dice a Raskólnikov que Mikolka, que ha «confesado» el crimen, procede de una familia donde hay «vagabundos», sectarios que recorrían el país pidiendo limosna y en busca de cualquier oportunidad para humillarse:
¿Y no sabe usted que es raskolnik? Aunque no raskolnik, sino simplemente disidente; en su familia ha habido de esos que llaman Escapados, y él mismo, no hace mucho, se pasó dos años enteros en el campo, bajo la dirección espiritual de un stárets [...] ¿Sabe usted, Rodion Románovich, lo que para esa gente significa «sufrir», y no sufrir por algo determinado, sino sencillamente que es «preciso sufrir»? Significa aceptar el sufrimiento, y si es de parte del poder, tanto mejor.
La insinuación de Porfirii, hábilmente presentada por medio de la sugestión psicológica y las técnicas de interrogatorio, es que Raskólnikov también ha recorrido ese camino, y que debe continuar haciéndolo si al final ha de encontrar la salvación. Porque esta es una de las numerosas razones por las que Raskólnikov puede salvarse del error en el que ha caído: su enfermedad es específica de Rusia y la causan no solo la influencia de las ideas occidentales «nihilistas» sino también un raskolnichestvo, una antigua simpatía e identificación rusa hacia el disidente fuerte que desafía la autoridad de la Iglesia y del Estado. El epílogo de la novela describe el principio de su viaje de regreso, el cual acabará acarreando no solo su propia recuperación y transformación personal, sino también la regeneración y renovación de la sociedad rusa. La huella persistente del tema de una «enfermedad rusa» de origen espiritual y su tratamiento a lo largo del libro justifica su caracterización por parte del autor como «novela ortodoxa».
Pocas obras de ficción han suscitado tantas interpretaciones divergentes como Crimen y castigo, que ha sido vista como una novela detectivesca, un ataque contra la juventud radical, un estudio sobre la «alienación» y la psicopatología criminal, una obra profética (el atentado contra la vida del zar Alejandro II por parte del estudiante nihilista Dmitrii Karakózov tuvo lugar mientras el libro estaba en la imprenta, y algunos llegaron a pensar incluso que el asesinato del zar en 1881 cumplía el vaticinio de Dostoievski), una denuncia de las condiciones sociales en la Rusia urbana del siglo xix, un alegato religioso y un análisis protonietzscheano de la «voluntad de poder». Por supuesto, la obra es todas esas cosas, pero también mucho más. Como señaló la investigadora y académica Helen Muchnic en 1939,[3] al leer la bibliografía crítica sobre Dostoievski es difíci