Estampas bostonianas y otros viajes

Rosa Montero

Fragmento

Indice

Índice

Portadilla

Índice

Prólogo

Irak, una hierba menuda y quebradiza

Irak y el abismo

Estampas bostonianas

Escandalosas estampas

Australia, la última frontera

Desierto e Internet

Esquimales

Inolvidables inuits

Sahara, la tierra prometida

Un parking en el desierto

Sombras chinas

Triste y secreta

Alaska, un país a medio hacer

Un avión ensangrentado

Sobre la autora

Créditos

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Prólogo

Todas las fronteras

 

 

 

 

A los quince años decidí hacerme periodista por tres razones: porque me gustaba escribir; porque poseía una curiosidad muy grande pero de tipo universal, renuente a fijarse en una sola disciplina; y porque uno de los grandes sueños de mi vida era viajar muchísimo y pensé que el periodismo me ayudaría a hacerlo. Con el tiempo comprobé que había dado en la diana en las tres cosas: escribí y escribo hasta rozar la hartura (he debido de producir un buen montón de kilos de papel impreso); me he asomado a curiosear en mil realidades diferentes, y he viajado hasta la extenuación por todo el mundo.

Por añadidura, los viajes de trabajo son una experiencia muy distinta de los personales: agotan, pero nutren infinitamente más. El periodista es un testigo activo que busca a los protagonistas sociales del país al que va; que se mete en las casas, rebusca en el trasfondo de las cosas, acumula datos, husmea en las zonas oscuras. Guardo en la memoria una sensación extraordinariamente nítida de aquellos países que he recorrido como reportera: me parece que los entiendo mejor. Puede haber otros lugares que quizá me sean más conocidos porque los visito con más asiduidad como turista, pero una cosa es el conocimiento y otra el entendimiento. Cuando entiendes, te fundes con la realidad extranjera, que desde ese momento deja de ser extraña. He aquí el verdadero sentido de los viajes: perder tu sentido, salir de tu pequeño mundo cultural, contemplar las cosas con una mirada ajena. Viajamos porque queremos ser otros.

Los textos que recoge este volumen han sido todos publicados en el diario El País a lo largo de una veintena de años. Los releo ahora y me resulta curioso constatar una vez más mi persistente pasión por las fronteras remotas. Hay varios confines de este tipo en el libro: el Polo Norte, una frontera clásica y legendaria que se tragó a muchos de sus exploradores; Alaska, una tierra áspera y crepuscular; Australia, un país chocante en el que la civilización más sofisticada limita con territorios salvajes; el desierto de hammada, en el Norte de África, un infierno de piedras y alacranes... Siempre me han emocionado aquellos lugares en los que te parece estar en el fin del mundo. Claro que existen innumerables fines del mundo, y algunos caen muy cerca. Por ejemplo, a veces me he sentido en un rincón perdido del planeta mientras caminaba por la hermosa sierra de los Ancares, en León. Por no hablar de otros «fines del mundo» realmente apocalípticos, como las zonas de indigencia suburbana. Esos poblados de chabolas y miseria de las grandes ciudades sí que son unos confines remotos, aunque sólo estén a un trayecto de autobús de nuestras casas.

Y es que las fronteras más definitivas son las interiores. Recuerdo un viaje a los monasterios budistas de Nepal para hacer un reportaje sobre aquel niño granadino en quien, según los tibetanos, se había reencarnado un lama. Visité lugares geográfica y culturalmente lejanos: laderas escarpadas del Himalaya cuyo fenomenal perfil aún guardo en la memoria, o sobrecogedoras liturgias matutinas con monjes azafranados y retumbantes trompas de bronce. Pero lo que más impresión me produjo de todo ese largo trayecto fue encontrar en uno de los monasterios, en lo alto de esas montañas casi impracticables, a un español llamado José Mari Arocena, un tipo encantador y parapléjico. De joven había sido deportista, hasta que a los veinte años tuvo un accidente y quedó paralizado de cintura para abajo. Como es natural, primero deseó morir; pero después decidió aprovechar su invalidez para empezar una nueva vida. Se marchó a Nepal, trepó no sé cómo por aquellos riscos inhumanos, se quedó a vivir en ese medio dificilísimo, solo y autosuficiente, dando clases a los niños, siendo feliz. He tenido recientemente noticias de él y sé que sigue bien, que ahora es el secretario internacional de un lama importante y que se pasa la vida metido en un avión y recorriendo el mundo de un continente a otro. Es el paralítico más supersónico que he conocido jamás, el viajero de más largo recorrido, porque su peregrinación interior ha fulminado varias fronteras que parecían imposibles de cruzar. Los verdaderos viajes conllevan un cambio en la conciencia.

Aunque aquel reportaje de Nepal no está incluido en el libro, sí lo están otros textos en donde pueden observarse esas fronteras íntimas, esas lindes del ánimo. Como en las Estampas bostonianas, por ejemplo, que escribí tras pasar unos meses en Estados Unidos y que tratan fundamentalmente de la distancia a veces insalvable que percibimos con el otro. Decía Simone de Beauvoir que, si vas de viaje una semana a un país, puedes redactar un libro sobre el lugar; si permaneces un año, sólo una breve crónica; y si te quedas una década, eres incapaz de escribir nada. Como en aquella primera ocasión viví medio año en Boston, alcancé la mezcla justa de desfachatez y conocimiento como para hacer tres artículos. Y todos ellos reflexionaban sobre la diferencia, sobre lo muy distintos que son esos norteamericanos de los que creemos, equivocadamente, que lo sabemos todo.

Pero me queda aún por mencionar otra frontera, la más inexorable e inquietante, aquella que viene marcada por las líneas del tiempo. Leyendo estos trabajos, publicados, como digo, a lo largo de una veintena de años, uno puede percibir, si presta suficiente atención, el latido obsesivo de los relojes, la muerte de los días y de las épocas. El mundo cambia constantemente de manera vertiginosa, y asomarme a alguno de estos textos ha sido para mí como atisbar por la ventanilla de un tren un paisaje que la velocidad distorsiona. Y es que, de algún modo, viajar también es enfrentarse a la fugacidad. Los que amamos viajar somos como ese criado de Las mil y una noches que, asustado tras haber visto a la Muerte en el mercado, pide prestado un caballo a su amo y escapa (viaja) a Bas

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