Hacia rutas salvajes

Jon Krakauer

Fragmento

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NOTA DEL AUTOR

En abril de 1992, un joven de una adinerada familia de la Costa Este llegó a Alaska haciendo autostop y se adentró en los bosques situados al norte del monte McKinley. Cuatro meses más tarde, una partida de cazadores de alces encontró su cuerpo en estado de descomposición.

Poco después del descubrimiento del cadáver, el editor de la revista Outside me encargó un reportaje sobre las desconcertantes circunstancias de la muerte del muchacho. Su nombre resultó ser Christopher Johnson McCandless. Des­cubrí que había crecido en un acomodado barrio residencial de Washington D.C., donde había sido un excelente estudiante y un destacado atleta.

En el verano de 1990, tras graduarse en la Universidad Emory de Atlanta, McCandless desapareció. Cambió de nombre, donó a una organización humanitaria los 24.000 dólares que guardaba en su cuenta corriente, abandonó su coche y la mayor parte de sus perte­nencias, y quemó todo el dinero que llevaba en los ­bolsillos. Luego, se inventó una nueva vida, pasó a engrosar las filas de los desheredados y marginados, y ­anduvo vagando por América del Norte en busca de experiencias nuevas y trascendentes. La familia no supo nada de su paradero o su suerte hasta que sus restos aparecieron en Alaska.

Trabajando a toda prisa a causa del ajustado plazo de entrega, redacté un artículo de 9.000 palabras que se publicó en el número de enero de 1993 de la revista. Sin embargo, seguí fascinado por Chris McCandless mucho tiempo después de que este número de Outside fuera sustituido en los quioscos por otras publicaciones de mayor actualidad. No lograba apartar de mi pensamiento los pormenores de la muerte por inanición del muchacho, así como los vagos y turbadores paralelismos que existían entre su vida y la mía. Incapaz de abandonar la historia, me pasé más de un año siguiendo los pasos del intrincado viaje que lo llevó a morir en los bosques de Alaska y me dediqué a rastrear los detalles de su peregrinación con un interés que rayaba en la obsesión. En mi intento de comprender las motivaciones de McCandless, fue inevitable que terminara reflexionando sobre temas más amplios, como la fuerte atracción que ejercen los espacios salvajes sobre la imaginación de los estadounidenses, el hechizo que poseen las actividades de alto riesgo para los jóvenes de cierta mentalidad, o el complicado y tenso vínculo que existe entre padres e hijos. El presente libro constituye el resultado de todas esas divagaciones y pesquisas.

No pretendo ser un biógrafo imparcial. La extraña historia de McCandless despertaba en mí unos sentimientos que impedían una interpretación desapasionada de la tragedia. Sin embargo, a lo largo del libro he intentado minimizar mi presencia como autor, algo que creo haber logrado, cuando menos en parte. En cualquier caso, quiero advertir al lector que interrumpo el hilo de la historia principal con fragmentos de una narración inspirada en mi propia juventud. Lo hago con la esperanza de que mis experiencias arrojen un poco de luz sobre el enigma de Chris McCandless.

Nuestro protagonista era un joven apasionado y vehemente; poseía una veta de obstinado idealismo que difícilmente casaba con la vida moderna. Cautivado durante mucho tiempo por la obra de León Tolstoi, admiraba en especial al gran novelista ruso por el modo en que había renunciado a una vida de riqueza y privilegios para vagar entre los indigentes. En la universidad, McCandless emuló el ascetismo y el rigorismo moral de Tolstoi hasta un extremo que sorprendió y no tardó en alarmar a las personas que le eran más próximas. Cuando se adentró en las montañas del interior de Alaska, no abrigaba falsas expectativas y era consciente de que no hacía senderismo por un paraíso terrenal; lo que buscaba eran peligros y adversidades, la renuncia que había caracterizado a Tolstoi. Y esto fue precisamente lo que encontró, peligros y adversidades que al final fueron excesivos.

No obstante, McCandless supo defenderse con creces durante la mayor parte de las 16 semanas de su calvario. De hecho, si no hubiera cometido algunos errores que tal vez parezcan insignificantes, habría salido tan anónimamente del bosque en agosto de 1992 como había entrado en él cuatro meses antes. En vez de ello, sus inocentes equivocaciones resultaron cruciales e irreversibles, su nombre pasó a ocupar los titulares de los periódicos y su desorientada familia no tuvo más remedio que aferrarse al doloroso recuerdo de un amor desgarrado.

Un número sorprendente de personas se ha sentido afectado por la historia de la vida y la muerte de Chris McCandless. La publicación del artículo en Outside generó más correspondencia durante las semanas y meses siguientes que cualquier otro artículo a lo largo de la historia de la revista. Como era de esperar, los puntos de vista expresados en las cartas de los lectores eran muy divergentes: mientras algunos manifestaban un sentimiento de profunda admiración por el coraje que había demostrado y la nobleza de sus ideales, otros lo condenaban por ser un irresponsable, un perturbado, un narcisista que había perecido a causa de su arrogancia y estupidez, añadiendo que no merecía la considerable atención que estaban prestándole los medios de comunicación. Mis convicciones al respecto debe­rían resultar evidentes en las páginas que siguen, pero corresponde al lector formarse su propia opinión sobre Chris McCandless.

Jon Krakauer

Seattle, abril de 1995

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Para Linda

 

 

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1

EL INTERIOR DE ALASKA (I)

27 de abril de 1992

¡Recuerdos desde Fairbanks! Esto es lo último que sabrás de mí, Wayne. Estoy aquí desde hace dos días. Viajar a dedo por el Territorio del Yukon ha sido difícil, pero al final he conseguido llegar.

Por favor, devuelve mi correo a los remitentes. Puede pasar mucho tiempo antes de que regrese al sur. Si esta aventura termina mal y nunca vuelves a tener noticias mías, quiero que sepas que te considero un gran hombre. Ahora me dirijo hacia tierras salvajes.

Alex

[Postal recibida por Wayne Westerberg en Carthage, Dakota del Sur.]

Jim Gallien se había alejado unos seis kilómetros de Fair­banks cuando divisó al autostopista junto a la carretera, de pie en la nieve y con el pulgar en alto, tiritando en el amanecer gris de Alaska. No daba la impresión de ser demasiado mayor; puede que 18 años, 19 como mucho. De la mochila sobresalía un rifle, pero su actitud parecía bastante amistosa; un autostopista con un Remington semiautomático no es algo que haga vacilar a un conductor del estado cuarenta y nueve. Gallien detuvo la camioneta en el arcén y le dijo al muchacho que subiera.

El autostopista arrojó la mochila a la plataforma trasera del Ford y se presentó como Alex.

—¿Alex...? —repitió Gallien intentando sonsacarle el apellido.

—Sólo Alex —respondió deliberadamente el joven, sin morder el anzuelo.

Medía cosa de metro setenta y su complexión era enjuta y nervuda. Aseguró que tenía 24 años y que era de Dakota del Sur. Le explicó que quería que lo llevaran hasta los lindes del Parque Nacional del Denali y que luego se internaría a pie por los bosques para «vivir durante unos meses de lo que encontrara en el monte».

Gallien era un electricista que se dirigía por la carretera de George Parks hacia Anchorage, 260 kilómetros más allá del parque del Denali, y Gallien le dijo a Alex que podía dejarlo donde él quisiera. La mochila del chico aparentaba pesar sólo unos 15 kilos, lo que sorprendió a Gallien, un consumado cazador y leñador, ya que era tan ligera que parecía improbable que pudiera pasar varios meses en el interior, sobre todo a comienzos de la primavera. «No llevaba consigo ni la cantidad de comida ni el equipo que se supone que debe llevar alguien para un viaje así», recuerda ­Gallien.

Salió el sol. Mientras bajaban desde las crestas arboladas que se recortan por encima del río Tanana, Alex contemplaba una vasta extensión de tremedal barrida por el viento que se prolongaba hacia el sur. Gallien se preguntaba si habría recogido a uno de esos chalados del estado cuarenta y ocho que viajan hacia el norte para vivir las enfermizas fantasías de Jack London. Desde hace mucho tiempo, Alaska ejerce una atracción magnética sobre los soñadores e ina­daptados que creen que los enormes espacios inmaculados de la Última Frontera llenarán el vacío de su existencia. Sin embargo, la naturaleza es un lugar despiadado, al que le traen sin cuidado las esperanzas y anhelos de los viajeros.

«Los de fuera encuentran por casualidad la revista Alaska, la hojean y empiezan a pensar que estaría bien subir hasta aquí, vivir de lo que encuentren en el monte y apoderarse de su pequeño pedazo de paraíso... —hace constar Gallien arrastrando las palabras lenta y sonoramente—. Pero cuando llegan y se encuentran de verdad en medio de las montañas... ya sabe, es otra historia, no es como lo pintan las revistas. Los ríos son anchos y violentos. Los mosquitos te devoran y en la mayor parte de lugares casi no hay animales para cazar. La vida en el monte no tiene nada que ver con ir de picnic.»

El trayecto desde Fairbanks hasta las inmediaciones del parque del Denali duró dos horas. Cuanto más hablaban, más tenía Gallien la impresión de no encontrarse ante un chiflado. Era de trato agradable y parecía haber recibido una buena educación. El muchacho lo acribilló con preguntas inteligentes acerca de las especies de caza menor que existían en la región, las variedades comestibles de frutos silvestres; «cosas por el estilo», añade Gallien.

Aun así, Gallien se inquietó. Alex reconoció que todo el alimento que llevaba en la mochila era un saco de arroz de cinco kilos. Su ropa y su equipo parecían exiguos en grado sumo para las duras condiciones de las tierras interiores, que en abril seguían sepultadas bajo una gruesa capa de nieve invernal. Las baratas botas de excursionista que el chico calzaba no eran impermeables ni termoaislantes. Su rifle era sólo del calibre 22; no podía confiar en un calibre tan pequeño si pensaba cazar grandes animales como el caribú o el alce, que era lo que tendría que comer si esperaba quedarse una larga temporada en aquellas montañas agrestes. No llevaba hacha ni raquetas, brújula ni repelente para insectos. La única ayuda de que disponía para orientarse consistía en un maltrecho mapa de las carreteras del estado, que había gorreado en una gasolinera.

A unos 150 kilómetros de Fairbanks, la carretera empieza a subir por las estribaciones de la cordillera de Alaska. Cuando la camioneta traqueteó al atravesar un puente sobre el río Nenana, Alex posó la mirada en la rápida corriente y comentó que tenía miedo al agua.

—Hace un año estaba en México, iba en canoa por el océa­no y casi me ahogo a causa de una tormenta.

Poco después, Alex sacó su rudimentario mapa y señaló una línea roja discontinua que cruzaba la carretera en las cercanías del pueblo minero de Healy. Representaba una ruta conocida como la Senda de la Estampida, rara vez transitada, que ni siquiera está marcada en la mayor parte de mapas de carreteras de Alaska. No obstante, en el mapa de Alex la accidentada línea serpenteaba hacia el oeste desde la carretera de George Parks a lo largo de unos 75 kilómetros, antes de desvanecerse en medio de los inhóspitos parajes ­si­tuados al norte del monte McKinley. Éste era el lugar hacia el que Alex se dirigía, según anunció a Gallien.

Gallien pensó que el proyecto de Alex era insensato e intentó disuadirlo repetidas veces: «Le conté que en aquella región era muy díficil cazar, que podían pasar días antes de que pudiera cobrar una pieza. Cuando vi que eso no servía, intenté atemorizarlo contándole historias de osos. Le dije que un rifle del 22 apenas haría un rasguño a un oso pardo, que todo lo que conseguiría sería volverlo loco de rabia. No pareció preo­cuparle demasiado y respondió que treparía a un árbol; así que le expliqué que los árboles de esa parte del estado no son muy altos, que un oso podía abatir uno de esos delgados abetos sin pretenderlo siquiera. Pero se mantuvo en sus trece. Tenía respuesta para cualquier problema que le planteara.»

Gallien se ofreció a llevarlo hasta Anchorage, comprarle algo de ropa y equipo, traerlo de vuelta y dejarlo donde quisiera.

—No. De todos modos, gracias —contestó Alex—. Lo que llevo será suficiente.

Gallien le preguntó si tenía licencia de caza.

—¡No, ni hablar! —contestó Alex con tono burlón—. Lo que como no es asunto del gobierno. ¡A la mierda con sus estúpidas reglas!

Cuando Gallien le preguntó si sus padres o algún amigo sabían lo que iba a hacer, si había alguien que pudiera dar la voz de alarma en caso de que tuviera algún problema y se retrasara, Alex respondió con tranquilidad que no, que nadie conocía sus planes y que, de hecho, hacía casi dos años que no hablaba con su fa­milia.

—Estoy seguro de que no me tropezaré con nada que no pueda resolver a solas —afirmó Alex.

«No había manera de convencerlo de que no lo hiciera —recuerda Gallien—. Lo tenía todo muy claro. No atendía a razones. La única manera que se me ocurre de describirlo es que estaba ansioso. Se moría de ganas por llegar y emprender la marcha.»

Pasadas unas tres horas desde que había salido de Fair­banks, Gallien dobló a la izquierda y condujo su destartalada camioneta por un camino flanqueado de nieve apisonada. La Senda de la Estampida estaba bien nivelada durante los primeros kilómetros y pasaba junto a cabañas diseminadas por calveros cubiertos de maleza y bosquecillos de abetos y álamos temblones. Después del último refugio, un cobertizo más que una cabaña, el camino se deterioraba con rapidez. Iba difuminándose y estrechándose entre alisos hasta convertirse en una pista forestal abandonada y llena de baches.

En verano, el camino también solía tener unos contornos imprecisos, pero era practicable; en ese momento estaba obstruido por medio metro de nieve blanda primaveral. Cuando llevaban recorridos 16 kilómetros desde la carretera, Gallien detuvo el vehículo en lo alto de una suave pendiente por miedo a quedarse atrapado si iba más lejos. Las heladas cumbres de la cordillera más alta de América del Norte brillaban en el horizonte.

Alex insistió en que Gallien se quedara con su reloj, su peine y todo el dinero que, según dijo, llevaba encima: un montón de calderilla que sumaba 85 centavos.

—No quiero tu dinero —protestó Gallien—. Ya tengo mi propio reloj.

—Si no lo coges, lo tiraré —replicó Alex alegremente—. No quiero saber la hora ni el día. Ni dónde estoy. Nada de eso importa.

Antes de que Alex bajara de la camioneta, Gallien rebuscó detrás del asiento, sacó un par de viejas botas de goma y persuadió al chico de que las cogiera. «Le venían demasiado grandes —recuerda Gallien—, pero le dije que se pusiera dos pares de calcetines y que quizá bastaría para que conservase los pies calientes y secos.»

—¿Cuánto te debo?

—No te preocupes —respondió Gallien.

Luego dio al chico un trozo de papel con su número de teléfono, que Alex se guardó con cuidado en un billetero de nailon, y añadió:

—Si consigues salir de ésta, llámame y te diré cómo puedes devolverme las botas.

La esposa de Gallien le había preparado unos emparedados de queso y atún y una bolsa de maíz frito para el almuerzo, pero Gallien persuadió también al joven autostopista de que aceptara la comida. Alex sacó una cámara de la mochila y le pidió a Gallien que le hiciera una foto al pie del camino con el rifle al hombro. Poco después desaparecía, con una gran sonrisa, por la pista oculta bajo la nieve. Era martes, 28 de abril de 1992.

Gallien hizo girar la camioneta, desanduvo el camino hasta la carretera de George Parks y continuó su viaje hacia Anchorage. Unos kilómetros más adelante pasó por el pequeño pueblo de Healy, donde la polícia montada de Alaska tenía un puesto de guardia. Gallien pensó por un momento en pararse y dar cuenta a las autoridades de su encuentro con Alex, pero no lo hizo. «Me imaginé que no pasaría nada —explica—. Pensé que no tardaría mucho en tener hambre y que caminaría hasta la carretera. Es lo que hubiera hecho cualquier persona normal.»

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2

LA SENDA DE LA ESTAMPIDA (I)

Jack London es el Rey

Alexander Supertramp

Mayo 1992

[Inscripción grabada en un trozo de madera descubierto en el lugar que murió Chris McCandless.]

Un sombrío bosque de abetos se cernía amenazador sobre las márgenes del río helado. No hacía mucho que el viento había despojado a los árboles de su manto blanco, y éstos parecían arrimarse mutuamente bajo la agonizante luz del crepúsculo, negros como un mal presagio. Un vasto silencio reinaba sobre la tierra. La misma tierra era una desolación pura, sin vida ni movimiento, tan fría y desnuda que su espíritu no era siquiera el espíritu de la tristeza. Se insinuaba una especie de risa más terrible que cualquier tristeza: una risa amarga como la sonrisa de la Esfinge, una risa fría como la escarcha y que participaba de una siniestra infalibilidad. Era la magistral sabiduría de la eternidad que se reía de la futilidad y los inútiles esfuerzos de la vida. Era la naturaleza salvaje, el helado corazón de las tierras salvajes del Norte.

Jack London, Colmillo blanco

Al norte de la cordillera de Alaska, antes de que las formidables murallas del monte McKinley y sus satélites sucumban ante la llanura de Kantishna, se levantan unos macizos montañosos menos importantes conocidos como la cordillera Exterior, que se desparraman entre planicies como una arrugada manta sobre una cama deshecha. Entre las crestas silíceas de las dos escarpaduras más externas de la cordillera Exterior corre de este a oeste una depresión de unos ocho kilómetros, alfombrada con una cenagosa amalgama de tremedales, espesuras de alisos y vetas de esqueléticos abetos. La Senda de la Estampida, la ruta que siguió Chris McCandless para adentrarse en tierras salvajes, pasa serpenteando a través de ese ondulante laberinto de valles.

Un legendario minero llamado Earl Pilgrim abrió el camino en los años treinta; conducía hasta unos yacimientos de antimonio que él reclamaba en el riachuelo del que tomó su nombre la Senda. Los yacimientos estaban situados más arriba de Clearwater, el punto donde se bifurca el río Toklat. En 1961, una empresa constructora de Fairbanks, la Yutan, obtuvo un contrato del nuevo estado de Alaska —proclamado sólo dos años antes— para mejorar lo que era una mera pista forestal y convertirla en una carretera asfaltada por la que los camiones pudieran transportar durante todo el año la mena que se extraía de las minas. Para alojar a los peones que construían la carretera, la Yutan compró tres autobuses destinados al desguace, los remozó equipándolos con literas y una sencilla estufa cilíndrica de leña, e hizo que un tractor oruga los arrastrara hacia el monte.

Las obras se interrumpieron en 1963; al final se habían construido unos 80 kilómetros de carretera, pero jamás se llegaron a levantar puentes sobre los numerosos cursos de agua que la atravesaban, de modo que las periódicas inundaciones y las sucesivas heladas y deshielos la hicieron intransitable al cabo de poco tiempo. La Yutan se llevó de nuevo dos de los autobuses hacia la carretera principal, pero el tercero fue abandonado a medio camino para que sirviera de refugio a los cazadores y tramperos que se aventuraban hacia el interior. En las tres décadas posteriores a la finalización de la carretera, los derrubios y la maleza, así como los embalses de los castores, destruyeron la mayor parte del firme, pero el autobús sigue allí. El abandonado ve­hículo, un antiguo International Harvester fabricado en los años cuarenta, se halla 38 kilómetros al oeste de

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