MARAVILLAS NATURALES

Arena
La arena es la ametralladora del viento. A lo largo de la Costa Atlántica hay muchos tipos de arena. La más común se llama arena negra. Tiene altos grados de magnetita y titanio. ¿Cuántas personas huyen de la playa cuando, en días de viento, sus balazos microscópicos percuten la piel como avispitas de acero? La arena desata pasiones contrarias: están los que la aman, están los que la odian. Con arena mojada se construyen castillos, esculturas, montañas o volcanes y hasta bolas que los niños usan de proyectiles esféricos para jugar a la guerra. La arena mojada es papel, una invitación a escribir: nombres de amantes encerrados en corazones que la espuma de la orilla borra. Si la arena mojada es arcilla, la arena seca es pan rallado. Alguien entra al agua, sale del mar corriendo y se pone a rodar en arena seca. Eso se llama hacerse milanesa. La arena seca también es brasa: quema los pies, obliga a apurar el paso o a dar risibles saltitos de cabriola. Muchas veces, ni las ojotas aguantan el fulgor de la arena seca. La arena de San Clemente, Santa Teresita, Mar del Tuyú y Mar de Ajó es fina y volátil, de origen calcáreo, con restos de conchas marinas. Valeria del Mar tiene la arena más suave de la costa. En Villa Gesell hay calles zigzagueantes de arena. En la otra punta, la arena se pone gruesa. En Costa Bonita y Quequén, llega a presentar incrustaciones de piedras de distintos tamaños y colores. Hay un balneario del partido de Lobería llamado Arenas Verdes, por la cantidad de vegetación que crece de su arena. En Necochea, llama la atención su alto nivel de yodo. La arena es una sustancia compuesta con la capacidad de adoptar múltiples formas que obedecen a los caprichos del viento y del mar. Suele aglutinarse en dunas costeras dispuestas en largos cordones. Algunas dunas son rígidas y estables como murallas, sirven para contener el viento. Otras son dunas móviles que se desarman y rearman, se mudan, cambian cada tanto de lugar, migran como pájaros. La fuerza del oleaje produce unos desniveles en el fondo del mar llamados bancos de arena. Donde hay un banco de arena, la profundidad disminuye: de lejos parece que los bañistas están internados en lo más profundo del mar pero el agua no les llega ni a las rodillas. Las personas que van a almorzar a la playa en verano o a tomar mate en invierno suelen comer arena. La arena se mete en sus sánguches y bebidas, se adhiere como sal gruesa a los choclos con manteca, espolvorea los helados y los churros. Suena crocante cuando la agarran los dientes. Algunas personas se entierran por largas horas en la arena, dejando solo la cabeza a la intemperie. Otras se exfolian la piel. Hay quienes disfrutan de enterrar solo sus pies en un pocito de arena. Cuando pega el sol del mediodía, brilla como un millón de esquirlas de vidrio pulido. Las casas de la primera línea de la costa la padecen: la arena se mete y hay que barrerla a diario. El reloj de arena la transformó en un símbolo del tiempo, por escurridiza, volátil, inaprensible. Cuando no hay gente ni olas, con la playa vacía y virgen, la arena y el mar parecen espejarse como dos gemelos gigantes: comparten el mismo tatuaje del viento.
Olas
El océano Atlántico es hiperactivo. Rara vez está planchado. Casi nunca es una pileta. Siempre están sus inquietas olas. Una ola es una onda que se forma por el roce del viento, que aprieta y empuja con sus manos invisibles la superficie del agua. En la formación de las olas intervienen la gravedad y los cambios de temperatura. La olas de la Costa Atlántica son didácticas, perfectas para el aprendizaje del surf: ni colosales ni belicosas, como en el Caribe, pero tampoco diminutas e insignificantes, como en un lago. El tamaño intermedio las vuelve ideales. Las mejores son aquellas que, cuando rompen, forman un vaso de vidrio: un tubo perfecto que los surfistas llaman glass. Aunque también hay olas que hacen de las suyas, olas traviesas y traicioneras. La diablura más famosa de las olas es la de revolcar turistas: son las que centrifugan a quien se interponga en su camino, como una media en un lavarropas. Dejan a la persona inocente despatarrada en la orilla, agitada, escupiendo agua. Algunas olas parecen tener mucha fuerza pero mienten. Otras se desploman a lo bruto como una avalancha y no sirven para nada: son pura espuma. Se dice que el mar está picado cuando hay muchas olitas que rompen al mismo tiempo y hacen de la costa una olla gigante en pleno hervor. Las olas traen cosas —algas, latas, galletas de tanza, huevos de raya, pañales, botellas de plástico— y también se llevan cosas. Son lenguas invertidas, pulmones que se dilatan y se contraen, manos o tentáculos que arañan de espuma la arena. La fuerza de las olas puede abrir la tierra en dos. En el paseo Punta Iglesias, en Mar del Plata, las baldosas tienen grietas que fueron perpetradas por tajantes olas, la noche de un temporal violento. Las olas son el repelente de turistas que esperan que el mar sea “una pileta” —que vayan a una pileta entonces—. Aunque también son lugares que cobijan y despejan la mente: pueden habitarse por un instante, con disciplina y obstinación, como una pieza interactiva de arte efímero. Hay quienes barrenan a pecho —el grado cero del surf—; hay quienes juegan a saltar las olas, impulsados por su fuerza de flotación llegan hasta la cresta con el envión hidráulico, despegan los pies del suelo a una altura imposible de replicar en tierra firme. Tienen olor las olas: olor a sal, a marea roja, a lobo marino, a arena; olor a sol, olor a frío. No hay olas sin espuma, sin las millones de burbujitas que refractan la luz y le dictan al ojo humano el color blanco. Las tramas que dejan cuando rompen en la orilla son un animal print diseñado por la gráfica láser de la naturaleza. La ola también tiene su rumor y su resaca. Resaca se le dice al movimiento que hace cuando se retira de la orilla con fuerza; rumor al sonido que crece, como una exhalación, cuando la ola comienza a formarse. Cuando las olas vienen en grupo, eso se llama tanda o serie. Después de cada tanda, deja de haber olas por un rato hasta que llega la próxima. A veces, el mar es ordenado con sus olas. Desde el siglo XVIII, los matemáticos se obsesionaron con ellas y quisieron inventar un modelo para describir con fidelidad la forma perfecta de una ola. En 1840, George Gabriel Stokes realizó el primer estudio matemático sobre las olas, que en la actualidad se emplea para medir tsunamis. En la Costa Atlántica, el viento que viene del mar hacia la tierra moldea olas descuajeringadas y desprolijas. Es el viento que va de la tierra hacia el mar el mejor escultor. En 1957, G. D. Crapper logró demostrar matemáticamente cómo se forman las olas de tubo. Concluyó que en un planeta ideal, con poca fuerza de gravedad y mucha agua, habría olas perfectas sin cesar, todo el tiempo. Pero cualquier abstracción siempre es rebatida por la cruda realidad. Habrá que ver cómo pega el viento en la playa y, sobre todo, saber esperar, no ser impacientes, que tarde o temprano llegará la ola que cada cual se merece.
Nubes
Algunas parecen un aerosol rociado como un grafiti sobre el mar. Otras se apelotonan como algodón sucio, sombreadas por el lápiz de la tormenta. Pueden ser blancos archipiélagos flotantes desperdigados en el océano del cielo o extensos pentagramas musicales. Cuando las nubes forman líneas —ya sean renglones rectos o curvas pinceladas blancas— se las llama cirros. Las hay rojas como un incendio, anaranjadas como una brasa, violetas como una uva, rosas como un pomelo. Nubes azules de frío, nubes verdes de humedad. ¡Es la escala cromática de los humores submarinos! Una nube es un hidrometeoro, un meteoro que se forma por la condensación de vapor de agua. ¿Existirán dos nubes idénticas? Una fe excesiva en las semejanzas hace pensar que todas son iguales. Pero las nubes de la Costa Atlántica tienen su carácter altivo, su mañoso comportamiento, una caligrafía inconfundible con la que trazan sus ideogramas de felpa sobre la hoja del cielo costero. El vapor de agua proviene principalmente del mar —también de la transpiración de las plantas y de los glaciares—. Pero por sí solo no puede devenir nube. Necesita la ayuda de partículas que primero reúnan y luego compriman sus moléculas. El polen, el polvo, el aserrín de sal que dejan las olas cuando rompen, junto con cenizas de erupciones volcánicas, todo esto contribuye en la aglomeración de las nubes. ¿Serán saladas las nubes de la costa? Parecen fabulosos animales astrales antes que desabridos objetos inertes. Son amebas o ballenas, orcas o medusas; son elefantes, caballos, osos; son mullidos pterodáctilos de algodón, son albatros etéreos de pesadas alas, son una multitudinaria bandada de aves migratorias en vuelo sincronizado. Las nubes tienen el ímpetu de seres esculpidos por el cincel del viento marino. La superficie del océano abriga sus formas, que se proyectan entre la espuma de las olas como un teatro de sombras sobre un lienzo plomizo, a tal punto que la imaginación suele confundir esas manchas, esos lamparones, con alguna bestia submarina que se desplaza parsimoniosa por las profundidades. Esa afinidad de las nubes costeras con el mar es más una hermandad que una alianza. Las nubes de montaña son parientes de la montaña. Las nubes del mar son hijas del mar. Cuando miramos, no miramos las cosas por separado. Es una lástima no tener un nombre distinto para cada conjunto.
Vientos
El viento sur infla el mar, provoca temporales, vuela balnearios, agiganta la marea. En la antigüedad, cuando Poseidón se enojaba, la cólera del mar traía las ondulaciones iracundas del viento sur. En la costa, el viento sur es el terror de los balnearios y la aventura de turistas: mientras carperas y carperos levantan las bandadas, desatan las lonas, meten las sillas en la cueva del chancho, el turista juega a entrar al mar, a esconderse en la precaria carpa amenazada o a correr en chancletas rumbo a los edificios con un diario de paraguas si es que el viento sur trae también un poco de lluvia huracanada. El viento este es un viento frío y también peligroso. En 2014, el puesto de guardavidas municipal que se ubica en el arroyo del Durazno, en Miramar, fue azotado por un viento este que lo descuartizó en segundos. Es un viento persistente que en verano suele aterrizar al mediodía —al mediodía casi siempre cambia el viento: las clases aristocráticas sabían eso, bajaban a la playa a la mañana y mandaban a sus empleadas a la tarde—. El viento este es pegajoso, tenaz y su acústica puede ser pesadillesca: es conocido como la moto del este. El viento norte es el que trae calor, alegría, plancha el mar y lo deja como una laguna de sal, hace creer que las vacaciones en la Costa Atlántica pueden ser caribeñas. Los días de viento norte guardavidas ponen a flamear orgullosos las banderas celestes, cada vez más rezagadas por la hegemonía del mar peligroso. El viento norte es la constatación de que el turismo, si pudiera elegir, no elegiría las olas: elegiría el mar calmo, monótono, liso. Para quienes surfean, el péndulo del viento perfecto es el siguiente. Primero, que haya sudestada: el cielo de a poco toma el color del plomo, el soplido del viento va arreando las nubes, la congestión alcanza también a los pájaros acuáticos y la lluvia se desata hasta armar una inundación parecida a la del Génesis. Después, muere el viento y ahí se pone oeste; las olas se levantan y cuando los surfistas reman les cae una brisa de agua en los ojos por efecto del soplido del viento: lo llaman el spray del oeste. Hay muchísimos vientos. Los más peligrosos suelen llegar desde adentro del mar, el mar los origina, los contiene y los desata. El pampero, por ejemplo, que viene desde la Antártida, es un viento local, autóctono. Se caracteriza por ser rafagoso, por armar tormentas de arena, por ser frío y antiturístico. En la Costa Atlántica nunca no sopla el viento. Es la música de los veranos, lo que trae el desorden y la inestabilidad del mar, la picazón de la arena que salta a los ojos, las voladas de sombrillas, la destrucción de los balnearios, la imposibilidad del peinado, las curvas del vuelo de los barriletes, la ventaja o desventaja en los partidos jugados en la arena mojada, la marcha y contramarcha de los heladeros. El viento rige la vida playera en la Argentina. Equivalente a la congestión en las grandes urbes, el tránsito de las playas es responsabilidad del viento.
Clima
Los autos que duermen afuera amanecen con los parabrisas cubiertos de fina escarcha. El pasto despierta rociado con el azúcar impalpable del invierno. Las surfers ya no pueden usar su traje de cortas mangas: si quieren seguir cabalgando dragones líquidos deberán cubrir su cuerpo entero, solo sus caras recibirán sin protección el frío filo del agua. El viento marino es cómplice: la correntada de aire oceánico es una navaja de hielo para los que caminan a primera hora por la playa vacía. Camperas y bufandas, poca piel a la intemperie. El verano es un mito de la Costa Atlántica: está asediado por el fantasma del invierno. ¡Siempre puede hacer frío en verano! El calor de la costa es frágil como una estalactita. El calor es una excepción y el frío es la norma. Basta un súbito cambio de viento para que la temperatura tome un plot twist de ciento ochenta grados. “A la noche refresca, llevate un bucito, algo de abrigo”, es el aviso de quienes conocen los antojos del clima costero. En Santa Fe, en La Rioja, en Tucumán, incluso en Bahía Blanca: estos lugares conocen el verdadero calor. Pero el mar de la costa es un aire acondicionado encendido todo el año, una máquina de motor que sopla y atempera estos prados. Rara vez es infernal el calor de la costa. ¿Y la primavera? ¿Y el otoño? Es todo lo mismo: versiones del invierno. La primavera es un invierno soleado. El otoño es un invierno más gris que el invierno. Y el frío viaja en el tiempo, salta de acá para allá entre los meses del calendario. Solo el turismo podría asombrarse de esas semanas de en