Guía maravillosa de la Costa atlántica

Andrés Gallina
Matías Moscardi

Fragmento

Guía maravillosa de la Costa Atlántica

MARAVILLAS NATURALES

Arena

La arena es la ametralladora del viento. A lo largo de la Costa Atlántica hay muchos tipos de arena. La más común se llama arena negra. Tiene altos grados de magnetita y titanio. ¿Cuántas personas huyen de la playa cuando, en días de viento, sus balazos microscópicos percuten la piel como avispitas de acero? La arena desata pasiones contrarias: están los que la aman, están los que la odian. Con arena mojada se construyen castillos, esculturas, montañas o volcanes y hasta bolas que los niños usan de proyectiles esféricos para jugar a la guerra. La arena mojada es papel, una invitación a escribir: nombres de amantes encerrados en corazones que la espuma de la orilla borra. Si la arena mojada es arcilla, la arena seca es pan rallado. Alguien entra al agua, sale del mar corriendo y se pone a rodar en arena seca. Eso se llama hacerse milanesa. La arena seca también es brasa: quema los pies, obliga a apurar el paso o a dar risibles saltitos de cabriola. Muchas veces, ni las ojotas aguantan el fulgor de la arena seca. La arena de San Clemente, Santa Teresita, Mar del Tuyú y Mar de Ajó es fina y volátil, de origen calcáreo, con restos de conchas marinas. Valeria del Mar tiene la arena más suave de la costa. En Villa Gesell hay calles zigzagueantes de arena. En la otra punta, la arena se pone gruesa. En Costa Bonita y Quequén, llega a presentar incrustaciones de piedras de distintos tamaños y colores. Hay un balneario del partido de Lobería llamado Arenas Verdes, por la cantidad de vegetación que crece de su arena. En Necochea, llama la atención su alto nivel de yodo. La arena es una sustancia compuesta con la capacidad de adoptar múltiples formas que obedecen a los caprichos del viento y del mar. Suele aglutinarse en dunas costeras dispuestas en largos cordones. Algunas dunas son rígidas y estables como murallas, sirven para contener el viento. Otras son dunas móviles que se desarman y rearman, se mudan, cambian cada tanto de lugar, migran como pájaros. La fuerza del oleaje produce unos desniveles en el fondo del mar llamados bancos de arena. Donde hay un banco de arena, la profundidad disminuye: de lejos parece que los bañistas están internados en lo más profundo del mar pero el agua no les llega ni a las rodillas. Las personas que van a almorzar a la playa en verano o a tomar mate en invierno suelen comer arena. La arena se mete en sus sánguches y bebidas, se adhiere como sal gruesa a los choclos con manteca, espolvorea los helados y los churros. Suena crocante cuando la agarran los dientes. Algunas personas se entierran por largas horas en la arena, dejando solo la cabeza a la intemperie. Otras se exfolian la piel. Hay quienes disfrutan de enterrar solo sus pies en un pocito de arena. Cuando pega el sol del mediodía, brilla como un millón de esquirlas de vidrio pulido. Las casas de la primera línea de la costa la padecen: la arena se mete y hay que barrerla a diario. El reloj de arena la transformó en un símbolo del tiempo, por escurridiza, volátil, inaprensible. Cuando no hay gente ni olas, con la playa vacía y virgen, la arena y el mar parecen espejarse como dos gemelos gigantes: comparten el mismo tatuaje del viento.

Olas

El océano Atlántico es hiperactivo. Rara vez está planchado. Casi nunca es una pileta. Siempre están sus inquietas olas. Una ola es una onda que se forma por el roce del viento, que aprieta y empuja con sus manos invisibles la superficie del agua. En la formación de las olas intervienen la gravedad y los cambios de temperatura. La olas de la Costa Atlántica son didácticas, perfectas para el aprendizaje del surf: ni colosales ni belicosas, como en el Caribe, pero tampoco diminutas e insignificantes, como en un lago. El tamaño intermedio las vuelve ideales. Las mejores son aquellas que, cuando rompen, forman un vaso de vidrio: un tubo perfecto que los surfistas llaman glass. Aunque también hay olas que hacen de las suyas, olas traviesas y traicioneras. La diablura más famosa de las olas es la de revolcar turistas: son las que centrifugan a quien se interponga en su camino, como una media en un lavarropas. Dejan a la persona inocente despatarrada en la orilla, agitada, escupiendo agua. Algunas olas parecen tener mucha fuerza pero mienten. Otras se desploman a lo bruto como una avalancha y no sirven para nada: son pura espuma. Se dice que el mar está picado cuando hay muchas olitas que rompen al mismo tiempo y hacen de la costa una olla gigante en pleno hervor. Las olas traen cosas —algas, latas, galletas de tanza, huevos de raya, pañales, botellas de plástico— y también se llevan cosas. Son lenguas invertidas, pulmones que se dilatan y se contraen, manos o tentáculos que arañan de espuma la arena. La fuerza de las olas puede abrir la tierra en dos. En el paseo Punta Iglesias, en Mar del Plata, las baldosas tienen grietas que fueron perpetradas por tajantes olas, la noche de un temporal violento. Las olas son el repelente de turistas que esperan que el mar sea “una pileta” —que vayan a una pileta entonces—. Aunque también son lugares que cobijan y despejan la mente: pueden habitarse por un instante, con disciplina y obstinación, como una pieza interactiva de arte efímero. Hay quienes barrenan a pecho —el grado cero del surf—; hay quienes juegan a saltar las olas, impulsados por su fuerza de flotación llegan hasta la cresta con el envión hidráulico, despegan los pies del suelo a una altura imposible de replicar en tierra firme. Tienen olor las olas: olor a sal, a marea roja, a lobo marino, a arena; olor a sol, olor a frío. No hay olas sin espuma, sin las millones de burbujitas que refractan la luz y le dictan al ojo humano el color blanco. Las tramas que dejan cuando rompen en la orilla son un animal print diseñado por la gráfica láser de la naturaleza. La ola también tiene su rumor y su resaca. Resaca se le dice al movimiento que hace cuando se retira de la orilla con fuerza; rumor al sonido que crece, como una exhalación, cuando la ola comienza a formarse. Cuando las olas vienen en grupo, eso se llama tanda o serie. Después de cada tanda, deja de haber olas por un rato hasta que llega la próxima. A veces, el mar es ordenado con sus olas. Desde el siglo XVIII, los matemáticos se obsesionaron con ellas y quisieron inventar un modelo para describir con fidelidad la forma perfecta de una ola. En 1840, George Gabriel Stokes realizó el primer estudio matemático sobre las olas, que en la actualidad se emplea para medir tsunamis. En la Costa Atlántica, el viento que viene del mar hacia la tierra moldea olas descuajeringadas y desprolijas. Es el viento que va de la tierra hacia el mar el mejor escultor. En 1957, G. D. Crapper logró demostrar matemáticamente cómo se forman las olas de tubo. Concluyó que en un planeta ideal, con poca fuerza de gravedad y mucha agua, habría olas perfectas sin cesar, todo el tiempo. Pero cualquier abstracción siempre es rebatida por la cruda realidad. Habrá que ver cómo pega el viento en la

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