Argentina. La apertura al mundo (Tomo 3)

Jorge Gelman

Fragmento

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Una nueva y gloriosa nación

 

En 1910 el poeta nicaragüense Rubén Darío escribió el Canto a la Argentina, resaltando hasta el hartazgo y la exageración los logros de la nación suramericana, que parecía rivalizar con Estados Unidos: «¡Hay en la tierra una Argentina!/He aquí la región del Dorado,/he aquí el paraíso terrestre,/he aquí la ventura esperada,/he aquí el Vellocino de Oro,/he aquí Canaán la preñada,/la Atlántida resucitada […] /con nuevos valores y nombres/en vosotras está la suma/de fuerza en que América finca». Aunque el entusiasmo del poeta lo haya llevado a límites desopilantes, como que la Argentina fue «presentida del inca [y] os adivinó Moctezuma», Darío expresaba abiertamente un sentimiento que también cobraba otras formas, como la envidia y el temor: la ilusión de América Latina por un destino de grandeza que uno de sus integrantes parecía alcanzar. Cercana fue la visión de España hacia la que se convertía ahora en su hija más dilecta, que merecía ser visitada por una infanta y en la que los viajeros peninsulares veían avances de modernidad que la propia madre patria no poseía, pero que obviamente podría lograr si se lo proponía, como su ex colonia demostraba.

Los logros materiales de la Argentina la habían convertido, ya a principios del siglo XX, en el principal mercado de la región y en el escenario de guerras comerciales entre británicos, estadounidenses y alemanes con los condimentos y estrategias más variadas, dentro y fuera de las reglas del mercado. Los cincuenta años que transcurrieron entre 1880 y la crisis mundial de 1930 produjeron cambios económicos, políticos, sociales y culturales que, en buena medida, cimentaron los fundamentos de la Argentina moderna. La pujanza económica, la democratización del sistema político, la oleada inmigratoria, el ascenso social, los logros educativos y sanitarios y la sofisticación cultural no encontraban parangón en la América española y el Brasil. En 1880 la Argentina era un pequeño punto en el mundo, con unos 2.560.000 habitantes, una población que era la quinta parte de la brasileña y de la mexicana, inferior a la de Colombia y Perú y poco mayor que la de Chile. En Europa se comparaba con la de Bulgaria e Irlanda, aunque era la mitad de la de Bélgica, Hungría y Portugal, la tercera parte de la de Rumanía, la octava parte de la de España, doce veces menor que la de Italia, y de catorce a dieciséis veces menor que la de Inglaterra, Alemania y Francia. En 1930 Argentina seguía siendo un punto en el mundo, pero su población, que llegaba a los 12 millones de personas, era más de una tercera parte de la brasileña, apenas un 60 por ciento menor que la mexicana, un 50 por ciento mayor que la colombiana, doblaba a la peruana y prácticamente triplicaba a la de Chile. Bulgaria tenía la mitad de habitantes e Irlanda sólo un cuarto, mientras Bélgica y Portugal representaban menos de la mitad y Hungría un 40 por ciento. España ya no multiplicaba por ocho la población de Argentina, sino por dos, la de Italia poco más que la triplicaba, la del Reino Unido la cuadruplicaba, la de Francia ni siquiera llegaba a esos niveles y la de Alemania la multiplicaba cuatro veces y medio. El PBI per cápita de 1880 era superior al de cualquier país latinoamericano, algo menor que el italiano y el español, y menor que el de otros once países europeos, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En 1930, ese mismo indicador había aumentado un 180 por ciento, un hecho remarcable dado que la población creció de 2,5 millones a unos 12 millones. Sólo lo superaban Estados Unidos, Reino Unido, Holanda, Suiza, Bélgica, Dinamarca, Canadá, Australia, Nueva Zelanda y, por poco, Francia. Pero ya era un 30 por ciento mayor que el italiano y el español.

Las relaciones internacionales de la Argentina en el periodo 1880-1930 estuvieron signadas por todas las características que los relatos anteriores deslizan, de manera tenue en los ochenta y en los noventa, pero frontal al iniciarse el siglo XX: un intento por obtener las mayores ventajas posibles del avance material alcanzado tanto con los países más poderosos que vendían, compraban e invertían, cuanto en las posibilidades que ofrecía América Latina como mercado. En primer lugar, la economía fue tejiendo redes como «granero del mundo» a través de sus exportaciones y sus importaciones. La relación comercial se orientó más a Europa y Estados Unidos que a América Latina. Pero igualmente la presencia económica argentina fue fundamental en los países limítrofes más pequeños. En segundo lugar, los cambios políticos llevaron a una estabilidad que, sin ser única, no era tan común en la región. Fue en este aspecto en el que la Argentina ejerció y recibió la influencia del resto de América Latina con una versión propia del panamericanismo, en la que enfrentó el deseo de Estados Unidos por liderar políticamente la región a los intentos de autonomía que los países latinoamericanos más poderosos pretendían conservar. Aunque, como veremos, los intentos por conquistar política y económicamente a América Latina encontraron límites difíciles de superar. Europa, fuera de la estrategia diplomática panamericana, estuvo sin embargo muy presente en los lazos sociales y culturales, tanto por la fuerza de los países que ejercían como modelos —Inglaterra, Francia y Alemania— como por la presencia de un número de inmigrantes mediterráneos que produjo vínculos, especialmente con Italia y España, tan importantes como sensibles.

 

 

La década de 1880

 

En la década de 1880 la Argentina se convirtió en la niña mimada de las inversiones británicas, las mayores del mundo capitalista en ese momento. La razón estaba en su propia potencialidad y en el contexto general de la gran depresión de 1873-1895, que había llevado a que no existieran demasiados lugares en el mundo para ganar dinero. Si hasta la crisis mundial Estados Unidos se habían convertido en el destino privilegiado de esos flujos de dinero, en los años ochenta sólo aparecían oportunidades excepcionales en tres lugares del mundo: Australia por su oro, Sudáfrica por sus diamantes y la Argentina por sus tierras. En 1879 la Argentina había incorporado una cantidad de tierras que duplicaba su extensión con la conquista y ocupación de los espacios indígenas del centro y sur del país, y en 1884 haría lo mismo con el territorio del Chaco, en el nordeste. Sin embargo, las expectativas sobre la productividad de esas tierras se revelaron demasiado optimistas; la mayoría de ellas, en el centro y en el sur, eran estepas con lluvias escasas, mientras las del norte constituían una selva con pocas posibilidades inmediatas de puesta en producción. Lejos estaban de compartir la fertilidad de las pampas, como alguna vez se había pensado, pero esto recién se conoció después. En los año

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