La historia de los judíos

Simon Schama

Fragmento

cap-1

1

¿Podría ser ahora?

I. DAVID

Una vez, en un lugar situado entre África y el Indostán, había un río tan judío que observaba el sábado. Según Eldad el Danita, un viajero del siglo IX, durante seis días a la semana el río Sambatión arrastraba una gran cantidad de pesadas rocas a lo largo de su curso arenoso. Al séptimo día, como Dios cuando creó el universo, el río descansaba. Algunos autores escribieron que el Sambatión se transformaba de noche en un cauce seco. Otros juraron que el río no llevaba agua: era un discurrir de rocas que rodaban y chocaban unas contra otras con tanta violencia que el ruido que hacían, un estruendo sordo como «una tempestad en el mar», podía oírse a un par de kilómetros de distancia.[1] Nada podía detener el extraño comportamiento del Sambatión, excepto sus propias leyes antinaturales. Se contaba que si un hombre llenaba una bolsa de arena del río y la vaciaba en un recipiente de vidrio sería testigo de la magnitud del misterio. Al anochecer, al finalizar el sábado, los blancos granos que habían permanecido inertes durante el día de descanso empezarían a removerse, a agitarse y a golpear las paredes del recipiente como si ansiaran reunirse con la corriente de la que provenían. Si un viajero intrépido aprovechaba el sábado para vadear el cauce pedregoso, advertía Eldad, su plan se vería frustrado, pues «en cuanto comienza el sábado, un muro de fuego se levanta en la otra orilla del río, llamas que no se extinguen hasta la noche siguiente, cuando el sábado finaliza. Así pues, ningún ser humano puede aproximarse al río a una distancia menor de ochocientos metros, porque el fuego consume todo lo que allí crece».[2]

En 1480 fueron publicadas en Mantua las Cartas de Eldad, de modo que uno de los primeros textos impresos en lengua hebrea fue un verdadero viaje a la imaginación. No obstante, los límites del mundo real iban cambiando con cada carabela que zarpaba para circunnavegar las costas de África y el nordeste rumbo a las Indias. Lo más extravagante y curioso podía resultar cierto. Además, había otra razón muy poderosa para confiar en que un intrépido viajero llegara a dar con el Sambatión. Se decía que en la otra orilla del río habitaban cuatro de las Diez Tribus Perdidas de Israel, el pueblo que en el siglo VIII a. e. c. había sido obligado a desplazarse a causa de los conquistadores asirios. Todo lo que se sabía sobre la localización definitiva de su exilio era que se trataba de un remoto territorio del este, pues los asirios habían gobernado un vasto imperio que se extendía desde la costa de Yemen hasta el mar Caspio. No obstante, encontrar el Sambatión significaba encontrar a los israelitas, preservados en su exilio como insectos en una pieza de ámbar. Todo lo que se decía de ellos era portentoso. Montaban elefantes para desplazarse por campos libres de criaturas dañinas. «No hay nada impuro entre ellos […] no hay bestias salvajes, no hay moscas, no hay pulgas, no hay piojos, no hay zorros, no hay escorpiones, no hay serpientes, no hay perros.» Vivían en hermosas torres, teñían de bermellón sus ropas y no tenían criados, sino que labraban ellos mismos los fructíferos campos. Un sinfín de granadas esperaban a ser recolectadas, y de los árboles caían suculentos higos carnosos, dulces como la miel. Su tierra era el país de Jauja kosher.

Incluso aquellos que sospechaban que la historia de Eldad era decididamente descabellada querían saber más, pues el descubrimiento del río, y el de esos israelitas perdidos de la otra orilla, podía ser una señal de lo que todos los judíos llevaban siglos anhelando. Según la tradición, la aparición de un príncipe libertador de la casa de David, el verdadero Mesías, el Redentor de Jerusalén, el Reconstructor del Templo, sería anunciada por el redescubrimiento de las Tribus Perdidas de Israel, con la tribu de Rubén a la cabeza. Cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, corrió el rumor de que el Sambatión había dejado de discurrir, y que las Tribus Perdidas estaban preparándose para volver a unirse al mundo, si es que, de hecho, no lo habían hecho ya. En 1487, durante un viaje a Jerusalén, el rabino Abdías de Bertinoro, que no era precisamente un pobre crédulo, no dudó en preguntar a algunos esclavos liberados si tenían noticias del río Sambatión y de la gente que vivía al otro lado. «Los judíos de Adén —escribió a su hermano— hablan de todo esto con bastante certidumbre, como si fuera por todos conocido, y nadie ha puesto en duda jamás la veracidad de sus afirmaciones.»[3] El primer manual hebreo de geografía académica, el Iggeret Orhot Olam («Itinerario cósmico») de Abraham Farissol, contenía un pasaje sobre la ubicación del río, y lo situaba en algún lugar de Asia.[4]

Encontrar a las Tribus Perdidas de Israel se convirtió en una pertinaz obsesión tanto para los cristianos como para los judíos. Para los primeros había razones estratégicas y apocalípticas para desear que la historia del Sambatión y las Tribus fuera cierta, y ambas convergían en un momento crucial del mundo hebreo. Si era verdad que los israelitas vivían de un modo u otro más allá de los límites del mundo musulmán, ya fuera en África o en Asia, el trato con ellos ofrecía la oportunidad de lanzar un ataque contra los turcos desde su retaguardia. El rey de Portugal ya había enviado emisarios judíos a buscar el reino del Preste Juan, de quien se decía que era un poderoso monarca cristiano de aquellas tierras remotas y que mantenía contacto con las Tribus Perdidas. Podría establecerse una santa alianza. El Fin de los Tiempos se precipitaría: se libraría la batalla profetizada de dos adversarios titánicos, Gog y Magog. Se quebrarían cabezas, se oirían hosannas, la tierra quedaría empapada en sangre. Guerreros nombrados por el Divino, en perfecta formación y armados con relucientes lanzas, avanzarían para enfrentarse a las legiones del Anticristo, y después de que se alzaran con la victoria comenzaría una edad de oro cristiana. Guiados por los israelitas perdidos, los demás judíos verían por fin el error en el que habían vivido y marcharían hacia el frente en tropel. Radiante en su divina majestad, Cristo regresaría. Gloria a Dios en las alturas.

Un día de 1523, poco antes de la fiesta de la Hanuká, un hombre bajito y moreno y de cuerpo enjuto por la práctica del ayuno, llegó a Venecia, donde dijo ser David, «hijo del rey Salomón y hermano del rey José», caudillo de la tribus de Rubén, de Gad y de una parte de la tribu de Manasés.[5] Cuando, unos años más tarde, se reunió con este embajador de las tierras de las Tribus Perdidas, Giambattista Ramusio —gran viajero y geógrafo, que creía que el individuo en cuestión era quien decía ser— lo describió como un tipo «muy delgado y enjuto, como los judíos del Preste Juan».[6] El propio rubenita extendió la idea de que, en efecto, procedía de aquel lugar tan buscado en el que cristianos y judíos negros habitaban en territorios vecinos y guerreaban unos con otros. El «embajador» sostenía que los miembros de otras tribus perdidas —la de Simeón y la de Benjamín— vivían junto al río Sambatión, y que su reino se encontraba en un valle desértico de las inmediaciones, el del Habor. El resto del pueblo perdido de Israel se encontraba más lejos aún. Así pues, ¿podía ser ese judío, de nombre David, aquel hombre largamente esperado, que traía en su enjut

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