En los sesenta irrumpieron movimientos culturales que pretendían cambiar el mundo. Sus proclamas aparecían en la televisión con música pop de fondo: se presentaban como el inicio de una verdadera revolución. Coronaron cima en 1968, un año de revueltas. De París a Nueva York pasando por Praga, Ciudad de México, Berlín o Londres, los movimientos juveniles prendieron una mecha que, visto ahora con perspectiva, no terminó en el incendio que esperaban: no solo no acabaron con el capitalismo, sino que pasaron a formar parte del sistema y a ser asumidas por la publicidad de las grandes empresas y la propaganda política. Ninguna de las revueltas triunfó, pero aún hoy, más de medio siglo después, seguimos hablando de ellas. En el siguiente texto, líneas extraídas del libro «La revolución divertida» (Debate), el ensayista Ramón González Férriz repasa aquellos agitados meses de rebeliones, contracultura y sueños incumplidos.