La trampa del optimismo

Ramón González Férriz

Fragmento

Introducción. La década larga

INTRODUCCIÓN

La década larga

En cierto sentido, la década de 1990 no empezó de acuerdo con el calendario. No es particularmente original pensar que se inició el 9 de noviembre de 1989, cuando miles de ciudadanos de la República Democrática Alemana cruzaron el Muro de Berlín, que hasta entonces les había separado de la República Federal de Alemania y, así, del mundo capitalista. Ese acontecimiento cambió por completo los paradigmas intelectuales y las batallas ideológicas que habían regido el planeta durante algo más de cuatro décadas. En los dos o tres años siguientes, cayeron los regímenes comunistas de la mayor parte de Eurasia, el imperio soviético desapareció y el mundo occidental —partidario de la democracia capitalista, con mayor o menor énfasis en el libre mercado o el estado de bienestar— sintió que una batalla crucial había terminado.

No fue esta la única razón, pero sí la principal, por la que el rasgo esencial que deberíamos recordar de la década de los noventa es el optimismo. Esto no significa que no hubiera señales preocupantes: la caída del Muro fue la causa indirecta de las guerras en la antigua Yugoslavia, no tardó demasiado en verse que la democratización del viejo mundo comunista sería de una dificultad atroz, se produjo un genocidio en Ruanda y, al menos en términos cuantitativos, los noventa fueron para Japón una «década perdida», sin ninguna clase de crecimiento económico. También en Europa hubo una crisis económica muy relevante, aunque pasajera, en 1993. A pesar de todo, parecía que la desaparición del sistema que había competido con el capitalismo por la seducción de las mentes de los individuos de todo el globo y el fin, al menos en Europa, de la tiranía que había impuesto eran el inicio de un camino sin obstáculos hacia el progreso. Los mercados podrían integrarse, el ámbito del comercio sería global; en su forma más osada, la de la Unión Europea, las naciones delegarían parte de su soberanía en un ente común e incluso asumirían una moneda compartida. La externalización de ciertas actividades industriales a países como China no solo facilitaría que los consumidores occidentales tuvieran acceso a mercancías más baratas, sino que permitiría a los países de destino enriquecerse rápidamente y, en última instancia, democratizarse. Hasta era posible inventar una nueva senda ideológica que fusionara lo mejor de la socialdemocracia con el dinamismo y la apertura de los mercados: se llamó la tercera vía. Una cultura compartida —casi siempre en inglés— por miles de millones de personas, distribuida gracias a los medios de comunicación e impulsada con el enorme desarrollo de internet, nos uniría y acabaría con los nacionalismos. Esa era la promesa a mediados de la década de los noventa.

En España, este optimismo adoptó una forma particular, pero también existió. Una década y media después de que Felipe González dijera que prefería «El riesgo de morir apuñalado en el metro de Nueva York que tener que vivir en Moscú»,[1] en 1992 el país que presidía organizaba la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona. La crisis económica que sufrió España después fue grave, pero en 1996, con el cambio de Gobierno y la llegada al poder del Partido Popular, España demostró ser una democracia normal en la que los partidos se turnaban en el poder sin dramatismo ni alteraciones en la rutina. El PP de Aznar prometía un progreso en línea con el del resto del mundo occidental: eficiencia económica, el fin de la corrupción, la integración en Europa. Si los socialistas habían firmado el Tratado de Maastricht, que profundizaba en la unión de los estados miembros, Aznar conseguiría que España fuera aceptada, gracias a su disciplina económica, en la incipiente eurozona. Las empresas nacionales conquistaban Latinoamérica y el país, se pensó, podía recuperar un peso geopolítico que no había tenido en siglos.

He dicho que el rasgo principal de la década de los noventa fue el optimismo. Pero cabe hacer un matiz: tal vez fuera, más bien, el exceso de optimismo. Intelectualmente, su ejemplo más evidente fue El fin de la Historia y el último hombre, un libro que publicó en 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama. Su éxito y las enormes polémicas que desató fueron un tanto sorprendentes, puesto que se trataba de un ensayo complejo que mezclaba la historia de las ideas, la politología y la geopolítica. Pero su publicación y su vida posterior resultan emblemáticas. «Es posible —decía Fukuyama— que no solo estemos siendo testigos del fin de la Guerra Fría, o la muerte de un determinado periodo de la historia de posguerra, sino del fin de la historia como tal: es decir, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno de los humanos.»[2]

¿Por qué debería interesarnos esto ahora? Hay varias respuestas a esta pregunta. La más inmediata, por supuesto, es que la última década del siglo XX fue interesante por sí misma, un tiempo de tremendas transformaciones políticas y económicas marcadas por el fin del comunismo y la progresiva integración de la Unión Europea, la globalización y el auge y la popularización de la tecnología de internet. Pero hay otras dos razones que explican por qué decidí escribir La trampa del optimismo. Ambas son autobiográficas, pero lo son de distinta manera. La década de los noventa fue el periodo en el que mi generación dejó atrás la adolescencia y emprendió el camino de la edad adulta. En mi caso, mis primeros recuerdos políticos se remontan a la caída del Muro vista en Televisión Española y siguen con la memoria —vaga al principio, más nítida a medida que avanzaba la década— de los hechos que explico en este libro. En parte, lo he escrito para entender como un adulto lo que en aquel momento percibí pero debido a mi edad no pude comprender, y, sin embargo, fue fundamental en mi formación y en la de mi generación. Napoleón afirmó que para conocer de veras a un hombre había que entender cómo era el mundo cuando tenía veinte años. Ese mundo, en mi caso, es el de 1997.

Pero, finalmente, hay un motivo más importante, que cobró una relevancia especial cuando se inició la crisis financiera en el 2008, y por la manera en que esta se desarrolló, en particular en España. Y es que el mundo actual, el posterior a la crisis, puede interpretarse como una consecuencia imprevista, accidentada y contradictoria de las decisiones que tomaron los líderes políticos y económicos en la década de los noventa. Es posible afirmar que la crisis económica de la última década, que hasta ahora ha supuesto para mi generación el momento central de nuestra experiencia como adultos con deseos de trabajar, progresar y, con suerte, asentarse, tuvo sus inicios en decisiones tomadas en los años noventa en ámbitos como el financiero, el monetario o el regulatorio. A fin de cuentas, en Maastricht en 1992 y en el Pacto de Estabil

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