La República Española en guerra (1936-1939)

Helen Graham

Fragmento

Introducción. Una izquierda fracturada: el impacto del desarrollo desigual (1898-1930)

Introducción

Una izquierda fracturada: el impacto del desarrollo desigual (1898-1930)

La Guerra Civil española empezó con un golpe militar. Aunque había habido una larga historia de intervención de los militares en la vida política española, el golpe del 17-18 de julio de 1936 fue un viejo instrumento usado para un fin nuevo. Pretendía detener el proceso de democracia política de masas que se había puesto en marcha súbitamente como consecuencia de la Primera Guerra Mundial y la Revolución rusa, y que se aceleró con los cambios sociales, económicos y culturales de los años veinte y treinta. En este sentido, el golpe militar contra la democrática Segunda República en España tenía como objetivo desempeñar la misma función que el control fascista que siguió a la llegada al poder de Mussolini y Hitler en Italia y Alemania. Todas estas «guerras civiles» europeas —porque las guerras civiles pueden adoptar muchas formas— tuvieron sus orígenes en la acumulación de inquietudes políticas, sociales y culturales provocadas por el proceso de modernización —es decir, industrialización y urbanización— rápido, desigual y repentinamente acelerado que se produjo en todo el continente. Todos aquellos que apoyaron a los militares rebeldes de España en 1936 tenían en común el miedo que les producía no saber adónde estaba llevando el cambio, tanto si temían pérdidas materiales o psicológicas (riqueza, estatus profesional, jerarquías sociales y políticas establecidas, certezas religiosas o sexuales, es decir, de género) o una mezcla de todo esto.

El hecho de que los militares actuaran en 1936 como los guardianes últimos de un cierto tipo de orden social y político indicaba no solo su propia cohesión ideológica, sino también hasta qué punto estaban fragmentados los otros grupos sociales y políticos. El protagonismo histórico del ejército español tenía sus raíces en un siglo XIX dominado por la guerra. Pero su duradero protagonismo político en el siglo XX fue consecuencia de la incapacidad de los sectores burgueses para elaborar un proyecto de desarrollo nacional mínimamente coherente. En España, el proceso de desarrollo económico moderno se produjo tarde y de forma muy desigual, incluso teniendo en cuenta los estándares del conjunto de Europa.[1] Como consecuencia, las élites de España estaban muy fragmentadas regionalmente. Esta fragmentación se agudizó a raíz de los sucesos de 1898, cuando España perdió los restos de su viejo imperio ultramarino, principalmente Cuba y Filipinas. Aunque los grupos de élite y algunos sectores de la clase media española coincidieron en percibir estos hechos como una crisis política —e incluso existencial—, sus respuestas al «Desastre» distaron mucho de ser unitarias.

En gran medida, las consecuencias económicas de la pérdida del imperio —en particular, de los mercados protegidos— habían impulsado a la plutocracia industrial de Cataluña —la región más avanzada, económica y socialmente, de España— a crear lo que llegaría a ser un poderoso movimiento de clase media a favor de la autonomía regional. Como resultado, las dos primeras décadas del siglo XX asistieron a una amarga, y a veces violenta, lucha política sobre la futura dirección de la política económica nacional entre el «viejo» centro político de Madrid —que representaba a las poderosas élites terratenientes— y las clases altas autonomistas de la Barcelona industrial que aspiraba a sustituirlas. En esencia, era un enfrentamiento sobre quién pagaría la modernización económica. Las élites de España no solo fueron incapaces de llegar a un acuerdo sobre este tema sino que, en su continuo desacuerdo, hacia 1918 se encontrarían haciendo frente a unos sectores obreros cada vez más movilizados.

Al comienzo del siglo XX, sin embargo, España era todavía un «mar» rural del que emergían unas pocas «islas» urbanas e industriales. Estas estaban confinadas principalmente en dos zonas. En primer lugar, como hemos visto, estaba Cataluña (especialmente el cinturón industrial de Barcelona) en la costa nordeste, que producía principalmente productos textiles; y en segundo lugar, el norte (el País Vasco [Vizcaya] y Asturias), que era una zona de industria pesada y minería. El desarrollo de pequeños sectores industriales estaba también alimentando paulatinamente la urbanización y la emergencia de un movimiento obrero organizado en un reducido número de otras ciudades (Madrid, Zaragoza, Valencia o Sevilla). A la vez, el desarrollo desigual y la consiguiente falta de un mercado nacional integrado inhibirían otro tipo de intercambios que hubieran podido más tarde atenuar o modificar la consolidación de grupos sociales, perspectivas culturales y sistemas de creencias antagónicos. Por supuesto, ninguno de estos problemas y síntomas era específico de España. Consecuencias comunes del cambio modernizador en la Europa de principios del siglo XX fueron las graves divisiones entre el ámbito urbano y el rural, junto con la emergencia de tensiones de clase. Pero nuestro conocimiento de la Guerra Civil «caliente» de 1936-1939 con la perspectiva que da el tiempo nos lleva inevitablemente a preguntarnos qué tuvo de particular la experiencia española, si es que hubo algo.

Hasta la Primera Guerra Mundial, las tasas de emigración del campo a la ciudad se mantuvieron relativamente bajas en España. La mayoría rural estaba también muy atomizada en pueblos y aldeas. Ambos factores contribuyeron a producir una relativa estabilidad social. Pero esto no significaba que no hubiera luchas sociales, sino más bien una situación en la que la protesta popular podía ser fácilmente contenida en una localidad dada. Y para las élites gobernantes de España (compuestas por un socio «superior», propietario de tierras, en una frágil alianza con el componente industrial y urbano «inferior») la función principal del Estado era garantizar esta contención. Mientras esto pudo hacerse y no se cuestionó —social o políticamente— de forma organizada la hegemonía de la élite, la fragmentación y regionalización de esta no importó en la práctica: la rebelión popular pudo continuar siendo considerada un simple asunto de orden público tanto por las élites como por las autoridades políticas de la monarquía de la Restauración (1875-1923).

Hasta mediados del siglo XX, los modelos de propiedad de la tierra y explotación agrícola eran los que estructuraban las jerarquías políticas y sociales en las que la mayoría de la población española vivía, y que modelaban sus visiones culturales del mundo. Estas estructuras y perspectivas culturales variaban enormemente, sin embargo, entre el norte, el centro y el sur de España. La forma dominante de posesión de la tierra en el centro-sur (de Castilla la Nueva hacia el sur) era el latifundio. Este era una vasta finca dirigida principalmente por administradores en ausencia de sus dueños aristocráticos, y cultivada por ejércitos virtualmente esclavos de jornaleros sin tierra. En el norte y en la Meseta, la norma agraria era la pequeña propiedad campesina o el a

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