Masacre en el comedor

Ceferino Reato

Fragmento

Masacre_en_el_comedor-1

Introducción

LA BOMBA MALDITA

La Historia es una disciplina con una
gran capacidad para “recordar”.

Pocos “recuerdan”, sin embargo,
cuánto ella es capaz de “olvidar”.

Lilia Moritz Schwarcz, en O Globo,
16 de febrero de 2019

Un paradigma es un criterio para seleccionar problemas.

Thomas S. Kuhn,
en La estructura de las revoluciones científicas

El terrorismo es un método que produce angustia
basado en una acción violenta repetida

por parte de individuos, grupos o agentes del Estado,
de forma (semi) clandestina,

por razones idiosincrásicas, criminales o políticas,
donde —a diferencia del asesinato—

el objetivo (blanco) inmediato de la violencia
no es el objetivo (blanco) final.

Alex Schmid y Albert Jongman, en Terrorismo político

Las bombas vietnamitas del tipo Claymore son un invento norteamericano que no solo matan personas y destruyen edificios: también están diseñadas para mutilar, cercenar, cortar los cuerpos, como una manera de sembrar un terror adicional entre los enemigos, sus simpatizantes, los neutrales y la sociedad en general.

Los montoneros usaron una bomba de ese tipo para destruir el Casino —que es como los policías llaman al comedor— de la Superintendencia de Seguridad Federal, en la calle Moreno 1417 del barrio porteño de Monserrat, a una cuadra del Departamento Central de Policía, seis del Congreso y diez de la Casa Rosada, el viernes 2 de julio de 1976 al mediodía, ya en plena dictadura.

Veintitrés personas murieron y otras ciento diez resultaron heridas, varias con secuelas muy graves por las mutilaciones provocadas por la onda expansiva, mientras comían los platos buenos, abundantes y baratos del comedor, que también estaba abierto a empleados de negocios y empresas del barrio.

Montoneros afirmaba que buscaba eliminar preferentemente al personal superior de la Policía Federal, en tanto “centro de gravedad” de la represión ilegal de la dictadura, pero de los veintitrés muertos solo dos eran oficiales y de muy baja graduación. Siete de las víctimas fatales ni siquiera cumplían tareas policiales: el encargado del comedor, el cajero, un mozo, un enfermero, un bombero, un suboficial retirado que estaba haciendo su changa de repartidor de pan y una empleada de YPF. Hubo cinco mujeres entre los fallecidos.

Fue el atentado más sangriento de los 70 —una década plagada de muertes— pero también de la historia del país hasta el 18 de julio de 1994, cuando un coche bomba destruyó la AMIA y dejó ochenta y cinco víctimas fatales. Mató más que el ataque terrorista contra la embajada de Israel, de 1992. Y habría matado más aún si Montoneros hubiera logrado su propósito original de derribar todo el edificio.

Fuera de nuestras fronteras, continúa siendo el mayor atentado contra una dependencia policial en todo el mundo. Ninguna otra policía recibió un golpe así.

Desde un punto de vista estrictamente militar, el atentado fue una obra maestra del muy eficiente servicio de Inteligencia e Informaciones de Montoneros, y de la secretaría Militar de la cúpula guerrillera, de la cual dependía en forma directa. Y una prueba de por qué Montoneros se había convertido el año anterior, en 1975, en la guerrilla urbana más poderosa en toda la historia de América Latina.

Todos los policías habían ido a comer alguna vez al Casino de Seguridad Federal; por lo tanto, todos se consideraron sobrevivientes de la masacre. Para ellos fue una bisagra en sus vidas, ligadas fuertemente a “la institución”, las dos palabras que sus miembros siguen utilizando para referirse a la Policía Federal.

Además del dolor por la gran cantidad de muertos y heridos, para la Policía Federal —y para el gobierno militar, al cual estaba subordinada sin intermediarios—, fue una gran humillación: Montoneros había logrado penetrar en el edificio de Seguridad Federal, el núcleo duro del dispositivo organizado desde hacía cinco años para vigilar, infiltrar, controlar y reprimir a los grupos guerrilleros, no solo en la capital del país. Allí funcionaba la Dirección General de Inteligencia, uno de cuyos tres departamentos era Contrainteligencia, que fue burlada por “los subversivos”, como se les decía en aquellos años de plomo.

Hacía más de tres meses que la dictadura había comenzado y el comedor estaba localizado en la planta baja de un edificio en el cual ya había celdas diminutas —“tubos”— en un par de pisos, ocultas al público y a la mayoría del personal policial; allí se torturaba a detenidos desaparecidos, que no estaban asentados en el registro oficial de presos, según comprobó el Nunca Más, el informe final de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep).

 

 

A pesar de todas esas características, que lo vuelven un hecho periodístico único, es un atentado del que no se habla. No hay —hasta ahora— ningún libro ni, mucho menos, un documental. En los aniversarios de la masacre apenas aparece una noticia suelta en algunos diarios.

Salió sí el tema en todos los medios de comunicación cuando la Justicia —primero la jueza federal María Servini de Cubría en 2006 y luego la Corte Suprema en 2012— rechazó una denuncia contra los presuntos autores del atentado, entre ellos el ex número uno de Montoneros, Mario Eduardo Firmenich, Pepe, y el periodista Horacio Verbitsky, que fue miembro del aparato de Inteligencia e Informaciones de ese grupo guerrillero.

Todas las instancias judiciales coincidieron en que el ataque no debía ser ni siquiera investigado porque había pasado demasiado tiempo y, en consecuencia, estaba prescripto. No fue considerado un delito de lesa humanidad, como solicitaban los abogados de algunas de las víctimas del estrago, sino un delito común.

Y esa siguió siendo la interpretación de la Justicia cuando en noviembre de 2021 un grupo de abogados solicitó nuevamente que se investigara y se castigara a sus autores.

De esta manera, al finalizar este libro el ataque más sangriento de los 70 seguía sin ser investigado nunca por la Justicia: no lo fue durante la dictadura y tampoco desde el retorno a la democracia, el 10 de diciembre de 1983.

¿Por qué la bomba en el comedor policial, con veintitrés personas que murieron destrozadas por horribles heridas mientras almorzaban en el peor atentado de la historia hasta 1994 —por otro lado, una perfecta operación militar de Inteligencia—, no interesaba a ningún periodista o historiador?

Creo que un libro como este no entra en el paradigma que todavía predomina en el abordaje de nuestra historia reciente por parte del periodismo y también de los historiadores. La masacre en el comedor es un hecho maldito, castigado, cancelado; no se debe escribir sobre ella.

Desarrollé el tema de los paradigmas en la Introducción de mi libro Operación Traviata, a la cual remito. Solo enfatizaré aquí que, como decía el profesor Thomas S. Kuhn, el paradigma orienta a cada uno de los miembros de una comunidad en todo el sentido de la palabra: les señala cuáles hechos merecen ser investigados y cuáles no.

Kuhn se refiere a los científicos y yo me permití extrapolar el concepto a los periodistas; en su opinión, el día a día de las comunidades científicas es más aburrido de lo que se cree ya que “no aspiran a producir novedades importantes, sino solo a aumentar el alcance y la precisión con la que pu

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