La Antigüedad (Historia de las mujeres 1)

Georges Duby
Michelle Perrot

Fragmento

cap-1

Escribir la historia de las mujeres

por Georges Duby y Michelle Perrot

 

 

 

¿Hay que escribir una historia de las mujeres? Durante mucho tiempo, la pregunta careció de sentido o no se planteó siquiera. Destinadas al silencio de la reproducción maternal y casera, en la sombra de lo doméstico que no merece tenerse en cuenta ni contarse, ¿tienen acaso las mujeres una historia? Elemento frío de un mundo inmóvil, son agua estancada mientras el hombre arde y actúa: lo decían los antiguos y todos lo repiten. Testigos de escaso valor, alejadas de la escena donde se enfrentan los héroes dueños de su destino, a veces auxiliares, raramente actrices —y, aun entonces, sólo debido al enorme fracaso del poder—, son casi siempre sujetos pasivos que aclaman a los vencedores y lamentan su derrota, eternas lloronas cuyos coros acompañan en sordina todas las tragedias.

Y además, ¿qué se sabe de las mujeres? Las huellas que han dejado provienen menos de ellas mismas —pues “no sé nada; jamás he leído nada”— que de la mirada de los hombres que gobiernan la ciudad, construyen su memoria y administran sus archivos. El registro primario de lo que hacen y dicen está mediatizado por los criterios de selección de los escribas del poder. Y éstos, indiferentes al mundo privado, se mantienen apegados a lo público, un dominio en el que ellas no entran. Cuando irrumpen, entonces los escribas se inquietan como ante un desorden que, de Heródoto a Taine, de Tito Livio a los modernos comisarios de policía, provoca idénticos estereotipos. Hasta los censos dejan a las mujeres de lado; en Roma sólo se las tiene en cuenta si son herederas; habrá que esperar al siglo III de la era cristiana para que Diocleciano ordene su recuento, y sólo por un motivo de orden fiscal. En el siglo XIX, el trabajo de las mujeres agricultoras o campesinas se ve permanentemente subestimado, ya que sólo se repara en la profesión del jefe de familia. La relación entre los sexos deja su impronta en las fuentes de la historia y condiciona su densidad desigual.

De la Antigüedad a nuestros días, la debilidad de las informaciones concretas y circunstanciadas contrasta con la sobreabundancia de las imágenes y los discursos. A las mujeres se las representa antes de describirlas o hablar de ellas, y mucho antes de que ellas mismas hablen. Incluso es posible que la profusión de imágenes sea proporcional a su retiro efectivo. Las diosas pueblan el Olimpo de ciudades sin ciudadanas; la Virgen reina en altares donde ofician los sacerdotes; Marianne encarna a la República Francesa, cuestión viril. Todo lo inunda la mujer imaginada, imaginaria, incluso fantasmal.

La evolución de este imaginario es una cuestión capital. De ahí el lugar que se concede a los “ensayos iconográficos” y a las imágenes que los acompañan[1], que en estos volúmenes no se conciben como mera ilustración, sino como un material en sí mismo, que es preciso descifrar. Las escenas que decoran los vasos áticos pintados en Atenas en los siglos VI y V a.C. —así como el Tapiz de Bayeux o los carteles de publicidad— distan mucho de desarrollar un fresco de la vida cotidiana; tan sólo el análisis serial permite captar algo de su organización sexuada. En los ritos de matrimonio, la insistencia en el traslado de la novia de un sitio al otro, especie de rapto sin consentimiento, el encuadre de la esposa “cogida en su red de gestos que indican la separación y la integración”, sugieren una cierta estructura matrimonial. Del mismo modo, la representación de la mujer virtuosa como hilandera en una sociedad indiferente al valor del trabajo, o la de la belleza referida más al adorno que a la plástica informe de un cuerpo casi ausente, ofrecen los elementos de una percepción de lo femenino. Lo que allí se lee no son tanto las relaciones de los sexos como la dirección de la mirada masculina que los ha construido y que preside su representación.

Las imágenes literarias tienen más profundidad de campo. La fluidez de las palabras permite más libertad que la iconografía, regida por códigos figurativos relativamente rígidos. Sin duda, la escritura se emancipa y se adecua más fácilmente. Sin embargo, también en ella campea el deseo del Señor. La Dame del fine amour, que cantara Guillaume de Poitiers en el siglo XII, puede parecer libre soberana de los corazones, pero no habría que olvidar que “estos poemas no muestran la mujer”, sino “la imagen que los hombres se forjan de ella”, o al menos la que desean promover en sus estrategias sexuales modificadas: nuevo juego para una nueva distribución de cartas cuya ordenación sigue estando en manos masculinas. Otro tanto podría decirse de los refinamientos del amor romántico. “La mujer es una esclava a la que es preciso saber entronizar” (Balzac), alimentándola de flores y de perfumes. Los hombres celebran la Musa, exaltan la Madonna y el Ángel, inaccesibles; y en sus sociedades cantoras, los coros licenciosos desvisten a “La señorita Flora” y examinan sus aptitudes para “obtener su diploma de puta”. ¿Qué papel tienen las mujeres en todo esto? Un espeso manto de imágenes cubre su tierra y enmascara su rostro.

 

¿Qué decir de la proliferación de discursos, provenientes de los pensadores, los organizadores o los portavoces de una época? Filósofos, teólogos, juristas, médicos, moralistas, pedagogos… dicen incansablemente qué son las mujeres, y, sobre todo, qué deben hacer, puesto que ellas se definen ante todo por su lugar y sus deberes. “Dar placer [a los hombres], serles útiles, hacerse amar y honrar por ellos, criarlos de jóvenes, cuidarlos de mayores, aconsejarlos, consolarlos, hacerles agradable y dulce la vida: he aquí los deberes de las mujeres en todos los tiempos, y lo que se les ha de enseñar desde la infancia”, escribe Rousseau para la Sofía que destina a Emilio (Libro V). Lo mismo, en el caso del obispo Gilbert de Limerick en la Edad Media (“las mujeres se unen en matrimonio a quienes oran, trabajan y combaten, y a ellos sirven”). Lo mismo en Aristóteles. Lo mismo en todos. No hay duda de que el contenido de estos deberes se modifica en el curso de los siglos. En nombre de la utilidad social, se invita a las mujeres del siglo XIX, y sobre todo a las del XX, a salir de sus casas para servir y extender su maternidad a la sociedad entera. Religión y Moral se sostienen mutuamente en sus reproches. Pagana o cristiana, Roma exige la virginidad de las muchachas y honra el pudor y la castidad de las mujeres. Velada —de la mujer honrada “sólo se ve el rostro”, dice Horacio, como san Pablo y casi como Barbey d’Aurevilly, diecinueve siglos más tarde—, encerrada en el gineceo o en su casa victoriana: ¿no se adapta este modelo casi intemporal a una naturaleza que se supone frágil y enfermiza, salvaje y desordenada, amenazante si no se la contiene? Ciertamente, las barreras materiales se desmoronan, sustituidas por sistemas educativos más refinados, que tienen por finalidad la internalización de las normas y que dan nacimiento al personaje de la doncella y, más tarde, al de la niñita, esa desconocida. Lenta, muy lentamente, la mujer deviene también una persona, cuyo consentimiento cuenta. La historia de estas mutaciones, que tiene lugar en los discursos

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