La España vacía

Sergio del Molino

Fragmento

libro-3

Prólogo de 2022

Viaje por un país que nunca fue

A veces he defendido La España vacía como la obra de un intruso. La despoblación, la memoria campesina, el desarraigo y demás cuestiones de pueblo han sido patrimonio literario de sus protagonistas. No sólo la narrativa, la poesía y el cine se han conjugado en primera persona, sino también la literatura científica. Casi todos los que engordan con sus obras este acervo cuentan en el fondo su propia vida. Ahí están Julio Llamazares y su pueblo inundado (por el ingeniero Juan Benet) de Vegamián, Antonio Muñoz Molina y la sierra de Mágina, Alejandro López Andrada y los valles cordobeses o Jesús Moncada y los ecos desiertos de Mequinenza, pero también Miguel Delibes y sus madrugones castellanos o sus nostalgias cántabras. Todos hablan de su infancia y de sus pueblos, y lo mismo les sucede a los periodistas, geógrafos, historiadores, sociólogos y economistas que se han especializado en estos problemas: para ellos es una cuestión personal, aunque la disimulen tras el método científico y la objetividad epistemológica.

La primera vez que sentí que no tenía vela en este entierro fue a las pocas semanas de publicar este libro, en abril de 2016. Antonio Muñoz Molina, a quien no conocía de nada, publicó una página muy elogiosa en Babelia, el suplemento cultural de El País, titulada «En la España sin nadie». Venía ilustrada con la foto de una casa abandonada en el municipio soriano de Sarnago. Supongo que alguien buscó en el archivo una imagen icónica del vacío demográfico y no se preocupó por indagar su origen o darle contexto. Resultó que era la casa natal de Abel Hernández, uno de los grandes periodistas de la Transición, nacido en 1937 y autor de una crónica poética sobre la vida en las tierras del norte de Soria y el sur de La Rioja titulada Historias de la Alcarama. Al leer la página de El País, escribió en su blog: «No deja de ser conmovedor que mi antigua casa de Sarnago, una casa anónima, se convierta en ilustración o metáfora de la España vacía. Me enorgullece y me produce tristeza a partes iguales».

El éxito del libro inspiró muchas piezas en el diario, y los redactores utilizaron la foto varias veces más, porque tiene un valor icónico muy poderoso, pero esa reiteración no gustó a la familia de Hernández. Un día, me escribió una hija suya pidiéndome que hablase con el periódico para que dejaran de publicar la foto. Sentía que, de algún modo, su uso despreciaba la figura de su padre, asociándola a mi obra sin pedir permiso. Nada podía hacer yo, más que comentarlo a algún periodista.

Así quedó esa extraña correspondencia hasta que, en 2017, El País me encargó una serie de reportajes veraniegos por la España vacía. Uno de los destinos que escogí fue Sarnago, donde me invitaron a una caldereta fraternal con los vecinos y conté la historia de la recuperación de un pueblo abandonado. En la crónica citaba a Julio Llamazares y a otros autores que han frecuentado Sarnago, pero no mencioné a Abel Hernández, y su hija volvió a escribirme: primero, me aprovechaba de la foto de la casa sin mencionar a su padre y, ahora, abundaba en el desprecio ignorando su nombre en un texto sobre su pueblo. ¿Acaso me estaba vengando porque a su padre no le había gustado La España vacía?, me dijo. Pero yo no tenía noticia de la opinión de Hernández sobre mi libro ni llevaba intención alguna de molestar a quien no conocía. Simplemente, no le había leído, como no he leído a tantos otros.

Esta historia mínima tenía un trasfondo común a otras que me iba encontrando conforme el ensayo ganaba lectores y provocaba alusiones, por mención o por omisión: el reproche último que se me hacía era meterme donde nadie me llamaba. Había escrito un libro sobre una cuestión que para muchos era íntima, y lo había hecho desde mi piso de la ciudad, sin llevar en el corazón el desgarro de un éxodo ni dominar el nombre de los pájaros ni recitar refranes. Una pregunta recurrente en las entrevistas era si me iría a vivir a un pueblo, señal de que no habían leído la coda, donde hablaba de mi calle, del silencio y de la pertenencia a un lugar (alguien que sí la leyó y comprendió lo importante que era para mí me regaló en Don Benito, Badajoz, unas semillas de albahaca, uno de los muchos gestos conmovedores y elegantes que los lectores han tenido conmigo; espero haber sabido agradecerlos todos). No me había planteado jamás estos asuntos mientras escribía el ensayo. En ningún momento me cuestioné si tenía derecho a escribirlo, pero con el paso de los meses se convirtió en un tema ineludible en los debates.

Por eso decidí dar la vuelta a ese argumento. Cuando me pedían razones del éxito, explicaba que una de las virtudes de la obra era que no estaba escrita desde la razón íntima, sino desde la social. Los problemas políticos planteados eran de índole democrática, y como tales apelaban a toda la sociedad española, no eran un repertorio de reclamaciones localistas ni un puñado de memorias personales. Por tanto, tenía sentido que alguien sin raíces campesinas escribiese sobre lo que nos concierne a todos, para dejar claro que nadie es ajeno a los grandes conflictos de su país. Algunas veces me aventuré un poco más allá y atribuí el éxito precisamente a ese punto de vista, a que yo no tengo una casa como la de Abel Hernández, sino que soy el turista que pasa de largo junto a ella, y eso me da una perspectiva insólita sobre un tema viejo, orillado y triturado por la digestión lenta de las autobiografías.

Mentía. O, al menos, exageraba, crecido en la respuesta a ese reproche que me pintaba como un urbanita advenedizo. Yo también tenía razones autobiográficas, aunque presumiera de lo contrario, y razones muy fuertes.

El germen de La España vacía está en una novela que publiqué en 2014 y se titula Lo que a nadie le importa. Retrataba en ella a mi abuelo materno, José Molina, muerto en 1997, cuando yo estaba a punto de cumplir dieciocho años, y narraba parte de su vida acompasada con la mía, en dos planos superpuestos que atravesaban la historia de España del siglo XX. No voy a desmenuzar la trama, por si alguien no la ha leído y se anima a hacerlo, tan sólo me referiré al momento germinal de La España vacía.

Tras la guerra, José Molina se colocó en una tiendina de la calle Preciados conocida como El Corte Inglés. Cuando se jubiló en 1979, el año en que nací, la tiendina era un emporio, pero mi abuelo seguía siendo un ciudadanín, un señor hecho de silencios y traumas de una guerra que nunca superó. Los dueños de la empresa premiaron sus años de lealtad con un capital que mi abuelo invirtió en parte en comprar y reformar una casa en ruinas en su pueblo natal, Bubierca, provincia de Zaragoza, poco más que una aldea. Allí había nacido en 1914, pero no había vivido nunca. Mi bisabuela llevaba a nacer a sus hijos al pueblo para no perder el vínculo administrativo y sentimental, pero la familia llevaba tiempo instalada en la ciudad. Debía de ser muy fuerte el influjo de mis bisabuelos, porque José Molina sufrió y cultivó toda su vida una nostalgia intensa por un pueblo del que sólo tenía recuerdos de vacaciones infantiles. Nunca rompieron la relación con los parientes, cada vez más lejanos, que seguían allí, arando sus huertas y regalando cajas de melocotones. No pasaba un verano sin visitarlo y lo había retratado con su Leica desde todos los ángulos a

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