Ningún tiempo es pasado

Juan Esteban Constaín

Fragmento

Introducción

Tengo un libro rarísimo que compré hace un par de años en Berlín: se llama De mi diario de caza (Aus meinem Jagdtagebuch) y lo publicó en 1912 Guillermo de Prusia, quien fue el último príncipe heredero de ese reino y del Segundo Imperio Alemán, y quien despliega allí, en una sobria edición ilustrada de tapas verdes, no solo su pasión por la caza como deporte y como destino por excelencia, desde hace siglos, de la nobleza y la realeza, sino también su concepción del mundo: su idea de lo que deben ser y son las cosas; su ingenua lectura de la realidad, “la historia anotó su nombre y lo empolvó…”, decía el poeta Hugo Gutiérrez Vega. De hecho no podría uno imaginarse hoy un libro de mayor incorrección política que ese, salpicado de fotos con animales recién cazados y muertos, con hombres blancos de sombrero, bigote y monóculo —la “civilización”, el horror—, y nativos de todos los colores en el África profunda sirviéndoles a los europeos y rodeándolos en sus faenas con una mirada que es al mismo tiempo de espanto y de curiosidad, casi de risa nerviosa y verdadera histeria. Hay una imagen de Victorio Emanuel III, el rey de Italia, ataviado con todos los arreos para salir a la jungla a matar. El pie de foto, escrito por el príncipe alemán mismo, dice: “El Rey de Italia presto al noble cumplimiento del deber”.

Como suele ocurrir siempre con esas imágenes europeas de principios del siglo XX, por lo menos las que llegan hasta 1914, hay en ellas un fulgor y una alegría incontenibles, un despreocupado entusiasmo que es el de la belle époque francesa: la vida como una celebración, el arte que brota por todos los poros del mundo. Se trata, sin embargo, y hoy ya lo sabemos muy bien, de un esplendor terminal, del crepúsculo en la tarde de una civilización que se muere. ¿Cómo no se daban cuenta ellos mismos, los protagonistas de esas fotos, de que eso iba a pasar? ¿Cómo podían bailar tan irresponsables sobre la boca del volcán? Así hay también un fresco en Pompeya, de principios del siglo I, en el que una cantidad de gente sube feliz por el Vesubio sin imaginarse jamás que pronto iba a estallar, sin saber que las entrañas de esa montaña estaban listas a volar en mil pedazos. Es igual la humanidad en la víspera de la llamada “Gran Guerra”, la Primera Guerra Mundial: sonámbulos todos, como dice Christopher Clark en su magnífico libro sobre el tema, un libro que se llama justo así, Sonámbulos: sonámbulos todos camino del abismo.

Otro libro también excelente, 1913, del alemán Florian Illies, cuenta mes a mes, casi día a día, cómo fue ese año de prodigio que parecía el “verano del siglo”: un año antes del horror, un año antes de que todo se acabara. En enero, en una misma tarde de invierno, están en la misma plaza de Viena tres jóvenes cuyos pasos debieron de cruzarse sobre la nieve: Hitler, Stalin y Tito. Desde Praga hasta Berlín le escribe cartas de amor desaforadas Franz Kafka a Felice Bauer, y una noche tiene él la aterradora pesadilla de amanecer convertido en un insecto, entonces empieza a escribirla a la mañana siguiente. En febrero maneja a toda velocidad su carro el archiduque de Austria Francisco Fernando, sin saber lo que le esperaba al otro lado del camino, en Sarajevo, un año y medio después; debía de ir a veinte kilómetros por hora. En marzo le escribe Thomas Mann una carta a Jacob Wassermann en la que le dice: “El hallazgo de la responsabilidad y la irresponsabilidad en la guerra es un profundo descubrimiento poético…”. Se lo dice sobre la guerra de 1871, a la que los que la vivieron también alcanzaron a decirle “la Gran Guerra”. En abril, en National Geographic, publica Hiram Bingham las primeras fotos de Machu Picchu, el gran descubrimiento arqueológico con el que se ha iniciado el siglo: nada tiene más futuro que el pasado. En mayo pelean Rilke y Rodin y en junio el pintor expresionista alemán Franz Marc pinta un cuadro que se llama Los lobos y que lleva un subtítulo enigmático: “La guerra en los Balcanes”. Se refiere a la del año pasado, la de 1912, en la que se enfrentaron el Imperio otomano contra Bulgaria, Serbia, Grecia y Montenegro. Pero es también como una profecía, pues a finales de ese mes una nueva guerra va a estallar allí mismo, como consecuencia directa de la anterior. Ahora son Serbia, Rumania, Grecia, Montenegro y el Imperio otomano los que se enfrentan contra Bulgaria: el orden de los factores siempre altera el resultado; cada victoria del pasado es una nueva ocasión para que los mismos actores, desde cuadros diferentes del ajedrez de siempre, vuelvan a matarse. Nunca hay botín suficiente para saciar tantas gargantas.

Ese es el panorama, esos son los tiempos a los que Stefan Zweig llama en sus memorias “los días de la seguridad”, o algo así: una especie de paraíso en el que el mito del progreso está cumpliendo todas sus promesas, corre el vino, suena el jazz, pintan los pintores y cantan los poetas y los novelistas se sientan a desenterrar la mejor forma de la vida que conocemos, la ficción, el tiempo hecho memoria y literatura como el agua que se escapa de las manos. En 1913 se publica el primer tomo de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, y James Joyce toma notas, en Trieste, para una novela que empezará a escribir al año siguiente y en la que quiere contar todas las cosas del mundo, Ulises; allí mismo, en esa ciudad que es un cruce de caminos, Joyce le enseña inglés a Italo Svevo. Los augurios no podían ser mejores.

Pero la detonación de ese disparo absurdo en Sarajevo, en el verano de 1914, vino a cambiarlo todo, para siempre. Un fogonazo solo —dos, más bien, y ambos por error: ese error que a veces es el destino—, y fue como si a la alberca de la historia se le cayera un tapón y toda el agua empezara a salirse por allí, todos los conflictos que estaban reconcentrados y que bullían debajo de ese mundo en apariencia tan feliz pero que era el resumen de siglos enteros de decisiones mal tomadas, de imperios mal levantados y mal liquidados, de pueblos envilecidos, de países mal inventados, de lenguas mal dejadas en el lado que no era, de razas y religiones que no se podían ni ver y que habían quedado condenadas a pertenecer a una misma quimera que no existía y que por supuesto tenía que explotar. Todo eso se desató en 1914: las torpezas de los diplomáticos europeos desde el Congreso de Viena de 1814 y 1815, o sea un siglo entero de torpezas; los enfrentamientos ideológicos heredados del siglo XIX, una guerra que se iba a proyectar como una sombra a lo largo de todo el siglo XX; los conflictos sociales entre una burguesía rebosante, una nobleza decadente y un proletariado enardecido, pero también los conflictos raciales, y étnicos, y políticos alimentados por prejuicios históricos, de lado y lado, que eran tan fuertes, o más, como las fronteras nacionales. Y detrás de todo eso el mito de la nación: la parroquia elevada a concepción del mundo, a última tabla de salvación para sobrevivir en un tiempo que vería por primera vez a los aviones volar. Y detrás de todo eso, también, lo que E

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos