Encuentro en el Ártico (Artemis Fowl 2)

Eoin Colfer

Fragmento

PRÓLOGO

MURMANSK, NORTE DE RUSIA, HACE DOS AÑOS

LOS dos rusos estaban tiritando junto a un barril en llamas, en un vano intento de protegerse del frío ártico. La bahía de Kola no era un destino idóneo pasado septiembre, y Murmansk mucho menos. En Murmansk, hasta los osos polares llevaban bufanda; era imposible que existiese un lugar más frío, salvo tal vez Noril'sk.

Los hombres eran miembros de la mafiya rusa y estaban más bien acostumbrados a pasar las noches en el interior de BMW robados. El más grandote de los dos, Mijael Vassikin, consultó su «Trolex», uno de esos Rolex falsos, que llevaba bajo la manga de su abrigo de piel.

–Este reloj de pacotilla podría congelarse –dijo al tiempo que daba unos golpecitos al dispositivo de inmersión–. Y entonces ¿qué hago con él?

–Deja ya de quejarte –lo reprendió el que se hacía llamar Kamar–. Para empezar, es culpa tuya que estemos atrapados aquí fuera y con este frío.

Vassikin se quedó pasmado.

–¿Cómo dices?

–Nuestras órdenes eran muy simples: hundir el Fowl Star. Lo único que tenías que hacer era volar la bodega de carga. Era un barco lo bastante grande, de eso no hay ninguna duda. Volar la bodega de carga y ya está: al fondo del mar, matarile, rile... Pero no, el gran Vassikin ha tenido que volar la proa. Ni siquiera un torpedo de refuerzo para terminar el trabajo, así que ahora tenemos que buscar a los supervivientes.

–Bueno, pero el barco se ha hundido, ¿no?

Kamar se encogió de hombros.

–¿Y qué? Se ha hundido muy despacio, de modo que los pasajeros han tenido tiempo de sobra para agarrarse a algo. ¡El famoso Vassikin, con una puntería de primera! ¡Hasta mi abuela sería capaz de disparar mejor!

Lyubjin, el hombre de la mafiya en los muelles, se acercó antes de que la discusión acabase como el rosario de la aurora.

–¿Cómo va la cosa? –preguntó el hombre de aspecto osuno, originario de Yakut.

Vassikin lanzó un escupitajo al muro del muelle.

–¿A ti qué te parece? ¿Habéis encontrado algo?

–Peces muertos y cajas de embalaje rotas –respondió el recién llegado al tiempo que les ofrecía a los otros dos una taza humeante–. Nada con vida. Ya han pasado más de ocho horas. Tengo a mis mejores hombres rastreándolo todo desde aquí hasta Cabo Verde.

Kamar dio un prolongado sorbo y luego escupió con gesto asqueado.

–¿Qué es esto? ¿Alquitrán?

Lyubjin se echó a reír.

–Coca-Cola caliente. De la carga del Fowl Star. Están saliendo a flote con las cajas. Desde luego, esta noche sí que puede decirse que estamos en la bahía de Kola, je, je.

–Te lo advierto –repuso Vassikin mientras tiraba el líquido a la nieve–. Este tiempecito está acabando con mi paciencia, así que no quiero oír ni un solo chiste más. Ya tengo bastante con aguantar a Kamar.

–Tranquilo, que no te queda mucho –murmuró su compañero–. Un barrido más y cancelaremos la búsqueda. Nada podría sobrevivir en estas aguas durante ocho horas.

Vassikin tendió su taza vacía.

–¿No tienes algo más fuerte? ¿Un poco de vodka para combatir el frío? Sé de buena tinta que siempre tienes una botella guardada en alguna parte.

Lyubjin alargó el brazo hacia el bolsillo de su pantalón, pero se detuvo al oír unas interferencias en el walkie-talkie que llevaba en el cinturón, tres ruiditos secos.

–Tres chasquidos. Es la señal.

–¿La señal de qué?

Lyubjin echó a correr muelle abajo, volviéndose para gritar por encima del hombro.

–Tres chasquidos por radio: ¡significa que la unidad K9 ha encontrado a alguien!

El superviviente no era ruso, un hecho que saltaba a la vista por su indumentaria. Era evidente que todo, desde el traje de diseño exclusivo hasta el abrigo de cuero, había sido adquirido en Europa occidental, puede que incluso en Estados Unidos. La ropa estaba hecha a medida y del material de más alta calidad.

Pese a que la ropa del hombre estaba relativamente intacta, no podía decirse lo mismo de su cuerpo: sus pies y manos desnudos mostraban síntomas de congelación; una pierna le colgaba de forma grotesca a partir de la rodilla y su rostro era una máscara horrenda de quemaduras.

El equipo de búsqueda lo había transportado desde un barranco situado tres clics al sur del puerto, en una camilla de lona improvisada. Los hombres se arremolinaron en torno a su trofeo, mientras pateaban enérgicamente para sacudirse el frío que se apoderaba de sus botas. Vassikin se abrió paso a codazos entre el grupo y se arrodilló para examinar al prisionero de cerca.

–Perderá la pierna, eso seguro –señaló–. Y también un par de dedos. Tampoco tiene buena cara.

–Gracias, doctor Mijael –comentó Kamar con aire socarrón–. ¿Lleva algún documento de identidad encima?

Vassikin llevó a cabo el típico registro de un ladrón: cartera y reloj.

–Nada. Qué raro. Se diría que un hombre tan rico como este tendría que llevar encima algunos objetos personales, ¿no os parece?

Kamar asintió.

–Sí, a mí sí me lo parece. –Se volvió hacia el grupo de hombres–. Esperaré diez segundos; luego habrá bronca. Quedaos con el dinero, pero devolvedme todo lo demás.

Los marineros vacilaron unos minutos. Aquel hombre no era muy grande, pero pertenecía a la mafiya, el sindicato del crimen organizado ruso.

Una cartera de piel surcó el espacio por encima de la multitud de cabezas y rebotó en una esquina de la camilla. Al cabo de unos segundos la acompañó un cronógrafo Cartier de oro con incrustaciones de diamantes, por valor de cinco años del salario medio de un ruso.

–Sabia decisión –dictaminó Kamar, recogiendo el tesoro.

–¿Y bien? –preguntó Vassikin–. ¿Nos quedamos con él?

Kamar extrajo una tarjeta Visa Platino de la billetera de piel de cabritilla y leyó el nombre que había inscrito en ella.

–Ya lo creo que nos quedamos con él... –respondió, al tiempo que activaba su teléfono móvil–. Nos lo quedamos y además vamos a taparlo con unas mantas. Con la suerte que estamos teniendo últimamente, pillará una neumonía y, creedme, no queremos que nada malo le suceda a este hombre: es nuestro pasaporte para la gran vida.

Kamar estaba empezando a ponerse eufórico, lo cual no era nada propio de él.

Vassikin se puso de pie.

–¿A quién llamas? ¿Quién es este tipo?

Kamar marcó un número que tenía memorizado en el aparato.

–Llamo a Britva. ¿A quién crees que voy a llamar?

Vassikin palideció. Llamar al jefe era peligroso. Britva tenía fama de matar a los mensajeros que le traían malas noticias.

–Son buenas noticias, ¿verdad? ¿Lo llamas para darle una buena noticia?

Kamar le arrojó la Visa a su compañero.

–Lee eso.

Vassikin examinó la tarjeta durante varios minutos.

–No sé leer angliskii. ¿Qué dice aquí? ¿Cómo se llama?

Kamar se lo dijo. Una sonrisa lenta fue aflorando en los labios de Mijael.

–Haz esa llamada –dijo.

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