Secretos en la Recova

Liliana Cinetto

Fragmento

Capítulo 1: El plan

Solo a Antonia se le podía ocurrir una idea como esa, tan loca. Es cierto que el plan para ayudar a Miguel era ingenioso, original… Y que si daba resultado, se iba a solucionar el problemón de su amigo. Pero…

—No puede fallar —afirmaba la chica—. Estoy segura de que va a salir bien.

Miguel confiaba en Antonia porque era muy inteligente. Y generosa. Con un corazón de oro. Aunque también era bravísima. Tenía un carácter… ¡Uf! Más de una vez había querido revolearle por la cabeza un plato de guiso de mondongo con porotos a algún cliente de la Fonda de los Tres Reyes, el restaurante de su padre.

—¿Cómo que la carne está muy cocida? En su punto está. Y bien sabrosa. Así que si no le gusta, se me va yendo ya mismo a otro lado.

Claro que la gente no podía ni quería ir a otro lado a almorzar o a cenar. Porque la Fonda de los Tres Reyes era el mejor restaurante que existía en Buenos Aires, allá por 1810. Bueno, en realidad, era el único. Bien ubicado se encontraba, en la calle Santo Cristo, entre la Recova y la Plaza Mayor. Por eso siempre estaba lleno de funcionarios del gobierno español, de vecinos ilustres o de ricos comerciantes que hacían negocios mientras saboreaban las especialidades del menú. Era famoso el puchero de la Fonda de los Tres Reyes. Y se decía que el que probaba los huevos con tocino de cerdo, terminaba chupándose los dedos. Es verdad que en alguna que otra casa se preparaban y vendían comidas. Y que había hasta un chef francés llamado Ramón que entregaba encargos a domicilio. Y que las vendedoras ambulantes ofrecían empanadas, mazamorra, pastelitos… Pero restaurante restaurante… el de don Juan Bonfiglio, el papá de Antonia. Un establecimiento que el hombre había adquirido años después de haber desembarcado de Italia y del que estaba orgullosísimo. Toda la familia ayudaba en él. Antonia servía las mesas.

Sempre con un sorriso, figlia —le recomendaba a su hija.

Pero Antonia no siempre atendía con una sonrisa. Ni se callaba la boca. Si algo no le parecía bien, lo decía. Como aquella vez, durante las invasiones, cuando tuvo que darles de comer a los oficiales británicos que acababan de apoderarse de la ciudad. Con mala cara les sirvió. Pero peor cara puso al ver a criollos y españoles sentarse, como si nada, a la misma mesa de los enemigos con los que un ratito antes nomás habían combatido. Ahí sí que se puso furiosa.

—Hubieran avisado que no tenían intención de defender la ciudad con suficiente valor. De haber sabido que son unos cobardes e iban a rendirse, las mujeres habríamos rechazado a los ingleses a pedradas —les gritó.

Figlia, per favore, questo é un lugar accogliente… acogedor, digno di una grande cittàQui… aquí possiamo ricevere ospiti… huéspedes importanti… —la retaba don Juan, en su español entreverado con palabras de su tierra natal.

—Disculpe, papá —refunfuñaba ella—. No pude contenerme.

Y es que Antonia tenía convicciones firmes. Y era testaruda. Había querido aprender a leer y escribir, algo que no era común entre las niñas de su edad y su grupo social, y había insistido hasta lograrlo. Cada vez que tenía un rato libre, leía libros que conseguía prestados. Y estaba de acuerdo con esas palabras nuevas, como “patria”, “libertad”, “igualdad”, “independencia”, que empezaban a resonar fuerte en Buenos Aires. Sobre todo después de que los habitantes se habían defendido solos en las segundas invasiones, cuando otra vez los ingleses habían intentado conquistarlos. Antonia les había escuchado esas palabras a don Juan José Castelli, a don Manuel Belgrano, a don Nicolás Rodríguez Peña y a muchos otros a los que llamaban patriotas, que también frecuentaban el restaurante de su papá. Y prestaba atención a las conversaciones que mantenían entre ellos. Bueno, Antonia prestaba atención a todas las conversaciones. Por eso se enteraba de las intrigas que se tejían en las mesas de la Fonda de los Tres Reyes, de las peleas entre las familias más acaudaladas, de los amores y los noviazgos, de los chismes sobre el virrey y los miembros de su gobierno, de las discusiones políticas entre diferentes bandos, de las noticias que llegaban desde Europa, de los contrabandos de mercaderías que se hacían cuando España no permitía que las colonias les compraran nada a otros países y de los que se seguían haciendo después…

Y no solo se enteraba de lo que pasaba o se comentaba en la Fonda de los Tres Reyes, sino de lo que ocurría hasta en el último rinconcito de Buenos Aires. Es que, para empezar, se llevaba bien y charlaba con los vendedores del pequeño mercado que funcionaba en la Plaza del Fuerte, donde ella y muchos otros iban a comprar carne.

—Buen día, don Braulio. Dice mi papá si no tiene mulitas o perdices, que hoy quiere preparar escabeche para los clientes.

—¡Claro! Me quedan unas cuantas, aunque la criada de los O’Gorman se llevó varias. Parece que hoy hay una tertulia.

—¡Cuándo no! —comentaba Antonia—. A don Tomás O’Gorman y a su esposa Anita Perichón les encanta llenar la casa de invitados.

—Sí. Me contaron que en la anterior hubo recitales de poesía y música hasta la medianoche.

Antonia conocía también a cada uno de los que ofrecían verduras, debajo de los altos de la familia Escalada, que se hallaba a pocos pasos del Cabildo, y a los vendedores ambulantes que recorrían las calles con su mercadería al hombro. Con todos conversaba. Y todos la querían. Porque, además, siempre estaba dispuesta a dar una mano al que lo necesitara.

—Papá, le llevo un poco de sopa a Florinda, la mazamorrera, que anda enferma. ¡Ah! Y hoy le compré tres jarras de leche al Eustaquio, el de la granja esa que queda como a cuarenta kilómetros.

Ma é molto

—Ya sé que es mucho. Prepare arroz con leche como postre, o natillas. Y listo. Es que la semana pasada al pobre se le mancó el caballo y no pudo venir a trabajar.

Por eso no fue extraño que Antonia se ofreciera a ayudar a su amigo Miguel. O mejor dicho, al padre de Miguel, uno de los comerciantes que vendían ropa en la Recova. Cuarenta tiendas había en la Recova, veinte a un lado y veinte al otro del gran Arco de los Virreyes, por donde se ingresaba. Y entre las arcadas que daban a las dos plazas se ubicaban los puestos de los bandoleros, donde damas, criadas y esclavas compraban artículos de mercería, telas, peinetas, espejos, mantillas, peines, hebillas, alfileres, dedales, rosarios, imágenes, anillos, pendientes, collares de vidrio o con piedras falsas, e infinidad de chucherías.

Hacía años que don Aparicio, el padre de Miguel, atendía su negocio. Pero desde el invierno pasado andaba con mala racha: primero, una enfermedad que lo había dejado demasiado débil; después, un barco mercante que traía varios encargos para él había naufragado en alta mar y don Aparicio había perdido el dinero invertido. Miguel le había contado

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