Los Guardianes de Piedra (Serie Ulysses Moore 5)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

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H

acía muchos años que no se veían ballenas en las aguas de Kilmore Cove. Sin embargo, el nombre de la bahía más grande del pueblo había permanecido inalterado en recuerdo de los viejos tiempos: Whales Call, la llamada de las ballenas. Se abría justo al este del pequeño puerto y era una larga playa arenosa que iba a morir entre las rocas del acantilado de Salton Cliff, desnudas y afiladas. Allí, en la cima del promontorio más alto, crecía el jardín de Villa Argo, en el que se erguía la torre de la vieja casa con sus grandes ventanales apagados. Abajo el mar rugía amenazador, escupiendo espuma blanca.

Era por la tarde y, como todas las tardes de los días impares del mes, Gwendaline Mainoff, la peluquera del pueblo, corría por la arena de la playa para mantenerse en forma. Corría sumida en sus pensamientos y en la música sinfónica que salía de sus viejos auriculares. El sol se había puesto hacía más de media hora, pero el cielo mantenía una luminosidad misteriosa, como para dejar que alguien pudiera echar un vistazo a los últimos acontecimientos del día. El día era claro y límpido, sin nubes.

Al principio, Gwendaline no notó la extraña figura que yacía en la arena. Se limitó a pasar corriendo a su lado, concentrada en la música.

Fue después de recorrer toda la playa hasta las primeras rocas que se encaramaban hacia lo alto, tras tocar el escollo meta y darse la vuelta para regresar a Kilmore Cove, cuando Gwendaline se detuvo, frunció ligeramente el ceño y se quitó los cascos de los oídos.

–¿Y esto qué es? –exclamó–. ¿Una ballena varada?

La joven dio unos pasos en la arena húmeda por el mar. Buscó el botón del walkman y quitó el volumen de la música.

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Pero, para su sorpresa, en vez de tranquilizarse, empezó a ponerse aún más nerviosa.

Tendido boca arriba en la arena había un hombre con las piernas y los brazos extendidos como si hubiera disputado una extenuante carrera de natación, y con un raído mono vaquero pegado al cuerpo. Parecía un cadáver traído por las olas.

Escrutó el mar en busca de algún consuelo, pero solo consiguió vislumbrar la recta línea oscura del horizonte, que empezaba a confundirse rápidamente con la noche. Kilmore Cove esperaba en silencio. Las personas que se habían reunido en torno a la única posada que quedaba abierta en el pueblo habían vuelto ya a sus casas, y entre los tejados oscuros del pueblo se habían encendido las primeras luces. Dentro de poco se encenderían también las pocas farolas de la carretera de la costa.

Gwendaline esperó unos minutos antes de decidir acercarse a aquel amasijo de ropas. Sus huellas dibujaron en la arena un largo paréntesis, como para tomarse el tiempo necesario.

Después pasaron dos cosas: la primera fue que, al otro lado de la bahía, el faro de Leonard Minaxo se encendió con un ruido sordo, como el de una vieja cámara de fotos, difundiendo a su alrededor un halo blancuzco de luz recalentada.

La segunda sucedió un instante después: el hombre tendido en la arena tosió.

–Así que no está muerto… –murmuró la peluquera, ajustándose mecánicamente los auriculares en torno al cuello.

Lanzó una mirada al promontorio iluminado del faro y recorrió los últimos metros que la separaban de él. El hombre volvió a toser e hizo un movimiento extraño, como si, creyéndose aún en el mar, quisiera dar la enésima brazada.

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–¿Se encuentra usted bien? –preguntó Gwendaline cuando estaba a menos de un paso de él. Estaba empapado y cubierto de algas, su piel tenía el mismo color que los huevos podridos y sus pies pataleaban en el vacío, mecánicamente, mientras seguían nadando en la nada–. Disculpe, señor –insistió Gwendaline, arrollidándose junto a él–, ¿se encuentra bien?

El hombre se quedó inmóvil. Y cuando, tras el enésimo acceso de tos, se volvió para mirarla, Gwendaline se dio cuenta de que ya lo había visto antes. Tenía los ojos cerrados y una larga cicatriz que partía del cuello e iba a esconderse bajo sus ropas.

–¿Necesita ayuda? –insistió ella, poniéndole una mano en el hombro.

El hombre asintió débilmente, abrió la boca y emitió un ahogado lamento.

–Creo… que sí.
–¿Puede andar? Vamos, le ayudo a levantarse… –Y mientras decía esto intentó alzarlo cogiéndolo por las ropas mojadas.

Él se dejó llevar, siguiendo dócilmente sus consejos hasta que, sin saber cómo, se encontró de pie, abrazado a ella.

–Venga, por aquí… –dijo entonces Gwendaline, tambaleándose mientras caminaba hacia el pueblo.

–Sí… –murmuró Manfred, intentando desesperadamente mantenerse en equilibrio.

Cuando abrió los ojos, reconoció confusamente las luces. Después se volvió para intentar identificar a la persona que lo ayudaba.

En cuanto la vio, los cerró de golpe.
«Es una sirena… –pensó–. Me ha salvado una sirena.»

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J

ason esperó a que el automóvil de su padre desapareciera tras la esquina; luego se dio la vue

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