La primera llave (Serie Ulysses Moore 6)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

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H0la, viej0!

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Stop.

Vigila la puerta del tiemp0. Stop.

Y detén a Oblivia ?e una vez p0r todas.
Tu amig0,

Peter

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E

ra una luminosa noche estrellada. El cielo, inmenso y silencioso, envolvía el infinito horizonte de una meseta encerrada entre los dientes afilados de las montañas.

Allí, invisible para quien no conociera el camino de llegada, empezaba el Jardín del Preste Juan: un gigantesco castillo encaramado sobre una roca. Los tejados coronados de almenas, los arcos, las escaleras, las cisternas y las murallas se abrazaban entre sí como niños asustados. Por las ventanas de cristales azogados, las corrientes de aire colmaban los espacios vacíos de los largos pasillos. El castillo vibraba silencioso. A través de las rejillas subterráneas cintilaban pálidos resplandores de agua. En las chimeneas encendidas ardían las brasas y de los tejados se alzaban perezosas volutas de humo. Los pavos reales del extenso jardín estaban agazapados ante la puerta de su amo, como mariposas que hubieran crecido demasiado.

De una ventana apartada del castillo salía un fuerte resplandor, que dejaba intuir una gran habitación iluminada por velas. Un hombre, de pie tras el alféizar, contemplaba la procesión de arcos crueles que se sucedían más allá del patio. Mesándose la barba, volvió a leer el mensaje escrito en el largo trozo de tela que yacía desenrollado a sus pies. Era un objeto extraño de verdad: una especie de cruce entre una alfombra y lo que, mil años después, se habría llamado «telegrama».

Decía:

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¡H0la viej0!

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Tu amig0,
Peter

Las velas temblaron, señal de que la única puerta de la habitación se había abierto. El hombre reconoció el rostro anguloso de su joven asistenta china. Se hicieron una reverencia.

–Tu indicación era exacta –dijo la mujer–. Los soldados han arrestado a dos intrusos.

–¿Dos? –murmuró el hombre, pensativo.

Llevó arrastrando el largo rollo de tela hasta la chimenea y lo arrojó a las llamas. La tela se tiñó de negro, lanzando un humo oscuro por la chimenea.

–Entonces tendremos que irnos los dos, amiga mía. Y será un viaje largo, me temo.

En su voz se adivinaba un cúmulo de malos recuerdos, algunos de ellos inconfesables.

La llama viva de la chimenea arrojaba lenguas doradas. La asistenta china hizo una pequeña reverencia.
–Voy a preparar mis cosas.

El hombre esperó a quedarse solo. Luego apagó todas las velas excepto una. Apartó un tapiz, introdujo la mano en

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un hueco y, procurando no poner en marcha ninguno de los mecanismos que la protegían, sacó una caja de madera adornada con una taracea dorada. La cerradura de esmalte se abrió.

Dentro había numerosas llaves, todas con forma de animal. Pero faltaban cuatro: las llaves del aligátor, la bisbita, la rana y el erizo.

El hombre se quedó sorprendido.
–Pero… ¿cómo es posible? –se preguntó, mirando otra vez dentro de la caja.

Incapaz de encontrar una respuesta, apagó la última vela encendida y desapareció en la oscuridad.

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J

ason cogió a su hermana del brazo y exclamó:
–¡Chist!

Julia estaba justo en mitad de las escaleras.
–¿Qué pasa? –La presión de la mano de su hermano le indicó que era mejor no hacer más preguntas.

La escalera por la que habían subido estaba a oscuras, cerrada entre paredes angostas y con el techo sumido en la oscuridad. Una antorcha ardía en lo alto de los escalones, junto a una enorme puerta cerrada de la que provenía un ruido metálico: unas manos estaban abriendo el cerrojo.

Los gemelos lanzaron una rápida ojeada a su alrededor: en el tramo de escaleras que habían recorrido no había

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