La ciudad escondida (Serie Ulysses Moore 7)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

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Capítulo 1

El GATO de VENECIA

–¿Miolí? –preguntó Anna con un hilo de voz–. ¿Miolí? La chica estaba de puntillas sobre la hierba del prado. La boca ligeramente entreabierta, los oídos atentos al más leve rumor. Se volvió hacia el pozo de piedra. ¿Un pájaro piando? ¿Un gemido? ¿El crujido de una hoja? Lo comprobó. Nada de todo eso.

Su gato tampoco estaba detrás del pozo.

Anna se sujetó la coleta y se quitó la goma con la que solía recogerse el pelo. Tenía una melena larga, morena y perfectamente lisa que le llegaba hasta los hombros. Se mordisqueó un labio, indecisa entre si enfadarse o preocuparse. Era tarde ya. Sobre ella el cielo de junio tenía el mismo color que una piel de naranja escarchada. El viento impertinente

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que llegaba de la laguna hacía ondear las glicinias recién florecidas difundiendo en el aire un perfume embriagador.

–¿Miolí? –preguntó una vez más Anna, aunque sabía que era inútil buscarlo ahí fuera.

Lo más probable era que el gato hubiera trepado por uno de los sarmientos retorcidos de las glicinias, hubiera pasado haciendo equilibrio sobre el armazón de hierro forjado de la pérgola y, por enésima vez, hubiera saltado al otro lado de la tapia de piedra que bordeaba el pequeño jardín de la casa. Y todo eso en las mismas narices de Anna, que se había pasado la tarde sentada en la mesita del centro del jardín estudiando.

«¡Porras!»

El viento pasaba las páginas del libro de historia, que crujían como si fueran viejos abanicos.

«¡Porras!», pensó de nuevo. ¿Cuándo había visto a Miolí por última vez?

Antes.
«Pero ¿cuándo antes?», se preguntó retorciendo la goma del pelo entre los dedos. Anna no había tenido un reloj en su vida. Y su sentido del tiempo era puramente visual. Cuando el sol descendía más allá del perfil rectilíneo de la laguna e incendiaba las aguas por las que discurrían los barcos a vapor que iban rumbo a Mestre y a Chioggia, ella sabía que el día estaba llegando a su fin.

Una bandada de palomas atravesó la porción de cielo que quedaba encima de su cabeza con un fuerte batir de alas.

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El de VENECIA

Era otro indicio del crepúsculo inminente. Para la chica fue como una sacudida. No tenía ni un segundo que perder.

Cogió libro, cuaderno y bolígrafo y los metió a toda prisa en la mochila. Cruzó después el largo y estrecho porche de la vieja casa. Delante de ella se levantaba el antiguo edificio, con sus tres pisos de paredes desconchadas y sus ventanas altas y estrechas bordeadas por ojivas de piedra. De las aberturas negras y vacías situadas bajo el tejado sobresalían los andamios de hierro que utilizaban para la restauración.

Atravesó la puerta de entrada de la casa, se apoyó en la barandilla de la angosta escalera que subía al primer piso y se quedó escuchando. A lo lejos se oía la radio de su madre, sintonizada como siempre en una emisora de música clásica. Los violines de alguna aria famosa se deslizaban como fantasmas sobre los peldaños de piedra produciendo ecos melancólicos. Las paredes de la escalera estaban completamente cubiertas de frescos: pinturas oscuras, rostros y figuras de personas y animales engullidos por las sombras. El techo, tres pisos más arriba, era de color oro incandescente y estaba surcado por una gran grieta oscura.

Para los fantasiosos ojos de Anna, esa grieta era la raíz de un árbol.

–El árbol del tiempo y del abandono, que se nutre de espacios vacíos y de silencio –murmuraba cuando seguía el recorrido accidentado de la grieta hasta la sombra oscura en la que desaparecía. Una sombra en la que ella creía vislumbrar pequeñas hojas de plata.

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No podía evitarlo: había sido siempre así.

Veía las cosas a su manera.

A pesar de que los demás le decían que se equivocaba. Que ciertas cosas no existían.

Pero para Anna, esa tarde, lo único que de verdad parecía no existir era su gato.

Se puso en cuclillas al pie de la escalera y volvió a llamarlo:

–¿Miolí?

Le contestaron solo los violines de la radio y un lejano griterío que venía de fuera. De los viejos almacenes. O del canal.

Anna subió los peldaños de dos en dos. Ignoró los rostros de los frescos, agarrándose con fuerza a la barandilla. Una vez había imaginado que aquellas figuras escondidas en las paredes podían raptarla o, en el mejor de los casos, agarrarla por el borde del vestido. Y desde entonces no se había podido quitar esa idea de la cabeza. Corrió rápidamente, sin respirar, hasta el segundo piso, donde saltó por encima de los puentes de metal colocados en el suelo. Allí las habitaciones estaban ocupadas por andamios que llegaban hasta el techo.

La madre de Anna estaba subida en lo más alto, justo debajo del techo. Llevaba una bata de trabajo, manchada de colores y tierra, el pelo rubio protegido por un gorro de plástico y dos grandes gafas amarillas, con las que parecía una especie de horrendo insecto.

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El de VENECIA

La madre de Anna era restauradora. Hacía pocas semanas que había recibido el encargo de restaurar aquella antigua casa llena de pinturas. Pacientemente, pared a pared, armada de cinceles, cuchillos y trocitos de algodón embebidos en agua destilada,

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