Viaje a los Puertos Oscuros (Serie Ulysses Moore 14)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-1

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En el Castillo de Arena respirar se había convertido en una empresa imposible. El calor era asfixiante. Y las moscas, un tormento.

Larry Huxley decidió quitarse la camiseta. Metió los codos dentro de las mangas y la arrojó al suelo. Pero el bochorno del desierto seguía siendo agobiante, incluso con el torso desnudo.

Era muy delgado. Se le marcaban las costillas, los codos parecían los nudos de una cuerda y se podían contar las vértebras de su columna.

Sin embargo, sus ojos eran impenetrables.

Miraba fijamente por el ventanal de su habitación, observando con mucha atención el trabajo de cientos de legionarios que se afanaban como insectos entre las dunas: sujetaban las estructuras de hierro que sobresalían de la arena a las cadenas que colgaban de una flota de dirigibles.

—¿Qué opinas, Whiskers?* —le preguntó al conejo de peluche que tenía a sus pies—. ¿Funcionará?

El conejo, naturalmente, no respondió.

Las dunas resplandecían bajo el sol abrasador, voraces y traidoras. Los legionarios, hombres silenciosos de piel plomiza, caminaban tambaleándose en filas ordenadas. Algunos, agotados, se caían y rodaban por la arena sin que los demás se detuvieran a ayudarlos.

—Tienes razón, Whiskers, hace mucho, muchísimo calor...

El supervisor de la Compañía de las Indias Imaginarias se enjugó con la mano la frente húmeda. Detestaba sudar. Y pasar calor. Odiaba aquel clima asfixiante.

Pero quería estar allí cuando sus hombres, conducidos por la intuición de oficiales y arquitectos, desenterraran la legendaria ciudad de Zerzura.

Era conocida por otros mil nombres: la Ciudad Blanca, el Misterioso Oasis de los Pájaros, la Ciudad Secreta de Dioniso... Un lugar legendario de cuya existencia hablaban los caravaneros y con cuyos tesoros se fantaseaba desde hacía siglos.

Aunque muchos la habían buscado, nadie antes de Larry había deseado encontrarla con tal ahínco.

Y por fin, allí estaba. A punto de emerger de su manto dorado.

—El principal defecto de los buscadores de lugares legendarios, Whiskers, el principal... —siguió rumiando Larry Huxley mientras observaba las cadenas que se tensaban entre el cielo y la tierra—, es que nunca respetan las reglas de las leyendas. ¿No te parece?

Whiskers guardó un prudente silencio. Larry volvió a cruzar los brazos sobre el pecho desnudo, vigilando la marcha de sus legiones. Más tarde, cuando se cansó, salió de la habitación, recorrió el corto pasillo y bajó la escalera que conducía a las habitaciones más frescas del Castillo de Arena en busca de agua helada.

—¿Señor Huxley? —le detuvo una voz que salía de detrás de una de las columnas.

Larry Huxley se paró. El suelo de cerámica bajo sus pies estaba fresco. En un rincón manaba agua de una fuente.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Era Bellingham. Edward Bellingham, su oficial de Asuntos Africanos. Salió de la sombra arrastrando los pies. Había algo detestable en él, y su rostro recordaba el de un reptil. Tenía los ojos saltones, el rostro flácido y pálido, y su amabilidad era fingida.*

Por el modo en que su oficial se acercaba, Larry Huxley comprendió que traía malas noticias.

—¿Algún problema, Bellingham? Otra..., ¿cómo lo llamaste aquella vez... ,«repentina e inesperada tormenta de arena»?

—No, no. De ninguna manera, señor, en absoluto —se apresuró a responder—. Aunque los nativos...

—¿Qué les pasa a los nativos?

Un criado se acercó a Larry y le ofreció una bandeja de plata con una jarra de agua fría y un vaso de té a la menta azucarado.

—Los nativos andan siempre alterados, señor. Y, además, sus hechiceros...

—¡Sus hechiceros! —lo interrumpió Larry antes de beberse el agua de golpe y coger el vaso de té. Se volvió hacia su oficial, despreciativo—. Dime, dime..., ¿qué cuentan sus hechiceros?

—Creen que al desenterrar la Ciudad Blanca caerá sobre nosotros una maldición —murmuró Bellingham—. Los dirigibles, las cadenas y todos los legionarios que ha... traído... Esos hombres que parece que ni coman ni duerman... Los que llaman jinn...

—¿Jinn?

Larry Huxley paladeó el té.

—Es el nombre de los espíritus del diablo... —aclaró Bellingham—. Si bien los nativos no usan esa palabra, naturalmente.

—¿Cuál usan? ¿Moloch, Shaytan? ¿Y a quién se refieren? ¿A vosotros, la Compañía? O quizá... ¿A mí?

—No lo sé... —admitió el oficial con la boca seca—. Pero me ha parecido importante que lo supiera.

Larry entregó el vaso vacío al criado, que desapareció en las salas del castillo.

—¡Que los hechiceros y los nativos piensen y digan lo que quieran acerca de mis legionarios! Me interesa más saber si ya habéis quitado la arena de los motores.

—Están casi listos, señor.

—¿Y los dirigibles?

—Ya están volando, señor. Todavía quedan por sujetar algunas estructuras, repasar por última vez los gráficos de resistencia... Poca cosa.

—Excelente.

Pero Larry se dio cuenta de que el oficial titubeaba.

—¿Hay algo más?

—Los hechiceros le dieron un nombre extraño a la tormenta del otro día, señor...

—¿Qué nombre?

—La llamaron «viento de Murray» —susurró el oficial mirándose los pies.

Larry sintió un dolor repentino en el pecho, seguramente había bebido el agua helada y el té caliente demasiado deprisa. Se apoyó una mano encima y musitó:

—Lo habrás entendido mal, Bellingham. Habrán dicho «viento de mar». Han dicho «viento de mar».

—Será como usted dice, señor —respondió el oficial de Asuntos Africanos—. Lo que usted diga, señor.

cap-2

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—¿Tú no deberías estar en colegio? —le preguntó el policía mientras se apoyaba en la cerca del depósito de vehículos requisados.

—Salimos a la una —replicó Murray, de pie frente a él.

—Y tu amigo te ha acercado hasta aquí... —añadió el policía señalando con la barbilla la bicicleta de Shane.

—Exacto.

El policía sacó las llaves del bolsillo y abrió la verja lo justo para dejarlos pasar.

—Has venido a buscar tu bici, ¿verdad?

Murray asintió y le entregó el resguardo.

—Qué curioso, ¿no crees? —comentó el policía arrastrando los pies en la gravilla. El depósito propiamente dicho consistía en un almacén de chapa con el techo bajo que se hallaba a unos metros por delante de ellos. Murray no dijo nada. Shane los seguía empujando su bici. ¡CLA-CLANG! La puerta del depósito se abrió de golpe. En el interior solo había una bicicleta—. Te decía que es curioso, ¿no? —prosiguió el policía—. Hace tan solo unos días aquí dentro había más de cien bi

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