Los piratas de los Mares Imaginarios (Serie Ulysses Moore 15)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-3

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Suspendido en el confín del mundo, Larry Huxley esperaba. Las cataratas del mar confluían bajo él y estallaban con fragor en el vacío, bajo un cielo estrellado.

Era un mar gélido, siberiano, que borboteaba en el vientre aterciopelado de la oscuridad mientras los icebergs se deslizaban lentamente entre las olas. Una lluvia de hielo caía del cielo y acribillaba el mar.

Larry Huxley sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blanquísimos entre los labios finos.

—Bonito espectáculo, ¿eh, Whiskers?

Aprisionado entre el codo y el costado del muchacho, el conejo de peluche, con su impecable chaleco rojo, se limitó a mirar fijamente al vacío con indiferencia.

Larry Huxley deambulaba por la amplia terraza del rascacielos que dominaba la extensión glacial. Sus suelas de cuero producían chasquidos secos al pisar la cerámica, y la barandilla inmaculada brillaba bajo los rayos metálicos de una luna distante.

El rascacielos se erguía en el límite de una ciudad de enormes bloques de hormigón abandonados que se superponían unos a otros prolongándose a lo largo de la costa. Una ciudad imponente, congelada y exhausta, en los márgenes de una taiga helada.

A espaldas de Larry Huxley brillaban las luces tenues de una estancia cálida y lujosa, con marquetería de rombos, suntuosos sofás capitoné de terciopelo, techos decorados con estucos dorados y telas drapeadas con estampados vistosos, que contrastaba con el gélido abandono del exterior.

—Los demás están a punto de llegar —anunció una voz sibilina.

Larry apartó de mala gana la vista del paisaje helado para mirar hacia atrás, al lugar de donde provenía la voz.

Vio un gato. Un enorme gato negro de pie sobre las patas traseras. Tenía el pelo brillante y la barriga le caía sobre las patas formando rulos de grasa. Miraba fijamente al vacío con sus grandes ojos dorados, y los bigotes de plata vibraban clavados a ambos lados del morro como agujas de coser.

La frente de Larry se destensó ligeramente cuando el gato señaló con respeto al hombre que, de pie a su lado, acababa de hablar. Su amo.

—Woland —saludó Huxley—. No te he oído llegar.

El funcionario Woland llevaba un traje oscuro de lana y una extravagante pajarita de topos que iluminaba siniestramente su mirada, ya terrible de por sí.*

Huxley permaneció a la espera, frente a su subalterno.

Woland era uno de los pocos oficiales de la Compañía de las Indias Imaginarias que Larry Huxley trataba con un cierto respeto. Era despiadado, no tenía escrúpulos ni se planteaba dilemas morales, como algunos bucaneros nostálgicos, y poseía la misma capacidad para persuadir al enemigo que el diablo encarnado.

Lo cual no hacía de él un amigo, claro está. Pero Larry Huxley no tenía amigos.

Por lo que a él respectaba, le bastaba con que fuese un funcionario capaz de cumplir con su deber.

—¿Qué noticias hay del Sirena negra? —preguntó frotándose una barba imaginaria.

Woland encogió los hombros puntiagudos e inclinó el cuerpo enclenque hacia delante.

—Tuvo problemas con los icebergs —explicó—. Como todos.

Se dirigía al Supervisor con familiaridad, sin protocolo. Era el único que podía permitírselo. Estaba expresamente autorizado. Si el inútil de Bellingham hubiera tenido la osadía de tratar de tú al jefe, Huxley lo habría desterrado para siempre de los lugares imaginarios.

—Todo está bajo control —prosiguió Woland—. Llegarán, ya lo verás.

Larry Huxley agitó una mano en el aire como diciendo que ya lo sabía. Todo estaba bajo control, faltaría más. Llevaba las riendas de la Compañía, de todos los oficiales y de todos los Puertos Oscuros. Y hasta hacía poco incluso de la Puerta del Tiempo...

Hasta hacía poco.

Antes de que llegase ese maldito muchacho con su cuadrilla de payasos y dieran al traste con su plan perfecto.

Murray.

Murray el rebelde, Murray la tempestad, Murray, que no se había enterado de cómo funcionaban las cosas allí. Él y su pandilla de soñadores presuntuosos, que se negaban a admitir que el destino del mundo estaba, y siempre estaría, a merced de la pesadilla.

—No son más que unos mocosos, ¿verdad, Whiskers? —musitó—. Unos insignificantes, inútiles y patéticos mocosos.

El gato de Woland clavó la mirada en el conejo de peluche con cierta curiosidad, esperando su respuesta, pero el conejo permaneció en silencio.

—¿Te preocupan los rebeldes? —preguntó Woland acariciándose la perilla puntiaguda.

Huxley soltó una risita nerviosa.

—¿Preocuparme? Estás de broma. Un puñado de críos a la desbandada no puede derrotar a la flota de la Compañía.

—Pero lograron quemar varias naves —observó Woland espiando con avidez la reacción de Huxley—. Y, sin duda, andan buscando a Ulysses Moore.

Al oír ese nombre, Larry Huxley echó chispas por los ojos.

—No–pronuncies–ese–nombre en mi presencia —vocalizó.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que Woland llevaba una gran caja bajo el brazo.

—¿Qué llevas ahí?

El funcionario apartó inmediatamente la vista.

—¿Aquí? Bueno, digamos que se trata de una sorpresa.

El hombre colocó la caja sobre la mesa de la terraza y Larry apreció que no se trataba de una caja, sino de una radio. Una vieja, enorme y maciza radio portátil con el altavoz cubierto por una rejilla y un casquete esférico para orientar el sonido.

Woland encendió el aparato y, de repente, en medio del fragor del hielo que se precipitaba entre las estrellas, una voz crepitó:

Aquí Radio Libre Kilmore Cove.

A Larry Huxley se le cortó la respiración al tiempo que la voz empezaba a hablar.

—Pero ¿qué...? —boqueó.

Woland le hizo señal de que escuchara. La voz contaba la historia de un hombre y una mujer que se dirigían a un rey para conseguir una carabela.

—¿Se puede saber para qué queréis un barco? —preguntó el rey.

—Para ir a buscar la isla desconocida —respondió el hombre.

—¡Estupideces! ¡Ya no existen islas desconocidas! Todas las islas figuran en los mapas.

—En los mapas solamente figuran las islas conocidas —replicó al instante el hombre.

—¿Quién os ha hablado de esa isla desconocida? —preguntó el rey, mostrando más interés.

—Nadie.

—En tal caso, ¿por qué os emperráis en creer que existe?

—Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida.

—Y os presentáis ante mí para pedirme un barco.

—Sí, hemos venido a pediros un barco.

—¿Quiénes sois vosotros para que yo acepte?

—¿Quién sois vos para negaros?

—Yo soy el rey y todos los barcos de este reino me pertenecen.

—Más bien yo diría que sois vos quien les pertenece a ellos y no lo contrario.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el rey, nervioso.

—Que sin los barcos no soi

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