Gregor 2 - La segunda profecía

Suzanne Collins

Fragmento

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 1

Cuando Gregor abrió los ojos, tuvo la clara sensación de que alguien lo estaba observando. Recorrió con la mirada su minúscula habitación, tratando de no mover un músculo. No se veía nada en el techo, ni encima de la cómoda. Y entonces la descubrió, sentada sobre el alféizar de la ventana, totalmente inmóvil excepto por el leve estremecimiento de sus antenas. Era una cucaracha.

—Te la estás jugando —le dijo Gregor en voz baja—. ¿Acaso quieres que te vea mi madre?

La cucaracha frotó sus antenas una contra la otra, pero no hizo ademán de escapar. Gregor suspiró, alargó la mano para coger el viejo tarro de mayonesa que le servía de cubilete para los lápices, lo vació sobre la cama y, con un rápido movimiento, atrapó con él al insecto.

Ni siquiera tuvo que levantarse para hacerlo. Su habitación no era en realidad una habitación, sino más bien un espacio pensado como despensa o almacén. Su cama estaba encajonada dentro, en el extremo del pasillo, de modo que, para acostarse, Gregor solo tenía que subirse y reptar hasta su almohada. En la pared, frente al pie de la cama, había una hornacina con el espacio justo para albergar una estrecha cómoda, aunque los cajones solo se podían abrir unos veinte centímetros. Los deberes tenía que hacerlos sentado en la cama, con una tabla de madera sobre las rodillas. Y no había puerta, pero Gregor no se quejaba. Tenía una ventana que daba a la calle, los techos eran altos y bonitos, y disfrutaba de más intimidad que el resto de su familia. Nadie solía entrar en su habitación... excepto las cucarachas.

A propósito de cucarachas, ¿qué les pasaba últimamente? Siempre había habido alguna que otra en el apartamento, pero ahora Gregor tenía la impresión de verlas por todas partes; cada vez que se daba la vuelta, ahí había una. No huían, ni trataban de esconderse. Se quedaban ahí sentadas... observándolo. Era extraño. Y Gregor no daba abasto para salvarles la vida.

El verano pasado, cuando una cucaracha gigante sacrificó su propia vida para salvar la de Boots, su hermanita de dos años, a muchos kilómetros bajo tierra, Gregor se juró a sí mismo no volver a matar a una cucaracha en su vida. Pero si su madre veía alguna, estaba perdida. Era tarea de Gregor sacarlas de casa antes de que su madre conectara su radar anticucarachas. Cuando aún hacía buen tiempo, se había limitado a atraparlas y sacarlas de casa por la escalera de incendios. Pero ahora que era diciembre, temía que los insectos se murieran de frío si los dejaba a la intemperie, por eso últimamente había optado por meterlas en el fondo del cubo de basura de la cocina. Pensaba que sería un buen lugar para ellas.

Gregor empujó a la cucaracha fuera del alféizar, hasta conseguir que entrara en el tarro de mayonesa. Se escabulló por el pasillo, pasó por delante del cuarto de baño y el dormitorio que sus hermanas Boots y Lizzie, de siete años, compartían con su abuela, hasta llegar al salón. Su madre ya se había marchado. Le tocaba el turno del desayuno en la cafetería en la que trabajaba de camarera los fines de semana. Entre semana trabajaba todo el día en la recepción de la consulta de un dentista, pero últimamente no les alcanzaba solo con ese sueldo.

El padre de Gregor dormía en el sofá. Ni siquiera dormido estaba quieto. Sus dedos temblaban, y de vez en cuando tiraba de la manta que lo cubría, mientras musitaba en voz baja. Su padre. Su pobre padre...

Había quedado destrozado después de permanecer más de dos años y medio prisionero de espantosas ratas gigantes, a kilómetros bajo tierra. Durante el tiempo que pasó en las Tierras Bajas, como llamaban a ese lugar sus habitantes, las ratas le habían hecho pasar mucha hambre, lo habían privado de luz y lo habían maltratado físicamente de mil maneras distintas sobre las que nunca hablaba. Sufría terribles pesadillas, y a ratos le costaba distinguir la fantasía de la realidad, incluso cuando estaba despierto. Esto empeoraba cuando tenía fiebre, lo cual sucedía a menudo, pues pese a haber acudido al médico repetidas veces, no lograba librarse de una extraña enfermedad que había contraído en las Tierras Bajas.

Antes de que Gregor cayera tras los pasos de Boots por una rejilla de ventilación que había en la lavandería, en el sótano de su edificio, este siempre había pensado que todo volvería a ser fácil una vez que su familia se hubiera reunido de nuevo. Todo era mil veces mejor ahora que su padre había vuelto, eso Gregor lo sabía, pero fácil, desde luego, no era.

Gregor entró en la cocina sin hacer ruido y metió a la cucaracha en el cubo de la basura. Dejó el tarro en la encimera y se dio cuenta de que no había nada sobre ella. En la nevera solo quedaba medio litro de leche, una botella de zumo de manzana, que apenas daba para un vaso, y un tarro de mostaza. Gregor se armó de valor y abrió la despensa. Había media barra de pan, un poco de mantequilla de cacahuete y un paquete de cereales. Agitó este para comprobar cuántos quedaban, y dejó escapar un suspiro de alivio. Había comida suficiente para el desayuno y el almuerzo. Y como era sábado, Gregor no tendría que comer allí, se iba a casa de la señora Cormaci, a echarle una mano.

La señora Cormaci. Era extraño cómo en los últimos meses había pasado de ser su vecina cotilla a convertirse en una especie de ángel de la guarda. Poco después de que él, Boots y su padre regresaran de las Tierras Bajas, Gregor se la encontró en el descansillo.

—Y bien, jovencito, ¿dónde has estado? —le preguntó—. Has tenido en vilo a todo el edificio —Gregor le soltó la historia que su familia y él habían inventado para la ocasión: el día que desaparecieron de la lavandería, había sacado a Boots a jugar un ratito al parque. Entonces se habían encontrado con su padre, que iba camino de Virginia para visitar a un tío enfermo, y había querido llevarse con él a sus hijos. Gregor creía que su padre había llamado a su madre para avisarla, y su padre pensaba que ya lo habría hecho Gregor, y ninguno de los dos se dio cuenta hasta la vuelta del lío que habían causado.

—Mmm —había dicho entonces la señora Cormaci, mirándolo muy seria—. Creía que tu padre estaba viviendo en California.

—Y lo estaba —le contestó Gregor—. Pero ahora está aquí con nosotros.

—Ya veo —dijo la señora Cormaci—. Bueno, ¿y esta es tu historia?

Gregor asintió, consciente de que no era muy convincente.

—Mmm —volvió a decir la señora Cormaci—. Pues yo de ti me la trabajaría un poco más —y dicho esto, se marchó.

Gregor pensaba que estaba enfadada con ellos, pero unos días después llamó a la puerta de su casa con una tarta en la mano.

—Le he traído una tarta a tu padre —dijo—. Es para darle la bienvenida. ¿Está en casa?

Gregor no quería dejarla pasar, pero su padre llamó desde la habitación, fingiendo alegría:

—¿Es la señora Cormaci?

Y esta se coló en casa rápidamente con su tarta. Nada más ver a su p

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