Detrás de la máscara

Andrea Ferrari

Fragmento

1

Cincuenta y cincuenta. Así lo dijo Liz: según ella, esas eran mis posibilidades de éxito con Melina. Hablábamos con una puerta de por medio, de modo que tuvo que alzar la voz. Fifty-fifty!, gritó en inglés. Yo no estuve de acuerdo. Me parecía que, dados mis escasos atractivos y los abrumadores encantos de Melina, las posibilidades se reducían mucho. Quizás a un veinte por ciento. Pero Liz insistió:

—No, estás equivocado. Cincuenta y cincuenta al menos. Y, además, si no lo intentás, nunca lo vas a saber.

Me hace gracia recordar ese diálogo. Ahora que pasó un tiempo creo que, curiosamente, sus palabras resumen el resultado de ese año, el más extraño de mi vida. Cincuenta y cincuenta.

Tendría que empezar por el principio. Todo esto sucedió en 2020, así que a menos que alguien haya estado una temporada en Marte, se entiende de qué hablo. Plena pandemia por coronavirus. Acá y en el último rincón de la Tierra, no hace falta que explique más. A nosotros, quiero decir a mi vieja, a Luis y a mí, nos agarró en el departamento de Bulnes. Y eso no era bueno.

Un mes antes todavía vivíamos en el cuarto piso de Acoyte, el lugar donde nací. Pero mi vieja vendió ese departamento y compró con Luis una casa en Vicente López, que había que arreglar. Mucho. Así que mientras los obreros deshacían la cocina y los baños a martillazos, nosotros nos mudamos a un departamento prestado en la calle Bulnes. En teoría iban a ser uno o dos meses incómodos, no más. Pero entonces llegó el COVID, las obras se detuvieron y nos quedamos presos de ese lugar.

Decir que era chico es decir muy poco. Es cierto que había dos habitaciones, pero en la de ellos a duras penas entraba la cama. La mía era básicamente un armario grande. Y como dentro de un armario no entra otro armario, la mayoría de mis cosas estaban metidas en unas cajas superpuestas que casi tocaban el techo. El resto, esparcido por toda la casa. Yo dormía en un catre que durante el día plegábamos, porque de lo contrario no se podía abrir la puerta.

Cuando en marzo el mundo se detuvo y todos tuvimos que quedarnos en casa, hubo que repartir los espacios. Luis, que es profesor en la universidad y tenía que dar clases virtuales, se quedó con el living. Mi mamá, que es psicóloga y debía atender pacientes por videollamada, se encerró en su dormitorio. A mí me confinaron a mi armario, donde me sentaba en el piso y trataba de no hacer ruido.

Así eran las cosas. Tremendas. Además, como habrán podido deducir, Luis no es mi viejo. Pero no piensen que estoy celoso ni que soy de esas personas incapaces de tolerar que su madre se haya vuelto a casar. Nada que ver. En realidad, tengo que decir que Luis es un buen tipo. Pero llevaba poco tiempo instalado con nosotros y creo que ninguno de los dos estaba preparado para convivir las veinticuatro horas de los siete días de la semana en una caja de zapatos.

Me falta agregar un detalle: mi vieja estaba embarazada. Me habían prometido que íbamos a poder mudarnos antes del parto, pero yo sabía que nada era seguro. Y lo único que nos faltaba era un bebé gritando para convertir ese lugar en un verdadero infierno.

Fue cuando supe que unas personas que vivían en el sexto piso, a quienes jamás había visto, necesitaban mi ayuda. Y lo que debería haber sido un castigo resultó una salvación. O algo así.

2

Los Wilkinson, dijo esa tarde mi vieja, los del sexto B. Yo tenía la vista clavada en un cómic bastante divertido. Batman acababa de aparecer frente a un delincuente muy gordo que había capturado a una chica.

—Seguro los viste alguna vez.

La capa de Batman se agitaba con el viento.

—No.

—Sí, acordate. Esa pareja mayor. El señor usa bastón. La señora tiene los ojos claros. Creo que anda con algún problema de salud.

El brazo avanzó veloz y el puño dio en el medio de la cara del gordo. ¡Auch! Volaron gotitas de saliva.

—Ni idea.

—Escuchame un momento, Roberto.

Para que se ubiquen: mi mamá estaba parada en la puerta. Nunca entraba a mi armario, porque le daba claustrofobia. Yo estaba sentado en el suelo, con el cómic en las manos. Ahora Batman había inmovilizado al gordo agarrándolo por atrás. La chica estaba libre y lo miraba asustada. O enamorada, quizás.

—¡Roberto!

Levanté la vista. Batman pareció decepcionado.

—¿Qué?

—Necesito que me prestes atención. Te estoy hablando de esta gente, los Wilkinson.

—No los conozco.

—No importa. La cuestión es que están complicados. Tienen una hija que había viajado a España y no puede volver por la pandemia. Necesitan que alguien los ayude con las compras.

Por el rabillo del ojo vi que un cómplice del gordo, más flaco, se acercaba por la espalda de Batman. Este tenía un revólver.

—Existe internet —dije—. ¿Los Wilkinson no se enteraron?

—Te digo que son personas mayores, no saben hacer compras por internet.

—¿Y el teléfono? ¿Tampoco saben?

Mi vieja suspiró.

—La tienda donde compran no toma pedidos por teléfono. Además necesitan medicamentos, se hacen un lío con las recetas y el WhatsApp. Y quizás requieran algún otro trámite.

En un rápido movimiento, Batman agarró al gordo por la cintura, lo levantó por el aire y lo arrojó en dirección al flaco como si fuera un proyectil. ¡Fiuuuuu! El cuerpo del gordo voló varios metros y pegó duro contra su cómplice, que dejó caer el arma. ¡Pac!

—¿Me entendiste, Rober? Ellos quieren pagarte.

—¿Pagarme? ¿A mí? ¿Para qué?

—¡Te lo estoy explicando! Tendrías que ir dos o tres veces por semana a recoger la lista y hacerles las compras. Pero yo creo que no deberías aceptar el pago, tomalo como un favor que hacés para tus vecinos.

—¿Qué?

Así fue, más o menos, el arreglo. A Batman nunca se lo hubieran pedido.

En realidad, los detalles del acuerdo que estaba aceptando sin entender nada los conocí al otro día. Esa tarde solo supe que los Wilkinson eran una pareja inglesa que había vivido buena parte de su vida en la Argentina, pero todavía hablaban con acento. Que les gustaba tener alimentos frescos cada semana porque desconfiaban profundamente del freezer y el microondas. Además necesitaban muchos remedios. Y que preferían que su comida se comprara en el chino de la vuelta, adon

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