
Partida hacia el internado
Darrell Rivers se miró en el espejo. Ya casi era la hora de ir a la estación, pero aún tenía un minuto para ver cómo le quedaba el uniforme de la nueva escuela.
—¡Es la mar de bonito! —dijo Darrell dándose la vuelta—. Abrigo marrón, sombrero marrón con cinta naranja, y, debajo, vestido marrón con cinturón naranja. Me gusta.
Su madre la miró desde la puerta de su habitación y sonrió.
—¿Admirando tu nuevo aspecto? —le preguntó—. Bueno, a mí también me gusta. Hay que reconocer que la escuela Torres de Malory tiene un uniforme precioso. Vamos, Darrell, ¡no querrás perder el tren en tu primer día!
Darrell no cabía en sí de la emoción. Estaba a punto de ingresar en un internado por primera vez en su vida. En Torres de Malory no aceptaban a niñas menores de 12 años, así que Darrell iba a ser una de las alumnas más jóvenes. Tenía por delante varios años de estudio y deportes, diversión y amistades.
—¿Cómo será? —se preguntaba una y otra vez—. He leído un montón de historias de internados, pero espero que Torres de Malory sea diferente. Cada escuela es un mundo. Seguro que haré muchas amigas allí.
Darrell lamentaba tener que dejar a sus amistades de toda la vida. Ninguna iba a ir a Torres de Malory. Habían sido compañeras de clase hasta entonces, pero la mayoría habían decidido proseguir los estudios en la misma escuela o ingresar en otros internados.
Llevaba la maleta llena hasta los topes. En uno de los lados, había escrito “DARRELL RIVERS” en enormes letras negras y en la etiqueta se leían las iniciales de Torres de Malory: TM. Darrell solo tenía que cargar con la raqueta de tenis y una bolsa de viaje pequeña en la que su madre había metido todo lo que necesitaría para la primera noche.
—No vais a deshacer las maletas hasta el día siguiente —le había dicho—. Así que todas debéis llevar una bolsa de mano con el camisón, el cepillo de dientes y esas cosas. Aquí tienes un billete de cinco libras. Tiene que durarte todo el trimestre, porque a las niñas de primero no se les permite llevar más dinero.
—¡Tendré bastante! —aseguró Darrell, guardando el billete en el monedero—. ¡No creo que en la escuela haya mucho en lo que gastarse el dinero! Mira, ahí está el taxi, mamá. ¡Vamos!
Ya se había despedido de su padre, que a esas horas ya debía de haber llegado al trabajo. La había abrazado muy fuerte y le había dicho:
—Hasta pronto, Darrell, y muy buena suerte. Torres de Malory es una escuela excelente y te enseñará muchas cosas. ¡Trata de devolverle algo a cambio!
Por fin quedó todo listo y subieron al taxi. Aposentaron la maleta en el asiento del acompañante, al lado del conductor. Darrell sacó la cabeza por la ventana para contemplar su casa una última vez.
—¡Volveré pronto! —le gritó al enorme gato negro que estaba acostado sobre la tapia, acicalándose—. Al principio os echaré mucho de menos a todos, pero enseguida me aclimataré. ¿Verdad, mamá?
—Por supuesto —la tranquilizó su madre—. ¡Te lo pasarás muy bien! ¡Cuando lleguen las vacaciones de verano no querrás volver a casa!
Tenían que ir hasta Londres para coger el tren hacia Cornualles, donde se encontraba Torres de Malory.
—Hay un tren especial para Torres de Malory —dijo la señora Rivers—. Mira, ahí hay un aviso. Torres de Malory. Andén 7. Vamos. Aún falta un ratito. Me quedaré contigo hasta que estén aquí tu tutora y las demás niñas. Entonces me iré.
Se dirigieron al andén. Enseguida llegó un tren muy largo con el cartel de “Torres de Malory”. Todos los vagones estaban reservados para las alumnas de ese internado. En las ventanillas había pegados distintos carteles. La primera serie rezaba “Torre Norte”. La segunda, “Torre Sur”. Luego venían varios compartimentos con el cartel “Torre Oeste” y, finalmente, otros donde se leía “Torre Este”.
—Tú eres de la Torre Norte —le informó su madre—. Torres de Malory tiene cuatro edificios distintos para sus internas, todos coronados con una torre. La directora me dijo que tú te alojarías en la Torre Norte. La encargada de esa Torre es la señorita Potts. A ver si la encontramos.
Darrell echó un vistazo a su alrededor. Montones de niñas se apiñaban en el andén. Todas debían de ser alumnas de Torres de Malory, porque también vestían abrigos marrones y sombreros con cinta naranja. Al parecer se conocían, y reían y charlaban animadamente. De pronto, Darrell tuvo un ataque de timidez.
“¡Nunca conseguiré conocerlas a todas! —pensó mientras miraba a su alrededor—. ¡Madre mía, qué mayores son algunas! Son casi adultas. Me intimidan.”
Las muchachas de los últimos cursos parecían muy mayores. Subían a los vagones con aire arrogante, sin prestar atención alguna a las más pequeñas, que se apartaban a su paso.
“¡Hola, Lottie! ¡Hola, Mary! ¡Mira, ahí está Penélope! Hola, Penny, ven aquí. ¡Hilda, ya está bien, estas vacaciones no me has escrito ni una sola vez! ¡Jean, súbete a nuestro vagón!”
Se oían alegres voces a lo largo y ancho del andén. Darrell buscó a su madre con la mirada. Ah, ahí estaba, hablando con una profesora de rostro inteligente. Esa debía de ser la señorita Potts. Darrell la observó con detenimiento. Sí, le gustaba el brillo de su mirada, pero el gesto de sus labios denotaba determinación. Más valía no hacerla enfadar.
La señorita Potts se acercó y sonrió a Darrell.
—¡Bueno, Darrell! —exclamó—. Tú viajarás en mi vagón. Mira, es ese de ahí. Las alumnas nuevas siempre van conmigo.
—Oh, ¿hay más niñas nuevas? Quiero decir en mi clase… —preguntó Darrell, interesada.
—Desde luego. Dos más. Aún no han llegado.
La señorita Potts hizo una pausa y se dirigió entonces a la madre de Darrell.
—Señora Rivers —le dijo—, le presento a una niña que irá a la misma clase que Darrell. Se llama Alicia Johns. Cuidará de su hija en cuanto se hayan ustedes despedido.
—Hola —saludó Alicia mirando a Darrell con ojos brillantes—. Iremos a la misma clase. ¿Te gustaría sentarte junto a la ventana? Si es así, será mejor que vayamos subiendo.
—Bien, cariño, ya me despido —dijo la señora Rivers con una sonrisa. Besó a Darrell y, tras darle un fuerte abrazo, añadió—: Te escribiré en cuanto reciba carta tuya. ¡Pásatelo muy bien!
—¡Lo haré! —aseguró Darrell, y se quedó contemplando a su madre mientras esta se alejaba por el andén.
No tuvo tiempo de sentirse sola, porque Alicia se hizo cargo de ella al instante: se la llevó de la mano hasta el vagón de la señorita Potts y la hizo subir de un empujón.
—Pon tu bolsa en el asiento de la ventana, y yo la pondré en el de enfrente —ordenó Alicia—. Vamos, esperaremos de pie en la puerta para ver lo que sucede. Mira, fíjate en eso. Es justo lo que no hay que hacer a la hora de despedirte de tu hija.
Darrell miró hacia donde Alicia le indicaba, y vio a una niña de su misma edad, vestida también con el uniforme de la escuela, y con una larga cabellera que le cubría toda la espalda. Se agarraba con fuerza a su madre sollozando desconsoladamente.
—¡Lo que debería hacer esa madre es sonreír, darle una chocolatina y marcharse! —sentenció Alicia—. Con una hija así, no puedes hacer otra cosa. ¡Pobre niñita de mamá!
La madre estaba casi tan conmocionada como la hija, y las lágrimas mojaban también sus mejillas. La señorita Potts se acercó a ellas con paso decidido.
—Mira, ahí va Potty*—observó Alicia.
Darrell se quedó atónita. ¡Potty! Menudo nombre para una tutora. Además, la señorita Potts no tenía pinta de chiflada. Para nada. No cabía duda de que estaba en sus cabales.
—Me llevo a Gwendoline —le dijo a la madre de la niña—. Es hora de subir al tren. No se preocupe, señora Lacey, enseguida se adaptará a la escuela.
Gwendoline parecía dispuesta a marcharse, pero su madre no la soltaba.
—¿Ves? —inquirió Alicia soltando un resoplido—. ¿Quién ha convertido a Gwendoline en una mimada? ¡Su madre! Bueno, me alegro de que la mía sea una persona sensata. La tuya también parece simpática… Es alegre y muy agradable.
Darrell estuvo encantada de oír ese cumplido sobre su madre. Ambas niñas siguieron pendientes de la señorita Potts, que finalmente separó con firmeza a Gwendoline de su madre y acompañó a la niña hasta el vagón.
—¡Alicia, aquí tengo a otra! —le dijo, y Alicia ayudó a subir a Gwendoline al tren.
La madre de Gwendoline se había acercado también al vagón, y, desde la puerta, le aconsejaba a su hija:
—Siéntate junto a la ventana, cariño. Y no te pongas de espaldas al sentido de la marcha. Ya sabes cuánto te mareas cuando lo haces. Y…
Otra niña subió entonces al vagón. Era menuda y fornida, con un rostro corriente y el cabello recogido hacia atrás con una trenza.
—¿Es este el vagón de la señorita Potts? —preguntó.
—Sí —contestó Alicia—. ¿Eres la tercera niña nueva? ¿De la Torre Norte?
—Sí. Me llamo Sally Hope.
—¿Dónde está tu madre? —quiso saber Alicia—. Debería haberte entregado a la señorita Potts, para que te tachara de la lista.
—Oh, mi madre no se ha molestado en acompañarme hasta aquí —repuso Sally—. He venido sola.
—¡Vaya! —exclamó Alicia—. Bueno, todas las madres son distintas. Algunas acompañan a sus hijas, sonríen y se despiden de ellas; otras vienen hasta aquí, lloran y se rasgan las vestiduras… y hay otras que ni siquiera aparecen.
—Alicia, ya está bien de cháchara —espetó la voz de la señorita Potts, que conocía de sobra la lengua incansable de la niña.
La señora Lacey pareció molestarse, y, en lugar de seguir dándole instrucciones a su hija, miró a Alicia con expresión airada. Por suerte, el jefe de estación hizo sonar su silbato en ese preciso instante, y todas corrieron atropelladamente a ocupar sus asientos.
La señorita Potts subió al vagón con dos o tres niñas más, y la puerta se cerró tras ellas ruidosamente. La madre de Gwendoline miraba ansiosa en el interior del vagón, pero, en ese preciso instante, su hija estaba arrodillada en el suelo buscando algo que se le había caído.
—¿Dónde está Gwendoline? —gritó la mujer—. Tengo que despedirme de ella. ¿Dónde es…?
Pero el tren ya había arrancado. Gwendoline se sentó y se echó a llorar.
—¡No me he despedido de mi madre! —gimió.
—Pero ¿cuántas veces necesitas despedirte? —quiso saber Alicia—. ¡Lo has hecho unas veinte veces!
La señorita Potts observó a Gwendoline. Enseguida supo el tipo de niña que era: una hija única consentida, egoísta y difícil de tratar.
Su mirada se detuvo a continuación en la menuda y tranquila Sally Hope. Era una chiquilla curiosa, con su trenza tirante y su rostro remilgado y de expresión grave. Nadie había ido a despedirla. ¿Acaso eso la había afectado? La señorita Potts no alcanzaba a adivinarlo.
Finalmente se fijó en Darrell. Resultaba bastante fácil saber cómo era. Nunca escondía nada, y había dicho lo que pensaba, aunque no tan rotundamente como Alicia.
“Una niña agradable, sincera y digna de confianza —pensó la señorita Potts—. Aunque me temo que también es algo traviesa. Diría que tiene la cabeza bien amueblada. ¡Esperemos que sepa usarla! ¡Puedo hacer grandes cosas con una niña como Darrell en la Torre Norte!”
Las niñas empezaron a hablar.
—¿Cómo es Torres de Malory? —preguntó Darrell—. He visto alguna foto, por supuesto. Parece enorme.
—Lo es. Y tiene unas vistas del mar increíbles —aseguró Alicia—. La construyeron junto a un acantilado, ¿sabes? Has estado de suerte: ¡la Torre Norte tiene las mejores vistas de toda la escuela!
—¿Cada torre tiene sus propias clases? —quiso saber Darrell.
—¡Oh, no! —respondió Alicia sacudiendo la cabeza—. Todas las niñas de todas las torres van a las mismas clases. Hay unas sesenta niñas en cada edificio. Pamela es la responsable del nuestro. ¡Es esa de ahí!
Pamela era una muchacha alta y de aspecto reposado que había subido al vagón acompañada de otra chica de su misma edad. Ambas parecían tener un trato muy amistoso con la señorita Potts, y hablaban animadamente con ella acerca de las actividades que se habían planeado para ese curso.
Alicia, otra niña llamada Tessie, Sally y Darrell también charlaban. Gwendoline permanecía sentada junto a la ventana con expresión amargada. Nadie le hacía el menor caso, ¡y no estaba acostumbrada!
Dejó escapar un sollozo, y miró a las demás por el rabillo del ojo. La avispada Alicia la vio, y esbozó una sonrisa.
—Es puro teatro —le susurró a Darrell—. Cuando alguien se siente realmente mal se aleja de los demás y trata de esconderse. No hagas caso de nuestra querida Gwendoline.
¡Pobre Gwendoline! No tenía ni idea de que la falta de compasión de Alicia era lo que más le convenía. Siempre había estado muy consentida, y la vida en Torres de Malory no iba a ser fácil para ella.
—¡Vamos, Gwendoline, anímate! —le instó la señorita Potts alegremente, antes de seguir hablando con las muchachas más mayores.
—Estoy mareada —anunció Gwendoline por fin, decidida a ser el centro de atención y despertar la compasión de las demás.
—Pues no lo parece —le soltó Alicia con descaro—. ¿Verdad que no, señorita Potts? Yo siempre me pongo verde cuando me mareo.
¡Gwendoline habría dado cualquier cosa por estar mareada de verdad y poder darle así una lección a esa deslenguada de Alicia!
—¡De verdad que estoy mareada! —murmuró débilmente apoyando la espalda en el respaldo de su asiento—. Oh, Dios mío, ¿qué voy a hacer?
—Espera un momento… Aquí tienes una bolsa de papel —dijo Alicia extrayendo una muy grande de la suya—. Mi hermano Sam suele marearse cuando vamos en coche, así que mi madre siempre lleva alguna encima. A mí siempre me entra la risa cuando lo veo con la nariz allí metida. Pobre Sam… me recuerda a un caballo con morral.
Nadie pudo contener la risa al oír el comentario de Alicia. Nadie excepto Gwendoline, que parecía más bien enfadada. Esa niña odiosa, riéndose a su costa otra vez. No le gustaba nada.
Después de eso, Gwendoline se quedó sentada en silencio, y no hizo ningún otro intento para captar la atención de las demás. Le asustaba lo que Alicia pudiera decir.
Darrell, en cambio, miró a Alicia con agrado: le parecía muy divertida. ¡Cuánto le gustaría tenerla de amiga! ¡Cuánto se divertirían juntas!

Torres de Malory
El viaje hasta Torres de Malory era largo, pero como el tren disponía de vagón-restaurante y se organizaron turnos para que las niñas pudieran ir a comer, el trayecto se hizo más corto. También tomaron el té en el tren. Al principio, las niñas no paraban de hablar, pero a medida que fue transcurriendo el día se fue imponiendo el silencio y algunas incluso se quedaron dormidas. ¡Era un viaje interminable!
Fue muy emocionante llegar a la estación de Torres de Malory. La escuela estaba a un par de kilómetros, y delante de la estación esperaban varios autocares que debían conducir a las niñas hasta el colegio.
—Vamos —apremió Alicia agarrando a Darrell del brazo—. Si nos damos prisa, tal vez consigamos sentarnos en la parte delantera del autocar, junto al conductor.
Se encaramaron al coche a toda prisa y se instalaron en los asientos de delante. Las otras niñas fueron saliendo en grupos de dos y de tres, y el único mozo de la estación ayudó a los chóferes a cargar las múltiples maletas en los autocares.
—¿Puede verse Torres de Malory desde aquí? —preguntó Darrell mirando a su alrededor.
—No. Ya te avisaré cuando esté a la vista. Aparece de repente después de una curva —anticipó Alicia.
—Sí, me encanta esa visión inesperada —coincidió Pamela, la reposada responsable de la Torre Norte, que había subido al autocar justo detrás de Alicia y Darrell. Le brillaban los ojos mientras hablaba—. Desde esa curva se disfruta de la imagen más hermosa de Torres de Malory, especialmente cuando el sol está detrás.
Darrell percibió el afecto con que Pamela hablaba de su querida escuela. Estuvo observándola durante unos instantes: le caía bien.
Pamela la sorprendió mirándola y le dijo con una sonrisa:
—Tienes suerte, Darrell. ¡Estás a punto de empezar en Torres de Malory! Te quedan un montón de cursos por delante. Yo ya estoy terminando. Un curso más o dos, y ya no podré volver… Salvo como antigua alumna. Aprovéchalo al máximo mientras puedas.
—Lo haré —aseguró Darrell, y miró al frente, esperando a que apareciera la primera imagen de la escuela donde estudiaría los próximos seis años.

Tomaron una curva.
—Ahí está, ¡mira! —exclamó Alicia dándole con el codo—. Ahí, ¡en esa colina! El mar está detrás, justo al pie del acantilado, pero, claro, desde aquí no puede verse.
Darrell aguzó la mirada. Vio un edificio enorme, de piedra gris y planta cuadrada, asentado en lo alto de una colina que, en realidad, era un acantilado que caía en vertical hacia el mar. A cada extremo del elegante edificio se levantaba una torre de planta circular. En la parte de atrás, Darrell distinguió dos torres más, que sumaban un total de cuatro. Torre Norte, Sur, Este y Oeste.
El sol se reflejaba en las ventanas, y la enredadera verde que cubría parte de los muros alcanzaba el tejado en algunos puntos. Parecía un viejo castillo.
“¡Mi escuela! —pensó Darrell, y una sensación de calidez se apoderó de su corazón—. Qué bien. Soy tan afortunada de poder estudiar en Torres de Malory durante tantos años. Estoy segura de que me encantará.”
—¿Te gusta? —preguntó Alicia con impaciencia.
—Sí, mucho —respondió Darrell—. Pero nunca sabré cómo salir de ahí. ¡Es tan grande!
—Oh, ya te enseñaré —la tranquilizó Alicia—. Es sorprendente lo rápido que se aprende a moverse por allí.
El autocar tomó otra curva y Torres de Malory desapareció de la vista de todas. Volvieron a ver la escuela más de cerca en la siguiente curva, y ya no hubo que esperar mucho para que los autocares avanzaran rugiendo por el empinado tramo que culminaba en las escaleras de la puerta principal.
—¡Es como la entrada de un castillo! —exclamó Darrell.
—Sí —coincidió Gwendoline, inesperadamente, detrás de ellas. Y, echándose su rubia cabellera hacia atrás, añadió—: ¡Me sentiré como una princesa subiendo estos es