Bethany y la Bestia 3 - La batalla de la bestia

Jack Meggitt-Phillips

Fragmento

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Una fiesta muy emplumada

Todo cuanto quedaba de Wintloria era la jungla tropical, y tampoco es que quedara ya mucho de ella en nuestros días.

Se decía que sus árboles poseían una prodigiosa magia de tiempos ancestrales: unas hojas capaces de eliminar cualquier cicatriz, frutos que saciaban lo suficiente para mantener a toda una familia durante una semana, una corteza que, si te rascabas con ella, podía calmarte cualquier picor por irritante que fuese o por incómodo que fuera el lugar donde lo tuvieras. En consecuencia, aquella jungla atraía más de lo deseable a ese tipo de gente que es incapaz de apreciar la belleza a menos que la pueda talar para apoderarse de ella.

Al ver que la jungla era cada vez más pequeña y que los buscadores que iban a la caza de trofeos se volvían cada vez más codiciosos, muchos animales abandonaron sus ramas. No obstante, había un grupo de criaturas muy cabezotas que se negaban a marcharse.

Tan solo quedaban diecinueve loros petimorados de Wintloria en todo el mundo, y prácticamente todos ellos vivían en la jungla de aquella isla. Era una especie ruidosa y con una impresionante falta de sentido práctico, siempre en busca de la menor oportunidad para ponerse a cantar otra canción o celebrar otro desfile de moda plumífera, cuando en realidad deberían estar preocupándose por su propia supervivencia.

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En este día en particular, los loros se habían reunido en el tronco hueco del árbol más grande para celebrar su tercera fiesta de la semana. La primera de ellas fue por motivo del medio cumpleaños del corgi preferido de la reina de Inglaterra, mientras que la segunda tuvo por objeto celebrar que una de las loritas había encontrado por fin el trocito de cuerda que llevaba buscando toda la tarde. Sin embargo, esta tercera fiesta tenía toda la pinta de que iba a ser una de las más especiales.

Todos y cada uno de los loros iban emplumados con sus mejores galas, y todos ellos se dedicaban a poner unos deliciosos platos en forma de huevo para ofrecérselos los unos a los otros. El volumen de sus canciones se aproximaba ya al límite de lo que alguno habría podido calificar de «escandaloso». En la copa de un árbol, un joven loro llamado Mortimer estaba colgando un letrero en el que se leía: «BIENVENIDA A CASA, CLAUDETTE».

—¡Morty, ese cartel es todo un primor! —dijo Giulietta, una lorita más mayor que vestía con un gusto exquisito—. ¿Necesitas una ayudita para colgarlo?

Mortimer puso mala cara. Para empezar, la única persona que tenía permiso para llamarlo «Morty» era Claudette, y para continuar, Mortimer odiaba esa obsesión que tenían los de su especie de tener que hacerlo todo «juntos».

—Estoy perfectamente —le soltó Mortimer—. No necesito que nadie me ayude.

—Ya sé que no necesitas ayuda ninguna —dijo Giulietta—, pero es agradable que alguien te la ofrezca, ¿no te parece, querido? Si tan solo nos centráramos en las cosas que son estrictamente necesarias en la vida, no existirían otras como el chachachá… Uy, ni tampoco la tarta de queso con arándanos.

Emocionada con aquella observación tan maravillosa que ella misma acababa de hacer, Giulietta comenzó a tararear la melodía de un chachachá al mismo tiempo que meneaba su voluminoso trasero y ponía un huevo de tarta de queso con arándanos. Ascendió volando y sujetó un extremo del cartel de Mortimer.

—¡Suéltalo! —le gritó Mortimer dando un tirón del cartel.

—No lo haré —dijo Giulietta, que tiró también del cartel—. Todo loro sabe que cuatro garras son siempre mejor que dos.

Continuaron los tirones —Giulietta decidida a ofrecerle su ayuda, Mortimer más decidido aún a rechazarla—, hasta que el cartel se rasgó por la mitad.

—Replumas —dijo Giulietta.

—¿¡Replumas!? —soltó Mortimer—. ¡Me he tirado toda la semana trabajando para lograr que me quedara perfecto para Claudette, y te lo has cargado tú, charlatana papanatas!

Los ojos de Giulietta se llenaron de lágrimas moradas. No estaba acostumbrada a escuchar unas palabras tan poco amistosas en aquella jungla, porque se suponía que todos los wintlorianos tenían que ser amables los unos con los otros y también con el mundo a su alrededor.

—P-p-perdona, M-M-Morty —tartamudeó ella—. Debería haber sido más c-c-cuidadosa.

—Para empezar, jamás debiste venir a molestarme —dijo Mortimer—. Anda, lárgate y vete a fastidiarle la vida a otro.

Giulietta bajó aleteando hasta la base del árbol entre lagrimones de color morado. Mortimer colgó la parte del cartel que aún le quedaba y que decía: «A CASA, CLAUDETTE».

Le irritaba darse cuenta de que se sentía culpable por el modo en que había tratado a Giulietta, aunque hubiera sido ella quien se había cargado el cartel. Mortimer sabía que Claudette le obligaría a disculparse con Giulietta en cuanto llegara allí, así que, a su pesar, descendió planeando hasta la base del árbol.

El hueco del tronco era un caos petimorado donde todos los pájaros bailaban y entonaban una alegre melodía sobre el regreso de su lorita preferida. Cantaban sobre la exquisitez de las vaporosas plumas de Claudette, sobre la melosa dulzura de su voz, tan suave como la seda, y sobre la bondad que la lorita mostraba con todo aquel con quien se cruzaba. Había incluso una estrofa entera dedicada al centelleo de su ojo izquierdo.

Al contrario que los de su especie, Mortimer no era partidario de las fiestas. Solía poner excusas con el fin de evitarlas, y si había hecho una excepción con esta fiesta era por el afecto que sentía por Claudette. Es más, de entre todos los loros de la jungla de Wintloria, Mortimer era el que más quería a Claudette. Ella había sido una madre para él después de que los cazadores de trofeos matasen a los padres de Mortimer.

Si él hubiera sido de esos loros que disfrutaban cantando o bailando, habría sido capaz de entonar una estrofa que habría hecho saltar las lágrimas de todo aquel árbol. Se preguntó si debía intentarlo, por Claudette. A regañadientes, y agitándose de la manera más leve, se adentró un poquito más en el grupo, pero, antes de que pudiese emitir una sola nota o menear el trasero lo más mínimo, la jungla entera comenzó a agitarse.

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Justo delante del árbol, en el suelo, se formó un charco. Parecía un charco normal y corriente, de esos que te encuentras por la acera tras un día lluvioso, o en una cancha tras un partido de balón prisionero en el que la gente ha sudado la camiseta a conciencia. Pero, aquel charco empezó a salpicar y a bufar.

—¡Ya viene! —exclamó un Mortimer emocionado—. ¡Claudette llegará en cualquier momento!

En las últimas semanas, Claudette había estado al cuidado de la Brigada Especial de Recogida de Tu

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