El héroe perdido (Los héroes del Olimpo 1)

Rick Riordan

Fragmento

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Capítulo I

Recuerdo con punzante nitidez el día en que juré por mi salvación eterna no revelar jamás lo que voy a contar en este libro.

Tenía veintidós años. En aquel entonces, la salvación eterna era algo que apreciaba más que a mi vida. Pensar en el concepto opuesto, la condenación eterna, hacía que las palmas de mis manos se cubrieran de sudor frío. Me abismaba en la aterradora posibilidad de un destino de tortura sin tregua ni final. Se me había adiestrado desde los doce años para no imaginar el Infierno como una abstracción, sino como un lugar real donde ardía un fuego inextinguible que los hirientes fuegos de este mundo solo podían prefigurar con vaguedad. No solo el contenido y la formulación del juramento lo hacían solemne; también el que lo pronunciase ante la persona que en ese momento representaba para mí la voz y la mirada de Dios: Luis Fernando Figari, fundador y entonces superior general del Sodalicio de Vida Cristiana (SCV)1.

Esto ocurrió un sábado del verano de 1998. Vivía en una comunidad sodálite ubicada a las afueras de Lima, en el distrito de Santa Clara, llamada San José, Casto Esposo de la Virgen María. San José –como le decíamos cotidianamente– tenía algo que la distinguía de las demás comunidades sodálites y que, en más de un sentido, la convertía en la más importante. En ella vivía el fundador. Era una sola comunidad, pero constaba de dos casas, cada una aposentada en un terreno de unos dos mil o tres mil metros cuadrados, y separadas por un muro interno de dos puertas. Ambas tenían horarios y propósitos distintos. Luis Fernando residía en San José I. Quienes vivían con él estaban allí para servirlo directamente. Uno como su secretario principal, confidente y ayuda de cámara. Dos o tres como sus secretarios segundos; otro como cocinero-mozo; uno más como el encargado de pasarle películas durante la madrugada; y el sexto como chofer. Quienes vivíamos en San José II estábamos destacados allí con la misión explícita de atender las necesidades de quienes tenían la bendición de servir directamente al fundador.

Si yo albergaba alguna duda sobre cuál era la dinámica de la comunidad San José, Casto Esposo de la Virgen María, esta desapareció pronto cuando Luis Fernando me preguntó nada más mudarme allí:

–Sabes que esta es una comunidad funcional, ¿no?

Como la inseguridad que me provocaban sus preguntas capciosas –que era la mayoría de ellas– me impidiera decir siquiera si sabía o no a qué se refería, él mismo me ofreció la respuesta:

–Porque todo funciona en torno a mí, pues, huevón.

Aquel día me tocaba lavar los trastes del desayuno. Ya estaba secando los últimos platos cuando Luca Gilardi se asomó por la ventana de la cocina y me dijo que partíamos en cinco minutos con Luis Fernando rumbo a Lima. Luca, tan solo dos años mayor que yo, era su confidente, su ayuda de cámara y un posible heredero del cargo de superior general. Era también mi consejero espiritual y mi amigo. Sentía una admiración primitiva hacia él, muy parecida a la que siente un niño por su hermano mayor.

Le encomendé a alguien guardar los platos en la alacena, le avisé al encargado de la comunidad de mi partida y estuve parado junto al automóvil de Luis Fernando en menos de tres minutos. Recuerdo lo que sentía al estar cerca de ese Toyota Tercel último modelo, de un blanco hueso, reluciente y tapizado por dentro de terciopelo granate. Lujoso si se lo comparaba con el resto de los automóviles del SCV y, sobre todo, si se lo medía con el parque automotor del Perú de los años 90. No olvido mi panorama emocional porque fue siempre el mismo en todas las ocasiones que acompañé al fundador durante los nueve años que viví en San José. Aunque sabía que se trataba de una «idea antievangélica», me sentía feliz de que los demás sodálites me viesen formando parte del séquito de Luis Fernando. Me llenaba el pecho de satisfacción que él mismo me hubiese elegido para acompañarlo. No se iba con alguien al azar. Muchos miembros de San José II jamás habían sido elegidos para acompañarlo a ningún lugar, ni lo serían nunca. El SCV se organizaba en círculos concéntricos que partían de su fundador y este establecía estratégicamente los grados de cercanía a su persona. Sentía también ansiedad porque nunca sabía qué tal me iba a ir con Luis Fernando. Ignoraba si ese día me iba a poner ante los demás como ejemplo de alguna virtud sodálite, si iba a alabar mi aguda percepción o mi intuición, o si me iba a sacar en cara algún defecto, algún complejo, alguna falta de reverencia o de compromiso. Esto me ponía tenso, pero lo que me aterraba era la posibilidad de que me dijese algo en público o en privado sobre mi más oscuro secreto. Intentaba aplicar la recomendación que Luca me había dado durante una sesión de consejo espiritual: que tratase de presentarme ante Luis Fernando tal como era, de repetirme que yo no estaba allí para tratar de demostrarle que era talentoso o virtuoso, sino para servirle. «Te paralizas ante él porque crees que eres el centro del universo. Piensa que estás aquí para ayudar a tu fundador, como el Cireneo ayudó a Cristo con su pesada cruz, y te aseguro que vas a empezar a moverte con libertad». Algo así me decía Luca y graficaba la cerrazón sobre mí mismo y mi inmovilidad apretando una de sus manos contra la otra. Yo me repetía: «Estás aquí para servir a tu fundador», pero apenas estaba junto a él, este mantra se interrumpía o continuaba sonando en mi cabeza, pero carente ya de significado.

Dudo haberme sentido cómodo alguna vez en presencia de Luis Fernando. No era fácil, y no solo por mis problemas para asumir el sistema heliocéntrico que me proponía mi consejero. El humor de nuestro líder era –por decirlo de una forma neutra y delicada–, cambiante. Yo atribuía esa inestabilidad a la abrumadora carga que soportaba al ser la «antena que el Espíritu Santo había elegido para transmitir su mensaje y guiar a la humanidad en el tercer milenio», o a las miles de decisiones y preocupaciones que seguramente debía afrontar cada día en el gobierno del SCV. Desde que conocí dicha institución, a los doce años, sabía que la santidad suponía emular al mismo Dios hecho hombre en su sacrificio redentor. En el imaginario colectivo sodálite, Luis Fernando era santo, aunque no hubiese sido beatificado. Nos resultaba algo absolutamente plausible una vez ocurriese su fallecimiento, aunque no lo dijera, aunque repitiese: «Perdonen mis defectos que son muchos, pero imiten mis virtudes, que algunas tengo y son lo máximo», y aunque no hablásemos abiertamente de ello. Debía, por lo tanto, soportar un constante dolor espiritual, una pesada cruz que lo configuraba en todo con el Señor Jesús. Esto para mí explicaba y justificaba por amplio margen sus cambios de humor, sus gritos, sus golpes, sus manías, sus horarios, sus caprichos, sus castigos, sus insultos y sus teatrales gestos de ternura y compasión. Yo no juzgaba nada de lo que hacía Luis Fernando porque para mí todas sus acciones, gestos y palabras manifestaban el flamígero y libérrimo Espíritu de Dios. Si en ese momento de mi vida alguien me hubiese dicho que se trataba de un megalómano cobarde y sádico, un depredador sexual y un abusador físico y psicológico, además del creador de una secta destructiva de control mental que produciría incontables víctimas, no solo no le hubiera creído sin importar cuántas pruebas o testimonios aportase, sino que lo hubiera agredido físicamente.

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