El anillo encantado

María Teresa Andruetto

Fragmento

ace tiempo vivía, en las colinas que lame el Belbo, un rey llamado Geraldo.

Geraldo era mezquino e injusto. Solo para su hija acumulaba riquezas.

La princesa tenía la voz transparente de los pájaros.

Se llamaba Geraldina y era bella como una flor silvestre.

Pero estaba sola.

En palacio el tiempo se deslizaba igual día tras día. Inviernos y veranos pasaban sin otro entretenimiento que el de mirar tras los enormes ventanales cómo trabajaban los servidores de su padre.

Geraldina había visto muchas veces al carbonero entrando o saliendo del portal con el carbón entre los brazos.

Lo había visto muchas veces, pero lo descubrió una mañana en que estaba junto al granero jugando con un puñado de nueces.

Los dedos acariciaban la piel rugosa de las nueces, cuando el golpe del haz contra el suelo la sobrecogió y los frutos se escaparon.

El carbonero corrió hasta alcanzarlos y, con sus manos grandes y tiznadas, se los entregó.

Ella vio en sus ojos que era muy joven y nuevamente se estremeció.

Desde entonces, incansable, lo buscó, pero daba siempre con los ojos esquivos del hombre.

Él estuvo tratando de no verla, sabiendo lo imposible de ese amor, hasta que le enseñó con la mirada baja a trenzar cuerdas y a conocer el nombre de los pájaros.

Una tarde le entregó, turbado, una flor de las que había en el campo y le ofreció, por brindarle lo poco que tenía, llevarla más allá de los portales a compartir la vida.

La princesa estaba sola.

Muy sola en aquel palacio triste.

El hombre despertaba en su cuerpo urgencias y aleteos.

Deseaba irse tras él.

Y el deseo se hizo grande.

Más grande que el reino.

Más grande que sus riquezas.

Más grande que el amor de su padre.

Lo siguió un amanecer, antes de que el sol desnudara las laderas, cuando hombres y animales dormían.

Nada se llevó.

Atravesó corriendo el campo florecido.

Iba con lo puesto. Solo por un descuido conservó la corona que la había hecho princesa.

Aunque ayudaron todos los vasallos, inútil fue buscarla.

El Rey apuró con su pena el paso de los años y envejeció antes de tiempo.

Los días pasaron para él iguales, uno tras otro.

Veranos e inviernos sin otro entretenimiento que alguna excursión de caza, cada vez más solitaria y cada vez más un pretexto para irse a solas con su tristeza.

Y fue en una de esas excursiones cuando, sin saber cómo, ocupado en sus recuerdos, se desvió por un sendero más allá de las colinas y se extravió.

Dejó que un hilo de agua lo guiara hasta algún sitio para pasar la noche.

Y el hilo de agua lo llevó a una casa rústica a cuya puerta golpeó con los nudillos.

Una mujer abrió y, al momento, nueve niños se le prendieron a las faldas.

La mujer alimentó al Rey con pan y leche y le acomodó unas mantas en el sitio más cobijado de la casa para que descansara.

Esa noche, el Rey soñó con la hija que había perdido, y cuando despertó vio la casa endeble, los enseres maltrechos, la ropa roída de quienes lo albergaban y advirtió, por primera vez, la condición miserable de sus súbditos.

Ella le acercó un jarro tibio que le calentó las manos y el alma.

—¿De qué viven? —preguntó al fin el soberano.

—Del carbón, del amor —contestó ella.

Y los ojos de los dos se cruzaron llenos de fuerza.

El Rey sostuvo esa mirada hasta que la obligó a bajar la cabeza.

Entonces ella hurgó en los delantales en busca de un bolsillo. Sacó algo y, tratando de limpiarlo, lo frotó contra la tela.

Después, extendió la mano abierta y entregó al Rey la corona.

El Rey hizo un silencio prolongado que ella no quiso interrumpir.

Finalmente, señalando a los niños que revoloteaban por la casa, preguntó:

—¿Son de mi sangre?

—Sí.

—Son como el carbón.

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