El general en su laberinto

Gabriel García Márquez

Fragmento

y letra: «uno de los más dignos». El remiendo no mitigó el rencor.

Días más tarde, en una reunión del general con diputados amigos, Urdaneta lo acusó de fingir que se iba mientras trataba en secreto de que lo reeligieran. Tres años antes, el general José Antonio Páez se había tomado el poder por la fuerza en el departamento de Venezuela, en una primera tentativa de separarlo de Colombia. El general fue entonces a Caracas, se reconcilió con Páez en un abrazo público entre cantos de júbilo y repiques de campanas, y le fabricó sobre medidas un régimen de excepción que le permitía mandar a su antojo. «Ahí empezó el desastre», dijo Urdaneta. Pues aquella complacencia no sólo había acabado de envenenar las relaciones con los granadinos, sino que los contaminó con el germen de la separación. Ahora, concluyó Urdaneta, el mejor servicio que el general podía prestarle a la patria era renunciar sin más dilaciones al vicio de mandar, y salir del país. El general replicó con igual vehemencia. Pero Urdaneta era un hombre íntegro, con un verbo fácil y ardiente, y dejó en todos la impresión de haber asistido a la ruina de una grande y vieja amistad.

El general reiteró su renuncia, y designó a don Domingo Caycedo como presidente interino mientras el congreso elegía al titular. El primero de marzo abandonó la casa de gobierno por la puerta de servicio para no encontrarse con los invitados que estaban agasajando a su sucesor con una copa de champaña, y se fue en una carroza ajena para la quinta de Fucha, un remanso idílico en las goteras de la ciudad, que el presidente provisional le había prestado. La sola certidumbre de no ser más que un

28

ciudadano corriente agravó los estragos del vomitivo. Le pidió a José Palacios, soñando despierto, que le dispusiera los medios para empezar a escribir sus memorias. José Palacios le llevó tinta y papel de sobra para cuarenta años de recuerdos, y él previno a Fernando, su sobrino y amanuense, para que le prestara sus buenos oficios desde el lunes siguiente a las cuatro de la madrugada, que era su hora más propicia para pensar con los rencores en carne viva. Según le dijo muchas veces al sobrino, quería empezar por su recuerdo más antiguo, que era un sueño que tuvo en la hacienda de San Mateo, en Venezuela, poco después de cumplir los tres años. Soñó que una mula negra con la dentadura de oro se había metido en la casa y la había recorrido desde el salón principal hasta las despensas, comiéndose sin prisa todo lo que encontró a su paso mientras la familia y los esclavos hacían la siesta, hasta que acabó de comerse las cortinas, las alfombras, las lámparas, los floreros, las vajillas y cubiertos del comedor, los santos de los altares, los roperos y los arcones con todo lo que tenían dentro, las ollas de las cocinas, las puertas y ventanas con sus goznes y aldabas y todos los muebles desde el pórtico hasta los dormitorios, y lo único que dejó intacto, flotando en su espacio, fue el óvalo del espejo del tocador de su madre.

Pero se sintió tan bien en la casa de Fucha, y el aire era tan tenue bajo el cielo de nubes veloces, que no volvió a hablar de las memorias, sino que aprovechaba los amaneceres para caminar por los senderos perfumados de la sabana. Quienes lo visitaron en los días siguientes tuvieron la impresión de que se había repuesto. Sobre todo los militares, sus ami

29

gos más fieles, que lo instaban a permanecer en la presidencia aunque fuera por un golpe de cuartel. Él los desalentaba con el argumento de que el poder de la fuerza era indigno de su gloria, pero no parecía descartar la esperanza de ser confirmado por la decisión legítima del congreso. José Palacios repetía: «Lo que mi señor piensa, sólo mi señor lo sabe.»

Manuela seguía viviendo a pocos pasos del palacio de San Carlos, que era la casa de los presidentes, con el oído atento a las voces de la calle. Aparecía en Fucha dos o tres veces por semana, y más si había algo urgente, cargada de mazapanes y dulces calientes de los conventos, y barras de chocolate con canela para la merienda de las cuatro. Raras veces llevaba los periódicos, porque el general se había vuelto tan susceptible a la crítica que cualquier reparo banal podía sacarlo de quicio. En cambio le refería la letra menuda de la política, las perfidias de salón, los augurios de los mentideros, y él tenía que escucharlos con las tripas torcidas aunque le fueran adversos, pues ella era la única persona a quien le permitía la verdad. Cuando no tenían mucho que decirse revisaban la correspondencia, o ella le leía, o jugaban a las barajas con los edecanes, pero siempre almorzaban solos.

Se habían conocido en Quito ocho años antes, en el baile de gala con que se celebró la liberación, cuando ella era todavía la esposa del doctor James Thorne, un médico inglés implantado en la aristocracia de Lima en los últimos tiempos del virreinato. Además de ser la última mujer con quien él mantuvo un amor continuado desde la muerte de su esposa, veintisiete años antes, era también su confidente, la guardiana de sus archivos y su lectora más

30

emotiva, y estaba asimilada a su estado mayor con el grado de coronela. Lejos quedaban los tiempos en que ella había estado a punto de mutilarle una oreja de un mordisco en un pleito de celos, pero sus diálogos más triviales solían culminar todavía con los estallidos de odio y las capitulaciones tiernas de los grandes amores. Manuela no se quedaba a dormir. Se iba con tiempo bastante para que no la sorprendiera la noche en el camino, sobre todo en aquella estación de atardeceres fugaces.

Al contrario de lo que ocurría en la quinta de La Magdalena, en Lima, donde él tenía que inventarse pretextos para mantenerla lejos mientras folgaba con damas de alcurnia, y con otras que no lo eran tanto, en la quinta de Fucha daba muestras de no poder vivir sin ella. Se quedaba contemplando el camino por donde debía llegar, exasperaba a José Palacios preguntándole la hora a cada instante, pidiéndole que cambiara el sillón de lugar, que atizara la chimenea, que la apagara, que la encendiera otra vez, impaciente y de mal humor, hasta que veía aparecer el coche por detrás de las lomas y se le iluminaba la vida. Pero daba muestras de igual ansiedad cuando la visita se prolongaba más de lo previsto. A la hora de la siesta se metían en la cama sin cerrar la puerta, sin desvestirse y sin dormir, y más de una vez incurrieron en el error de intentar un último amor, pues él no tenía ya suficiente cuerpo para complacer a su alma, y se negaba a admitirlo.

Su insomnio tenaz dio muestras de desorden por aquellos días. Se quedaba dormido a cualquier hora en mitad de una frase mientras dictaba la correspondencia, o en una partida de barajas, y él mismo no sabía muy bien si eran ráfagas de sueño o desmayos

31

fugaces, pero tan pronto como se acostaba se sentía deslumbrado por una crisis de lucidez. Apenas si lograba conciliar un medio sueño cenagoso al amanecer, hasta que volvía a despertarlo el viento de la paz entre los árboles. Entonces no resistía la tentación de aplazar el dictado de sus memorias una mañana más, para hacer una caminata solitaria que a veces se prolongaba hasta la hora del almuerzo.

Se iba sin escolta, sin los dos perros fieles que a veces lo acompañaron hasta en los campos de batalla, sin ninguno de sus caballos épicos que ya habían sido vendidos al batallón de los húsares para aumentar los dineros del viaje. Se iba hasta el río cercano por sobre la colcha de hojas podridas de las alamedas interminables, protegido de los vientos helados de la sabana con el poncho de vicuña, las botas forradas por dentro de lana viva, y el gorro de seda verde que antes usaba sólo para dormir. Se sentaba largo ra

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos