Por quién doblan las campanas

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Al acercarse a los cuarenta años, Ernest Hemingway se había transformado en una peculiar figura pública, un experto en caza mayor, un consumidor récord de whisky, un aficionado a los deportes sanguinarios que sólo escribía cuando una tarde de lluvia le impedía ir a los toros. Esta imagen algo caricaturesca era alimentada por el propio autor. Enemigo del intelectualismo, participaba muy poco en la vida literaria. En parte para evitar un terreno en el que se sentía autodidacta y en parte por genuino repudio al esnobismo, Hemingway luchó para ser visto como alguien que acaba de descender de un helicóptero de combate o de un empapado esquife.

El robusto hombre que se acercaba a la cuarentena había recibido las enseñanzas de Gertrude Stein, James Joyce y Ezra Pound en el París de los años veinte, pero prefería ser recordado por sus esforzadas proezas al aire libre. En 1937 su reputación dependía en buena medida del periodismo y las fotos de sus safaris. Desde 1929, cuando publicó Adiós a las armas, no había tenido un auténtico éxito de librerías, algo insoportable en su competitivo código de vida. Además, pasaba por una severa crisis sentimental; seguía casado con Pauline Pfeiffer, su segunda esposa, pero había iniciado una apasionada relación con Martha Gellhorn. En cierta forma, las mujeres (por lo general mayores que él) lo guiaban a sus temas literarios. La protectora y campechana Hadley fue la compañía ideal cuando escribió los cuentos de Nick Adams, situados en parajes silvestres; la sofisticada Pauline, que usaba el pelo al estilo garçon y escribía divertidos artículos para Vogue, fue la acompañante perfecta para el París de la era del jazz que aparecería en Fiesta en 1926; por su parte, Martha representaba un insólito complemento del aventurero politizado: se parecía a Marlene Dietrich y trabajaba de corresponsal de guerra. Si Hemingway hubiera descrito a alguien como Martha en una novela, la crítica habría pensado en una idealización femenina del propio autor. Asombrosamente, eso y más fue Martha Gellhorn. Inteligente, alegre, informada, dueña de un sagaz estilo periodístico, compartió cada uno de los peculiares gustos de Hemingway. Cuando la revista Life dedicó un reportaje a la publicación de Por quién doblan las campanas, lo singular no eran las fotos de cacería, sino un pie de foto que informaba que la bolsa de cuero que el autor llevaba al hombro había sido comprada en Finlandia por Martha Gellhorn mientras cubría la guerra finorrusa. Ernest no estaba en condiciones de prescindir de una rubia que escribía estupenda prosa de combate mientras encontraba alforjas de cacería. En 1937, el gran tema de Martha era la guerra de España, y en buena medida a ella se debe que el escritor se involucrara tanto en la contienda.

Hemingway llegó a la guerra civil con el corazón dividido por sus amoríos, el afán casi desesperado de encontrar un tema literario y el temor de que sus facultades empezaran a mermar. Nada de esto se transparentaba en su apariencia. El novelista se presentó en el frente como si posara para la metralla de luces de Robert Capa, el joven fotógrafo húngaro que ganaría celebridad en la contienda y consideraría a Hemingway como a un segundo padre.

En su abrigo de campaña, el escritor llevaba cebollas a modo de golosina; y en sus ratos libres, visitaba a los heridos con una sonrisa solidaria. Esta mezcla de aventurero duro y testigo conmovido consolidó su leyenda y acentuó algunas enemistades. Desde Estados Unidos, Sinclair Lewis le pidió que dejara de salvar a España y tratara de salvarse a sí mismo.

Abundan los testimonios que acreditan el valor y la entereza de Hemingway en el frente de guerra. En su autobiografía, Slightly Out of Focus, Capa habla del aplomo con que el novelista cruzó el Ebro en un bote que alquiló por unos cigarrillos cuando todos los puentes habían sido volados.

Cada acto de Hemingway fue una mezcla de folclore y seriedad; de acuerdo con el historiador Hugh Thomas, «desempeñó un papel activo en la guerra, en el bando republicano, excediendo los deberes de un simple corresponsal: por ejemplo, instruyó a jóvenes españoles en el manejo del fusil. La primera visita de Hemingway a la 12.ª Brigada Internacional fue un acontecimiento: el general húngaro Lukacs envió una invitación al pueblo vecino para que las muchachas asistieran al banquete».

Admirador de las habilidades prácticas (desde el método para desmontar un motor hasta el dominio de un idioma), Hemingway sólo podía escribir de aquello que conocía a fondo. A diferencia de quien imagina emociones que no ha experimentado y busca explorarse a sí mismo en la página, el autor de Adiós a las armas prefería la mirada del testigo de cargo, que narra la guerra con la mano torcida por las esquirlas de un mortero. En Hemingway en España, Edward F. Stanton ha relatado los obsesivos procedimientos del escritor para trasladar a su literatura el clima, la geografía, las intrigas y las escaramuzas de la guerra civil. Hemingway proclamó de tal forma su pasión por los datos, que ha creado el subgénero de los críticos que recorren sus paisajes, calculan el número de bombas que aparecen en sus páginas y concluyen, como Stanton, que aunque la trama sería igual de buena si fuese imaginaria, se encuentra maniáticamente documentada.

Mucho antes de la guerra civil, España ya representaba para Hemingway una tierra de elección. Los encierros de Pamplona determinaron los ritos de supervivencia de Fiesta, su primera gran novela; algunos de sus mejores cuentos fueron escritos en pensiones madrileñas, y su afición al toreo lo llevó al testimonio de Muerte en la tarde. En 1937 estaba mucho más al tanto de la política y la cultura de España que del mundo norteamericano. Animado por Martha Gellhorn, corrigió a toda prisa las pruebas de imprenta de Tener y no tener y se alistó como corresponsal para la agencia NANA, que le publicaría treinta y un despachos sobre la guerra civil.

El descarriado teatro de las batallas fue un estímulo central para Hemingway. En una carta a Francis Scott Fitzgerald, con quien libraría una larga contienda fratricida, escribió: «La guerra es el mejor tema: ofrece el máximo de material en combinación con el máximo de acción. Todo se acelera allí, y el escritor que ha participado unos días en combate obtiene una masa de experiencia que no conseguirá en toda una vida». Conviene tomar en cuenta que esta épica fanfarria iba dirigida a un romántico que sólo atesoraba las oportunidades perdidas. El autor de Adiós a las armas sin duda exageró los méritos literarios de las batallas para desafiar a Fitzgerald, que sólo combatía contra sí mismo.

La guerra no fue el mejor ni el único tema literario de Hemingway, pero le brindó estímulos para una desigual cosecha literaria. El saldo de su aventura española fue la obra de teatro La quinta columna, la narración para el documental La tierra española, dirigido por Joris Ivens, y la novela Por quién doblan las campanas.

De modo elocuente, Lionel Trilling escribi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos