Jardines de Kensington

Rodrigo Fresán

Fragmento

El Condenado

Empieza con un niño que nunca fue adulto y termina con un adulto que nunca fue niño.

Algo así.

O mejor: empieza con un suicidio adulto y una muerte infantil, y termina con una muerte infantil y un suicidio adulto.

O con varias muertes y varios suicidios de edades variables. No estoy seguro. No importa.

Se sabe —se disculpa, se perdona— que las cantidades, los nombres, los rostros, suelen ser los primeros que saltan por la borda o se arrojan desde el andén, durante el naufragio de esa memoria siempre lista para ser aniquilada sobre los rieles del pasado.

Una cosa sí está clara: al final del principio, al principio del final, Peter Pan muere.

Peter Pan se suicida y aquí viene el metro. El grito de acero que avanza por las tripas de Londres como una maldición, como la más feliz de las almas en pena.

Peter Pan salta a las vías en el momento preciso. Peter Pan es una de esas dos personas por semana que —aseguran las estadísticas— suelen lanzarse con puntualidad británica sobre los rieles justo antes de la entrada triunfal del metro.

Una mujer grita al verlo saltar. Una mujer grita al ver a una mujer que grita. Enseguida —los gritos son más contagiosos que las risas, y hay tantos gritos en esta historia— es el mismo grito el que salta de mujer en mujer, de boca en boca. Y ese mismo grito es el que hace frenar a los vagones que, también, gritan ante el esfuerzo inesperado e inútil de tener que detener todas esas ruedas y todo ese acero sobre esas ruedas. Sí, el mundo entero es, de improviso, un solo grito.

Es el 5 de abril de 1960, es el hipotético día de mi cada vez más hipotético nacimiento (el grito de mi hipotética madre que abre las piernas y grita para que de ahí adentro salgamos yo y mi hipotético primer grito), y es el día de la muerte y del suicidio del respetado editor Peter Llewelyn Davies, fundador de Peter Davies Ltd., considerado «un artista entre los editores».

«Peter Pan se convierte en editor», tituló entonces un periódico para dar la noticia del nacimiento profesional de ese hombre que ahora sale al anochecer del Royal Court Hotel y cruza Sloane Square y piensa en que se hizo editor para así intentar vencer al espanto de haber sido personaje durante tantos años, durante demasiados años. Y me gusta imaginar —porque suele quedar tan bien en el principio de un libro, porque ciertos gestos nos dicen mucho de un protagonista— que Peter Llewelyn Davies es abordado por una anacrónica pandilla de niños mendigos de Chelsea y dudo a la hora de decidirme si les reparte o no un puñado de monedas. De lo que sí estoy seguro es de esto: Peter Llewelyn Davies desciende por las escaleras de la estación de metro y espera unos minutos en el andén hasta ver esa luz al final del túnel, esa luz cada vez más fuerte y cercana. Peter Llewelyn Davies salta y no grita. Que griten los otros, piensa Peter Llewelyn Davies en el enorme segundo que demora su cuerpo en caer sobre los rieles, y entonces un destello azul, y un olor a electricidad, y las ruedas, y el grito, y los gritos.

La necesidad de creer —si no lo declararan como imposible las espirales concéntricas del karma y las leyes zigzagueantes de la reencarnación— en que el espíritu inmortal de Peter Llewelyn Davies abandona su cuerpo en ruinas y flota lejos de allí y entonces penetra, casi en el acto, en mi flamante cuerpo mortal, es inmensamente tentadora. De ser y de haber sido así, mi historia sería tan clara, tan comprensible, que ya nunca jamás haría falta dejar las ventanas abiertas o cerradas todas las noches a la espera de la redención o del castigo que justificara el curso de mi vida.

Pero, lo siento, nada es tan simple, ciertas explicaciones son pertinentes, inevitables.

Ciertas explicaciones llevan su tiempo.

Otras no tanto: Peter Llewelyn Davies es el verdadero nombre de Peter Pan, o Peter Pan es el verdadero nombre de Peter Llewelyn Davies. No importa quién es la sombra de quién, cuál es el que está cosido a los talones del otro. Lo que importa ahora son los vagones llenos de gente volviendo a sus casas. Los gritos y el grito rebotando en los azulejos de las paredes subterráneas. El oxígeno demasiadas veces respirado ahí abajo, en ese eterno crepúsculo cóncavo de las estaciones de metro.

Hubo un tiempo, piensa Peter Llewelyn Davies, en que descendíamos a estas profundidades no para morir sino para mantenernos vivos. Las luminosas noches largas y tribales de la Segunda Guerra, de la Guerra-Aún-Más-Grande-que-la-Gran-Guerra. Y a Peter Llewelyn Davies la palabra guerra le trae malos recuerdos, lo lleva de regreso a su guerra, a las trincheras junto al Somme.

Así que Peter Llewelyn Davies hace un esfuerzo y se acuerda de la otra guerra, de la guerra que vino después de la suya. La guerra en la que no combatió pero que igual llegó hasta él; porque las guerras siempre se las arreglan para alcanzarte estés donde estés. Todos juntos aquí abajo, en las estaciones de metro convertidas en refugios, cantando «We’ll Meet Again» con Vera Lynn, a los gritos, para así vencer al sonido de las sirenas y a los temblores del Blitz. Todos juntos leyendo a la luz de las linternas revistas donde algún caricaturista retrataba a Hitler disfrazado de Capitán Hook, el garfio en alto pero su bigote mucho menos magnífico que el del pirata. Todos bebiendo té casi transparente y casi sin sabor a té como miembros de una sociedad secreta, como los primeros cristianos, como los sacerdotes prehistóricos contándoles y pintándoles cuentos a las paredes. Todos juntos compartiendo lo extraño y contradictorio de hundirse para estar más cerca de Dios, del cielo. Sí, por una vez, entonces, el cielo estaba bajo la tierra y el infierno en el cielo de la Luftwaffe y más allá: mucho más alto y mucho más lejos, segunda estrella a la derecha y todo seguido hasta la mañana, estaba Neverland.

Peter Llewelyn Davies mira hacia arriba y mira hacia abajo y se aferra a su paraguas cerrado y a su maletín liviano para no salir volando, arrastrado por el viento de su pasado, hacia esa isla lejana habitada por corsarios y cocodrilos y la promesa terrible de la irresponsable niñez eterna. Así se siente Peter Llewelyn Davies: ligero, como un fantasma de sí mismo; como una radiografía del revés, los huesos por fuera; como si hubiera retrocedido en el tiempo y corriera otra vez por Kensington Gardens; como una ficción aburrida de haber sido narrada demasiadas veces y a la que sólo le queda la redención de este final inesperado y definitivamente real, verídico.

Peter Llewelyn Davies tiene sesenta y tres años en el momento de saltar, de suicidarse, de morir. Peter Pan tiene algunos años menos; pero la edad y la imprecisa precisión de los años son lo que menos importa cuando se trata de Peter Pan o de Peter Llewelyn Davies, quien —según el veredicto del forense, ocho días después— «se quitó la vida al sufrir una súbita perturbación en su equilibrio mental».

Digo que Peter Llewelyn Davies salta y lo más lógico —lo normal, lo apropiado, lo que corresponde— sería imaginarlo dando un breve paso al frente, hacia donde ya no hay andén: ese fin de un mundo plano como el de los mapas de los antiguos; contemplarlo caer hacia las fauces de los monstruos y leviatanes. Pero no creo que sea lo más justo. Pienso en que hay sólo un segundo en la breve vida de un suicida. Un suicida vive tan poco como ciertas mariposas: el viaje veloz, el aliento suspendido, el chasqueo de dedos o el guiño de ojos, el ahora lo ves, ahora no lo ves con que se demora en llegar de A a B. Así que ese segundo tiene que ser formid

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