La casa del silencio

Orhan Pamuk

Fragmento

I

I

—La comida está lista, señora —le anuncié—. Puede sentarse.

No me contestó. Permanecía de pie apoyada en su bastón. Fui hasta ella, la cogí del brazo y la senté a la mesa. Solo susurró algo. Bajé a la cocina, tomé la bandeja, se la llevé y la dejé ante ella. La miró pero no tocó la comida. Caí en la cuenta cuando alargó el cuello refunfuñando. Saqué la servilleta y se la anudé pasándola por debajo de sus enormes orejas.

—¿Qué has preparado esta noche? ¿Qué te has sacado de la manga, vamos a ver?

—Berenjenas guisadas. ¡Como ayer me las pidió...!

—¿Las de mediodía?

Empujé el plato hacia ella. Tomó el tenedor y removió las berenjenas protestando. Después de machacarlas un rato comenzó a comer.

—Señora, aquí tiene su ensalada.

Salí de nuevo, serví berenjenas también para mí, me senté y comencé a comer.

Poco después gritó:

—¡Sal! Recep, ¿dónde está la sal?

Me levanté y subí a ver. La tenía a mano.

—¡Ahí tiene su sal!

—Esto es nuevo. ¿Por qué te vas mientras estoy comiendo?

No respondí.

—¿No vienen mañana?

—Sí, señora. Mañana. ¿Va a echarse sal?

—¡Y a ti qué te importa! ¿Vienen...?

—Mañana a mediodía. Han telefoneado, ya lo sabe...

—¿Qué más hay?

Me llevé de vuelta las berenjenas a medias, serví en un plato limpio una buena cantidad de judías y se las llevé. Cuando comenzó a remover con asco las judías, entré y me senté, ahora yo también estoy comiendo. Poco después me gritó de nuevo, esta vez pedía pimienta, pero aparenté no haber oído. Luego pidió fruta, así que empujé ante ella el frutero. Comenzó a pasear lentamente su huesuda y delicada mano sobre los melocotones como una araña cansada. Por fin los dejó.

—¡Todos podridos! ¿Dónde los has encontrado? ¿Los has recogido de debajo del árbol?

—No están podridos, señora. Están maduros. Son los mejores melocotones. Los he comprado en la frutería. Sabe tan bien como yo que ya no tenemos el melocotonero.

Hizo como si no me hubiera oído y escogió uno de los melocotones. Yo salí otra vez y cuando estaba acabándome las judías:

—¡Quítamela! —gritó—. Recep, ¿dónde estás? ¡Quítamela!

Fui corriendo y mientras me estiraba hacia la servilleta vi que se había dejado la mitad del melocotón.

—Permítame que le dé yo el melocotón, señora. Luego me despierta por la noche diciendo que tiene hambre.

—No, muchas gracias. Por suerte todavía no he caído tan bajo como para comerme los desperdicios del árbol. ¡Quítamela!

Me estiré y le desaté la servilleta. Mientras le limpiaba los labios arrugó el gesto e hizo como si rezara. Se puso en pie.

—¡Súbeme!

Se apoyó en mí, subimos un poco pero nos detuvimos en el noveno escalón. Nos dimos un respiro.

—¿Has preparado las habitaciones? —me preguntó sin aliento.

—Sí.

—Bien, vamos. —Y cargó su peso un poco más sobre mí.

Seguimos subiendo y, al llegar al último escalón, dijo: «Diecinueve, ¡gracias a Dios!», y entró en su habitación.

—¡Encienda la lámpara! Yo me voy al cine.

—¡Al cine! —contestó—. El muy grandullón. Pues no vuelvas tarde.

—No.

Bajé, me acabé las judías y lavé los platos. Me quité el delantal, tenía la corbata bien puesta, cogí la chaqueta, la cartera, todo bien. Subí.

Soplaba una fresca brisa del mar que me agradó; las hojas de la higuera crujían. Cerré la puerta del jardín y eché a andar hacia la playa. Al terminar el muro de nuestro jardín comenzaban las aceras y las casas nuevas de cemento. La gente estaba sentada en las terrazas, en sus minúsculos y estrechos jardines, con los televisores encendidos, viendo y oyendo las noticias; las mujeres estaban junto a las barbacoas pero tampoco ellas me veían. Carne a la parrilla y humo: familias, vidas; siento curiosidad. Pero cuando llega el invierno no queda nadie y entonces noto un estremecimiento al oír el ruido de mis pasos en las calles vacías. Sentí frío, me puse la chaqueta y me desvié por las calles laterales.

¡Qué raro resulta pensar que todos se sientan a comer viendo la televisión a la misma hora! Paseo por los callejones. Un coche se acercó al fondo de una de las calles que daban a una pequeña plaza, de él saltó un marido cansado que acababa de llegar de Estambul, entró en la casa con el maletín en la mano; parecía preocupado por llegar tarde a la cena que pensaba tomar viendo las noticias. Cuando llegué de nuevo a la orilla oí la voz de Ismail.

—Lotería. Quedan seis días.

No me vio. Yo tampoco le llamé. Pasaba entre las mesas del restaurante subiendo y bajando la cabeza. Luego fue a una mesa desde la que le llamaban, se inclinó y le alargó el fajo de billetes a una niña con vestido blanco y el pelo recogido con una cinta. La niña escogía muy seria y sus padres sonreían orgullosos. Me di media vuelta. No miro más. Si le hubiera llamado, si Ismail me hubiera visto, habría venido cojeando rápidamente a mi lado. «¿Por qué no te pasas nunca por casa?», me habría dicho. «Vuestra casa está muy lejos, Ismail, y en lo alto de una cuesta.» «Sí, tienes razón. Si cuando el señor Dogan nos dio aquel dinero, me hubiera comprado un terreno aquí en lugar de en la cuesta, si entonces lo hubiera comprado a la orilla del mar en lugar de allí porque estaba cerca de la estación, hoy sería millonario, Recep.» Sí, sí: las mismas palabras. Y su hermosa mujer mirando en silencio. ¿Para qué voy a ir? Pero a veces me apetece, me apetece en las noches de invierno cuando no encuentro una sola persona con la que hablar, y voy, pero son siempre las mismas palabras.

Los locales de la playa estaban completamente vacíos. Los televisores encendidos. Los encargados del té alineaban cientos de vasos que brillaban limpísimos bajo grandes y potentes bombillas. Esperaban que las noticias terminaran y la multitud se echara a la calle. Había gatos por debajo de las mesas vacías. Seguí caminando.

Las barcas habían sido retiradas al otro lado del espigón. No había nadie en la pequeña y sucia playa. Algas secas que se habían quedado en la orilla, botellas, pedazos de plástico... Decían que iban a derribar la casa de Ibrahim el barquero y el café. Al ver las iluminadas ventanas del café me emocioné de repente. Quizá haya alguien, alguien que no esté jugando a las cartas, hablaremos, me preguntará cómo estoy, le contaré, me escuchará, «¿Y tú cómo estás?», me contará y le escucharé. Gritándonos para aplastar el ruido del televisor y el alboroto. La amistad. Quizá incluso vayamos juntos al cine.

Pero toda mi alegría desapareció en cuanto entré en el café porque aquellos dos jóvenes volvían a estar allí. En efecto: al verme se alegraron y se rieron mirándose e

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