Tierra madre

Paul Theroux

Fragmento

libro-4

1. Madre del Año

El clima es memoria. Hasta el viento cuenta. La caída de la lluvia puede estimular recuerdos, como una clase de luz. Uno no necesita un calendario para que le recuerde sus crisis íntimas. Se huelen, se sienten en la piel, se saborean. Si uno vive en el mismo sitio año tras año, el clima empieza a adquirir significado; se carga de presagios, y la temperatura, la luz del sol, los árboles y las hojas evocan emociones en cada aniversario. Todo lo que hay de venerable en el mundo se apoya en este principio, en el hecho de que determinadas percepciones del clima nos resulten familiares; tales devociones se originan en cierta estación del año, en un día en concreto.

Esa encantadora mañana de mayo nos llamaron a nuestras casas para convocarnos y decirnos que padre estaba enfermo. Madre —parca incluso en las emergencias— casi nunca hacía llamadas de larga distancia, de modo que aquella llamada tan cara implicaba que padre se estaba muriendo, que nos estaban reuniendo para que asistiéramos al velatorio, pero que este consistiría en un ritual peculiar, exclusivamente nuestro.

Uno viene de una familia como de una tierra lejana. La nuestra era un caso aparte, con sus propias costumbres y crueldades. Nadie nos conocía, ni generábamos ningún interés, motivo por el cual me dije a mí mismo que, en el momento apropiado, pondría a mi familia —mi tierra madre en todos los sentidos— en el mapa.

Éramos ocho niños, y una se había muerto. Nuestros padres eran severos, debido a que trabajaban duramente y al miedo a la miseria que habían visto en la Gran Depresión. Nos parecían antiguos, pero durante el tiempo que formaron parte de nuestra vida, por muy seniles que estuvieran, seguimos siendo sus niños, pequeños e inmaduros; y todavía éramos niños, todavía nos comportábamos como niños, cuando madre era ya un fósil viviente. En la vejez, nos lanzamos hacia nuestra verdadera y espantosa infancia, convertidos en unos carcamales infantiles aún dominados por su victoriosa madre.

El hecho de que dos de nosotros fuéramos escritores suponía una molestia para los demás, y con frecuencia una vergüenza, ya que la escritura no ocupaba un lugar muy alto en los afectos de la familia. A esa chusma, ser escritor le parecía una forma disimulada de la pereza. A mí me reprochaban lo que escribía. Dudo que mis libros aparezcan demasiado en esta historia familiar, salvo de manera incidental, cuando resulten un problema para los demás. Lo que me interesa aquí es la vida que tuve antes de marcharme de casa, en la época en que todavía temían que huyera, a eso de los dieciocho años, y cómo esa vida continuó cuando regresé para enfrentarme a la muerte y el fracaso y la confusión, cuarenta años más tarde: el principio y el final; no los libros sobre mi vida, sino los sujetalibros que se colocan en los extremos.

Cuando era muy pequeño, mi madre, toda sonrisas, solía contarme el cuento de un hombre a quien estaban a punto de colgar. Su última voluntad era hablar con su madre. La llevaban al pie del patíbulo, donde estaba su hijo esposado. «Acércate, madre», decía él, y cuando ella inclinaba la cabeza, él hacía como si quisiera decirle algo en secreto y le daba un mordisco en la oreja. Mientras ella gritaba y se retorcía de dolor, él escupía el trozo de oreja que le había arrancado y decía: «¡Es culpa tuya que yo esté aquí a punto de morir!».

Al contar este cuento, mi madre siempre juntaba las manos sobre su regazo y asentía con satisfacción. ¿Me estaría diciendo que yo era más afortunado que aquel hombre, y que ella no era de esa clase de madres? ¿O acaso pensaba que yo era demasiado confiado y rebelde? No sabía por qué, pero esa historia me aterrorizaba, porque a veces me sentía como aquel condenado, como quien debía recibir un castigo, un niño entre niños rebeldes, un muerdeorejas en potencia.

Incluso sesenta años más tarde, así era como nos comportábamos unos con otros, de una manera infantil, mezquina y envidiosa. Las mofas eran incesantes, y años después, todos esos niños enormes, trastabillantes y burlones, corpulentos e intimidatorios, panzones y de avanzada edad, que no dejaban de perder pelo y se movían a duras penas, que regurgitaban dolencias y quejas sin parar, continuaban burlándose unos de otros, moviendo en el aire sus dedos regordetes. Ahora que éramos mayores, había muchas más cosas de las que burlarse.

Nuestra inmadurez era tan evidente que una vez Floyd dijo:

—¿Quién fue ese imaginativo filósofo francés que habló de la permanencia de lo infantil?: una infancia inmóvil, pero duradera, disfrazada de historia. ¡Nadie de esta familia ha oído jamás su nombre! ¿Es Pecos Bill? ¡El tiempo es el escritor de sátiras por antonomasia! Se llama Gaston Bachelard.

Todos los hermanos tuvimos el mismo padre; era un hombre fuerte, aunque enfermase a menudo. Tenía la ansiedad nerviosa de un ahorrador compulsivo. La austeridad era su obsesión. Partía los chicles por la mitad, porque mascar un chicle entero era un lujo innecesario. Guardaba trozos de cuerda, guardaba clavos y tornillos oxidados en un bote, guardaba planchas de madera, lo guardaba todo. Tuvo, hasta el final de su vida, gran debilidad por el vertedero de la ciudad, debido a los tesoros que contenía. Ir al vertedero era toda una excursión y le provocaba una gran sonrisa en el momento de la partida, como a quien se va a las rebajas con la certeza de que volverá con alguna ganga. Siempre llevaba un tonel de porquerías y volvía con él lleno hasta la mitad de cosas que podían reutilizarse y que había encontrado revolviendo en los montones de desperdicios humeantes, rodeado de gaviotas que le disputaban los hallazgos. El vertedero también era uno de sus puntos de encuentro: tenía amigos allí. El otro era la iglesia. La pobreza que había sufrido durante su infancia le dejó una especie de enfermedad persistente que lo acompañó toda la vida y le proporcionó un constante sentimiento de gratitud por estar vivo.

Madre era indescifrable y enigmática, y en algunos momentos, ininteligible, como una deidad iracunda. Insegura de su poder, era impaciente y demandante, y daba constantes muestras de una crueldad que parecía proceder de otro siglo, de otra cultura, y que no se terminaba de satisfacer nunca, todo lo cual la convertía en una obstinada aguafiestas. Las contradicciones de madre, sus cambios de humor, sus injusticias, su deslealtad y su imperturbable favoritismo hacían que fuera distinta para cada uno de nosotros; cada uno trataba con su propia versión de ella, cada uno tenía una madre distinta, o la traducía, como estoy haciendo yo ahora, a su propio y particular idioma. Fred podría leer este libro y decir: «¿Quién es esta mujer?». Franny o Rose pondrían pegas. Hubby podría gruñir: «Eres imbécil». Gilbert no conoció a la mujer que me crio a mí. Pero Floyd, el otro escritor de la familia, tiene más que una vaga idea de lo que hablo, y a veces, cuando hablábamos, levantaba el puño y decía:

—¡Las Furias! ¡Las traiciones! ¡El canibalismo! ¡Es la casa de Atreo!

Las historias y las confidencias de madre variaban según el niño con quien estuviera hablando. Yo tendría que haberlo supuesto desde muy pronto, porque solía vernos de uno en uno. Nos animaba a que la visitáramos por separado e insinuaba que le encantaba que le lleváramos regalos sorpresa. Pero el teléfono era su medio de comunicación

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