La ladrona de vestidos

Natalie Meg Evans

Fragmento

1

París, 1937

La hija de Mathilda salió del edificio de la Continental Telephone Exchange ataviada con un traje verde hiedra cuya sobriedad contrastaba con su juventud.

Un sombrero inclinado y zapatos negros acharolados le daban aires de muchacha con posibles, igual que las medias de seda que le acentuaban la delgadez de las pantorrillas y los tobillos. Llevaba un bolso negro y guantes a juego. Mientras caminaba con brío por la rue du Louvre, las miradas de admiración de los demás transeúntes se topaban con ella…, junto con más de una sonrisa incitadora.

Alix Gower se obligaba a no reaccionar. Dieciocho meses en esa ciudad le habían enseñado que «la mujer estilosa nunca devuelve la sonrisa». Las parisiennes, frías como el témpano, aceptaban las muestras de admiración como algo natural. Estaba aprendiendo a imitar a esas mujeres, a evitar las meteduras de pata que daban demasiadas pistas acerca de las raíces humildes de una persona. Las suyas estaban en Londres, donde había vivido los primeros dieciocho años de su vida.

Su padre también era londinense, un obrero que había sobrevivido a la guerra pero sucumbido ante la tuberculosis. Su madre era judía alsaciana. Disputada durante siglos entre Francia y Alemania, Alsacia era hogar de gente fatalista. Hogar de refugiados. Aunque no había llegado a conocer a su madre, Alix había heredado de ella el ingenio del fugitivo. Ahora mismo, se escabullía de un turno de trabajo pegada a la centralita de la compañía telefónica. Tenía que hacer un recado por el que podría terminar en comisaría, pero lo llevaría a cabo con el aplomo de una debutante camino del bar del Ritz.

Al llegar a la rue Saint-Honoré aminoró el paso. Le encantaba el exclusivo 1er arrondissement de París, y aunque ya eran las cinco menos cuarto y todavía le quedaba un buen trecho que recorrer, se fue parando en todos los escaparates por los que pasaba. La ropa no era lo único que la atraía. Admiraba las entradas de los hoteles con sus porteros uniformados, los arbolitos en los maceteros, las jardineras con flores. Las pastelerías con sus bandejas relucientes. Había llegado a París hacía dieciocho meses y la explosión de percepciones de la ciudad había despertado sus sentidos.

Había una tienda en la rue Saint-Honoré a la que nunca podía resistirse. Zollinger era un paraíso de bombones artesanos, pirámides de bombones coronados con hojitas doradas y flores glaseadas. Sus favoritos eran los de crema de violeta; habían sido también los favoritos de su madre y eso bastaba para hacerlos apetecibles.

Todo lo que Alix sabía sobre su madre le había llegado de oídas, de modo que acumulaba los datos, sin preocuparse mucho por si eran ciertos o no. Sabía con seguridad que Mathilda se había mudado a Londres a los nueve años y había dejado el colegio a los catorce para entrar a trabajar en un centro comercial, porque tenía los certificados de la escuela, donde indicaba cuándo había llegado y cuándo había dejado los estudios su madre. Y también sabía que Mathilda había trabajado de enfermera durante la guerra. Había una fotografía y un manual para enfermeras que lo demostraban. Aparte de eso, Alix creía que Mathilda había tenido una cintura de avispa, porque había heredado un ajado delantal de enfermera cuyo cinturón describía una circunferencia imposible. Los mensajes y las flores secas que la abuela de Alix guardaba en una caja demostraban que decenas de personas habían asistido al funeral de Mathilda en 1916. Y tenía la fotografía de la boda de sus padres, una instantánea llena de alegría y esperanza. Alix se inventaba el resto. Su abuela, que podría haber dado consistencia a la estructura enclenque de esa historia, había decidido no hacerlo.

Alix contó los francos que llevaba en el monedero y entró en Zollinger. Salió increíblemente más tarde con un paquetito diminuto. Miró la hora. Las cinco y cinco. Saint-Honoré era una avenida larga y tenía que llegar a la todavía más exclusiva rue du Faubourg Saint-Honoré. En una de las tiendas había expuesto un objeto de un valor extraordinario, y, si no se daba prisa, podían retirarlo del escaparate. O venderlo.

Había pagado cara la libertad de esa tarde. «Mémé, quiero decir, mi abuela, se ha torcido el tobillo y tiene que ir al médico —le había dicho a mademoiselle Boussac, su supervisora—. ¿Podría salir antes para acompañarla?» Detrás de la espalda, unos dedos tensos delataban la mentira, aunque la supervisora solo vio a una chica modesta de pelo moreno con los ojos clavados en el suelo. Una chica que no aparentaba los veinte años que tenía, pues parecía mucho más joven, pero que vestía como una modelo de una casa de moda y que hacía bien su trabajo. Que poseía un dominio del inglés que la compañía telefónica necesitaba.

—Si me dice que no, lo entenderé…

Alix levantó los ojos negro azabache, que debían de transmitir auténtica desesperación, porque mademoiselle Boussac suspiró y dijo:

—De acuerdo…

Alix podía terminar antes el turno, pero no le pagarían el tiempo que dejase de trabajar y ese tipo de ausencias no podía convertirse en una costumbre.

—La empresa no puede hacerse cargo de todas las enfermedades familiares. Si llega un día en que no podemos confiar en usted, no nos costará mucho cubrir su puesto con otra persona.

A Alix esas palabras le sonaron a música celestial. Ojalá llegase al trabajo un día y se encontrara con que había otra persona en su puesto. El recado de ese día formaba parte de un plan. Un paso hacia un futuro en el que entraba un piso en una calle peatonal arbolada y la libre expresión de sus ambiciones. Esas ambiciones se le habían adelantado. La esperaban en el número 24 de la rue du Faubourg Saint-Honoré.

—¡No!

Alix plantó el pie en el suelo con rabia. Acababa de llegar al número 24 de la calle. A Hermès, los artesanos de la seda y la piel. El objeto por el que había mentido y sacrificado un sueldo muy valioso estaba donde confiaba que estuviera (en el escaparate), pero enroscado alrededor de las asas de un bolso que a su vez se hallaba apoyado en una silla de montar rematada con delicados pespuntes. Necesitaba verlo extendido.

Lo que tenía que ver era un cuadrado de seda, el primer pañuelo que había salido de la nueva fábrica de Hermès de Lyon. Bueno, por lo que podía apreciar a simple vista, predominaba el color blanco y las costuras de los bordes estaban cosidas a mano. Tenía un estampado de arbolitos, o tal vez fueran arbustos, ruedas y cabezas de caballo, y lo que parecía un hombre con peluca. Repasó de arriba abajo su atuendo. ¿Se atrevería a entrar para pedir que se lo enseñaran?

Su traje les daba mil vueltas a los harapos que llevaban sus compañeras de trabajo, pero no estaba a la altura de los estándares del Faubourg Saint-Honoré. ¿Qué ocurriría si la dependienta le echaba un vistazo y le negaba la entrada? ¿O si adivinaba sus intenciones?

No pasaría eso, se convenció. No era delito querer ver algo nuevo y hermoso. La revista Marie Claire, recién llegada a los quioscos ese mes, insistía en que «la confianza nace de dentro». Pero, claro, lo mismo pasaba con la inseguridad y la indigestión.

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