Unorthodox

Deborah Feldman

Fragmento

cap-2

Prólogo

En la víspera de mi vigésimo cuarto cumpleaños entrevisté a mi madre. Quedamos en un restaurante vegetariano de Manhattan, uno que se anuncia como ecológico y de proximidad; a pesar de mi reciente afición por el cerdo y el marisco, me decanto por la sencillez que ofrecen esos platos. Con sus grandes ojos azules y el cabello rubio y desaliñado, el camarero que nos sirve tiene un notorio aspecto gentil. Nos trata como si perteneciéramos a la realeza, porque nos encontramos en el Upper East Side y estamos dispuestas a aflojar cien dólares por una comida que consistirá básicamente en verduras. Me resulta irónico que no sepa que ambas somos intrusas, que crea adivinar al instante la vida que llevamos. Jamás imaginé que algo así llegaría a ocurrir.

Antes de encontrarnos, le dije a mi madre que quería hacerle algunas preguntas. Aunque hemos pasado más tiempo juntas durante este último año que en toda mi adolescencia, hasta el momento casi siempre había evitado hablar del pasado. Tal vez prefería mantenerme en la ignorancia. Quizá no deseaba descubrir que toda la información que me habían dado sobre mi madre no era cierta, o puede que no quisiera aceptar lo contrario. Aun así, publicar la historia de mi vida exige una honestidad absoluta, y no solo por mi parte.

Hoy hace justo un año que abandoné la comunidad jasídica para siempre. Tengo veinticuatro, aún me queda toda la vida por delante, y ante mi hijo se abre un futuro lleno de posibilidades. Tengo la sensación de haber llegado a la línea de salida de una carrera justo a tiempo de oír el pistoletazo que dará inicio a la competición. Cuando miro a mi madre, sé que debe de haber similitudes entre ambas, pero las diferencias se me antojan mucho más evidentes. Ella era mayor que yo cuando se fue, y no me llevó consigo. Su trayectoria habla más de la lucha por la búsqueda de la seguridad que de la felicidad. Nuestros sueños se ciernen sobre nosotras como nubes, pero los míos me parecen mayores y más esponjosos que sus jirones de cirros en lo alto de un cielo invernal.

Desde que tengo memoria, siempre lo he querido todo de la vida, todo lo que pudiera concederme, un deseo que me aparta de quienes están dispuestos a conformarse con menos. No entiendo cómo se puede desear menos, cómo se puede albergar ambiciones limitadas y ridículas cuando las posibilidades son infinitas. No conozco a mi madre lo suficiente para comprender a qué aspira; por lo que sé, considera que tiene grandes e importantes sueños, y eso es algo que debo respetar. A pesar de nuestras diferencias, es innegable que tenemos ciertos puntos en común, como la decisión que ambas tomamos para mejor.

Mi madre nació y creció en una comunidad de judíos alemanes de Gran Bretaña. Si bien se trataba de una familia religiosa, no eran jasidíes. Hija de una pareja divorciada, se describe en aquella época como una joven atribulada, torpe e infeliz. Según me cuenta, sus posibilidades de casarse, y ya no digamos de casarse bien, eran escasas. El camarero deja un plato de palitos de polenta crujientes y judías negras delante de ella, que enseguida coge uno.

Cuando se presentó la oportunidad de casarse con mi padre, aquello le pareció un sueño, dice entre bocado y bocado. Mi padre pertenecía a una familia acomodada que estaba desesperada por casarlo, y había varios hermanos esperando a que se comprometiera para poder emprender sus propias vidas. Tenía veinticuatro años, inconcebiblemente mayor para ser un buen chico judío, demasiado mayor para seguir soltero. Cuantos más años cumplen, menores son las posibilidades de casarse. Rachel, mi madre, era su última oportunidad.

Mi madre recuerda que su propia familia estaba encantada. ¡Iría a Estados Unidos! Les ofrecían un bonito apartamento, totalmente nuevo y amueblado. Se prestaron a correr con todos los gastos. Mi madre recibiría ropa de calidad y joyas, y había una multitud de cuñadas que estaban ansiosas por entablar amistad con ella.

—Entonces ¿te trataron bien? —pregunto refiriéndome a mis tías y tíos, a quienes recuerdo tratándome casi siempre con desdén por motivos que nunca llegué a comprender.

—Al principio, sí —contesta—. Era el juguete nuevo recién llegado de Inglaterra, imagínate. La chica flaca y bonita de acento gracioso.

Ella los salvó a todos, a los más jóvenes: por fin se libraban del destino de envejecer solteros. Al principio se sintieron agradecidos de ver a su hermano casado.

—Hice de él un mensh[1] —asegura mi madre—. Procuraba que siempre fuera limpio y aseado. No sabía cuidar de sí mismo, así que me ocupé yo. Conseguí que tuviera un aspecto presentable, ya no hubo motivo para que volvieran a avergonzarse de él.

Lo único que recuerdo sentir por mi padre es vergüenza. Siempre iba sucio y desaliñado, y se comportaba de manera infantil e inapropiada.

—¿Qué piensas de él en estos momentos? —pregunto—. ¿Qué crees que le pasa?

—Pues no lo sé, supongo que siempre ha sido muy fantasioso. No está bien de la cabeza.

—¿De verdad? ¿Dirías que es solo eso? ¿No crees que es retrasado mental sin más?

—Bueno, una vez fue a ver a un psiquiatra, después de que nos casáramos, y el hombre me dijo que estaba bastante seguro de que tu padre tenía algún tipo de trastorno de personalidad, pero que no había manera de saberlo porque se negaba a cooperar, no quería hacerse más pruebas, y nunca volvió a la consulta.

—En fin, no sé... —digo con aire pensativo—. La tía Chaya me dijo una vez que de pequeño le diagnosticaron un pequeño retraso. Según ella, tenía un cociente intelectual de sesenta y seis. Tampoco se podría haber hecho mucho más.

—Ni siquiera lo intentaron —insiste mi madre—. Podrían haberlo puesto en tratamiento.

Asiento.

—Así que, al principio, te trataron bien. ¿Qué pasó después?

Recuerdo que mis tías hablaban de mi madre a sus espaldas y decían cosas horribles de ella.

—Bueno, tras la efusividad del primer momento, empezaron a ignorarme. Hacían cosas y no contaban conmigo. Me trataban con desdén porque procedía de una familia humilde, y ellos, en cambio, se habían casado bien, tenían dinero ya de antes y llevaban vidas muy distintas. Tu padre no tenía trabajo, igual que yo, así que dependíamos de tu abuelo, un hombre tacaño que te daba lo justo para comprar comida. Tu zeide era muy listo, pero no entendía a la gente. Había perdido el contacto con la realidad.

Todavía me molesta un poco cuando alguien habla mal de mi familia, me siento obligada a defenderla.

—Tu bube, en cambio, me respetaba, de eso me daba cuenta. Nadie le hacía caso, y te aseguro que era más inteligente y tenía una mentalidad mucho más abierta de lo que todos creían.

—¡En eso estamos de acuerdo! —Me llena de alegría descubrir que tenemos algo en común: un miembro de la familia al que vemos de la misma manera—. A mí también me trataba así, me respetaba, aunque todo el mundo pensara que yo era problemática.

—Ya, bueno... Pero la mujer era un cero a la izquierda.

—Eso es verdad.

En resumidas cuentas: mi madre no tenía nada a lo que aferrarse. Ni marido, ni familia, ni hogar. En la universidad sería alguien, tendría un propósito, una meta. Te marchas cuando no te queda nada por lo que quedarte, vas a

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