Parménides

Fragmento

Capítulo 1

1

Ésta es la historia triste y fatal del escritor Perinola, que vivió a comienzos del siglo quinto antes de Cristo en una colonia griega de la costa italiana del sur. Cuando empezó la historia, aunque ya estaba empezando a dejar de ser joven, era un escritor joven, una «promesa» como suele decirse; no había gran cosa en la que basar la promesa, pero con poco alcanza, y hasta con nada, si lo que se promete es algo tan inverificable como la poesía. En realidad no había escrito casi nada, y lo habían leído menos, pero eso no significaba que la consideración (un tanto ambigua, además) en que lo tenía un puñado de entendidos o supuestos entendidos en poesía careciera de todo fundamento. A veces se dan casos de adivinación social, que suelen entrar en la categoría de profecías autocumplidas. Eso puede deberse a que son tan escasos los escritores buenos que cuando aparece uno, entre mil malos, casi no necesita escribir para que alguien se dé cuenta. Y además está el hecho de que las falsas adivinaciones o las promesas que no se cumplen no se toman en cuenta.

Por minúsculo que fuera este círculo de entendidos, bastó para poner en marcha la historia, pues tuvo que ser alguno de sus miembros el que hiciera llegar, directa o indirectamente, el nombre de Perinola a un prominente jerarca, cuando éste necesitaba los servicios de un escritor, o amanuense, o secretario (no lo tenía muy claro, y no llegó a tenerlo nunca). Este personaje, que se llamaba Parménides, debió de confiar en su informante, porque lo mandó llamar y le ofreció sin más el trabajo, que Perinola, tras una breve vacilación más formal que real, aceptó. Hubo poca reflexión tanto en la oferta como en la aceptación; podría decirse que ambas se hicieron a ciegas. Es cierto que en ese momento preliminar había poca materia para la reflexión. Al joven escritor la decisión le cambió la vida, y no tuvo motivos para arrepentirse de haberla tomado. De todos modos, su vida no cambió tanto como para dejar de ser una vida de escritor. Pero siempre es difícil decir en qué consisten los cambios que sufre la propia vida. Él siguió considerando el «episodio Parménides» como algo marginal a sus intereses profundos, durante los diez años que duró. Pero a la vez, misteriosamente, fue central.

El primer encuentro, en el que se conocieron, tuvo lugar en los augustos salones de la Judicatura. Perinola conocía el edificio de afuera, era parte del paisaje que veía cotidianamente, pero nunca había traspuesto sus pórticos encolumnados, ni había pensado en hacerlo, y en realidad nunca había tenido ningún interés en lo que sucedía adentro; ni siquiera su imaginación, muy proclive como la de todo poeta a internarse en territorios no hollados, había cruzado el umbral de las moradas del Poder, seguramente por no figurar en sus planes ningún tipo de contacto con ese mundo. Sin embargo, alguna elucubración subliminal debía de haber hecho, pues lo que encontró al entrar lo decepcionó, y la decepción no podía obedecer más que a una expectativa previa. Había mucho mármol, mucho bronce, mucho espacio, pero todo de mal gusto y hasta mezquino. No sabía bien con qué lo estaba comparando. ¿Con los palacios inexistentes de los dioses? ¿Con la Naturaleza? De cualquier modo, fueron impresiones fugaces, de salas vacías con altares adefesios y columnatas mal calculadas y corredores inútiles que atravesaba siguiendo a un esclavo corpulento que lo había esperado en la puerta y lo conducía al sanctasanctórum de su amo. Con el tiempo, Perinola llegaría a conocer bien el sitio, lo mismo que las casas de Parménides, y todo ese ambiente dejaría de tener secretos para él. Entonces, paradójicamente, a la vez que se humanizaría a sus ojos, recuperaría el fasto y la elegancia que había tenido en su fantasía, sin que él lo supiera, el mundo de los ricos y poderosos.

Como le había dicho el esclavo, Parménides lo esperaba. No tuvo que hacer antesala. Era un hombre joven, no debía de llegar a los cuarenta años (Perinola tenía veintinueve), alto y bastante majestuoso, apuesto, con una gran nariz. Algo en el aire indicaba que realmente lo estaba esperando, y hasta con cierta ansiedad. El saludo y la invitación a sentarse lo mostraron un tanto intimidado, como podía esperarse de un personaje de alcurnia recibiendo a un inferior que le era desconocido. Quizá temía mostrarse condescendiente.

Lo primero que le dijo fue que él no entendía nada de poesía, ni estaba al tanto de quiénes la practicaban en la actualidad, motivo por el cual había mandado hacer una somera investigación de la que surgieron dos nombres, que oía por primera vez, tanto uno como el otro. Uno de esos nombres era el de Perinola… Con lo cual quedaba explicado este encuentro. Por el corazón de su joven interlocutor pasó un sentimiento vagamente contradictorio. Debía sentirse halagado de que su nombre lo recomendara, pero al mismo tiempo sentía que la explicación, por innecesaria, lo devaluaba un poco. Si este personaje necesitaba a alguien que lo ayudara en un trabajo intelectual, fuera cual fuera, convocaba a un poeta de cierto prestigio y le ofrecía el empleo. ¿Qué más se necesitaba decir? El relato que acababa de hacerle no significaba nada sino que la fama de Perinola no había llegado a las altas esferas, o, en el mejor de los casos, que en la eminente esfera a la que pertenecía Parménides no se interesaban por la literatura, presumiblemente por considerarla una actividad inútil o intrascendente. Pero quizá era hilar demasiado fino; la declaración de ignorancia de Parménides no debía de tener más intención que poner las cosas en claro, iniciar la relación sin puntos oscuros por menores que fueran, y de paso dejar sentada su posición del que no sabe frente al que sabe. Esa honestidad le gustaba, aunque debió hacer un pequeño esfuerzo para que le gustara en esta ocasión.

Acto seguido hubo un pequeño exceso suplementario de honestidad. Sin que se lo preguntara (se había limitado a asentir, con una sonrisita), Parménides le dijo que el otro nombre que le habían dado era el de Zenón. Otro cabezazo de Perinola, como diciendo «sé quién es». Y había mandado a llamar primero a Zenón. Aclaró que lo había hecho sólo porque era el primero en la lista, y lo era por puro azar. Repitió que los dos nombres le eran desconocidos, y tanto le daba uno como el otro. Pero a Zenón no lo habían podido encontrar. En efecto, Perinola sabía que su colega estaba de viaje.

Esta vez su corazón fue menos generoso con la disculpa. De pronto la ignorancia de Parménides, y la de los informantes en los que confiaba, le mostraba su cara difamatoria. Ponerlo a él en la misma lista, de igual a igual, con un seudopoeta como Zenón transformaba la ignorancia en indiferencia, o directamente en desdén. Siendo así, lo sorprendente era que incluyeran el nombre de Perinola. Hasta ahora había creído que bastaba tener el más somero conocimiento literario para hacer una distinción tajante entre el fraude y el artículo genuino. Zenón no aspiraba siquiera a lo genuino, que, debía saberlo bien, no le aportaría ni fama ni dinero. Y explotando la ignorancia general, había logrado cierta fama, una popularidad de la que Perinola estaba lejos. Pero Parménides tampoco había oído antes el nombre de Zenón, lo que en cierto modo era tranquilizador porque indicaba que todo en la literatura le resultaba ajeno, no sólo la literatura misma sino también sus simulacros sociales. Con todo, era triste comprobar una vez más que nadie entendía nada, que a nadie le importaba entender nada.

La herida narcisística que esto le infligía quedó reducida a un mero rasguño al lado de una nebulosa sensación de amenaza. Pues a ese mundo extraño, que no reconocía las reglas básicas con las que funcionaba su mundo, el de las letras, estaba a punto de entrar, o estaba entrando, y entrar a un mundo desconocido tenía sus riesgos. Por lo pronto, lo que le pidiera este hombre, fuera lo que fuera, podía estar muy lejos de sus capacidades específicas si tanto él como Zenón podían hacerlo. Pero lo tranquilizaba la convicción, tan profunda que no necesitaba ponerla en palabras, de que si podía hacer lo genuino también podía hacer el simulacro, o inclusive que podía hacer las dos cosas a la vez.

De cualquier modo, los preliminares habían quedado atrás. Parménides entró en materia de inmediato, por el hábito de gobierno de no perder un tiempo valioso. Necesitaba ayuda profesional para escribir un libro. ¿Qué libro? No lo dijo. Lo dejó para más adelante. Dijo que nunca había escrito, pero su actividad legislativa, médica, religiosa, social, lo había provisto de conocimientos de la más diversa índole, conocimientos que, ahora que había llegado a la edad de la madurez, se conjugaban en una visión general del mundo, en una ciencia coordinada de los seres y fenómenos. Ese mensaje, tuviera poco o mucho valor (aquí insinuó que la modestia, y sólo la modestia, lo obligaba a creer que era poco), no debía perderse, y el único modo de que no se perdiera era someterlo a un proceso de escritura. Pero no sabía escribir. O sí sabía. No sabía si sabía o no sabía. Nunca lo había hecho. Los cargos, las responsabilidades, la carrera de los honores emprendida en la primera juventud y desarrollada sin pausas, le habían restado tiempo para la tarea reflexiva y solitaria de escribir, por la que siempre se había sentido atraído. No lo lamentaba demasiado, en primer lugar porque no era demasiado tarde, y su decisión de recuperar el tiempo perdido era firme, y en segundo lugar porque ese afán en los negocios públicos que le había impedido escribir le había dado la rica y variada experiencia que sería el firme cimiento de lo que escribiera.

Este último razonamiento le sonó bastante dudoso a Perinola. Quedaba implícito en él que aprender a escribir era un trámite sucinto y apenas utilitario. Sonaba a eso, precisamente, a un razonamiento, con todo lo hueco y ficticio que tienen los razonamientos que se hacen en el aire, y convencen y autoconvencen, pero resbalan sobre la realidad sin hacer pie. Si indicaba un rasgo psicológico de Parménides, desmentía clamorosamente su encarecimiento de la experiencia como maestra y guía.

No dijo nada, empero, porque un fogonazo de astucia, tan raro en él, le susurró que sería malo para el negocio, si es que había negocio. Además, no era preciso decir nada. Parménides seguía hablando, con exuberancia y energía en aumento, como si el sonido de su propia voz le diera ánimo, ideas, convicción. Parecía estar inventándose como personaje, un personaje nuevo que le gustaba y le exigía más precisiones, más matices, más verosimilitud.

Ya estaba embalado en el «qué», después de terminar con el «cómo». Lo que quería escribir era un libro, por supuesto, ¿qué otra cosa podía ser? Ya lo tenía todo pensado, y más que eso, lo tenía «escrito» en el pensamiento, tanto le había estado dando vueltas en la cabeza. No pasaba día en que no se le ocurriera algo, no había casi hora del día en la que no asomara a su conciencia el anhelado proyecto, siempre con luces más nítidas, más urgentes. Y siempre, invariablemente, lo interrumpía algún asunto del momento, alguna decisión que tomar, alguna distracción. Las cosas no podían seguir así. Había llegado el momento de poner en negro sobre blanco, definitivamente, esos pensamientos. Entre otras cosas porque se daba cuenta de que si seguía jugando con sus ideas sin fijarlas, iban a empezar a mezclársele, a superponerse, a superarse. Y al decir que «había llegado el momento» estaba respondiendo al «cuándo», con lo que debía volver al «cómo». Ahí intervenía Perinola, con su saber profesional o técnico respecto de cuestiones de versificación y escritura en general.

Perinola, que hasta entonces se había limitado a asentir con gestos o con algún balbuceo, le hizo una pregunta: ¿su trabajo sería el de mentor literario en general, o el de colaborador en la redacción de este libro? O, en otras palabra

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