El vuelo de jabirú

Elizabeth Haran

Fragmento

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Contenido

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Este libro está dedicado a Michelle Horan, que a pesar de su valiente lucha perdió la batalla contra el cáncer el 10 de febrero de 2013. Michelle era una persona amable, considerada y verdaderamente altruista; devota y tierna madre de Michaela, una leal compañera para Harry, una cariñosa hija y hermana, y una amiga muy especial para mí.

Michelle, Dios necesitaba otro ángel y te eligió a ti. Te ha llevado antes de lo que queríamos, pero siempre estarás en nuestros corazones y jamás te olvidaremos. Guardaré como un tesoro los muchos años de nuestra amistad y encontraré consuelo sabiendo que cuando me una a los ángeles, estarás allí para enseñarme a utilizar mis alas.

También quiero dar las gracias a mi hermana, Kate Mezera, por reunirse conmigo en Darwin para la documentación de este libro. Era la primera vez en muchos, muchos años, que pasábamos un tiempo juntas, solas ella y yo, de manera que fue algo muy especial.

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Newmarket, condado de Suffolk,
Inglaterra, marzo de 1941

—¡Ahí estás, padre! —exclamó Lara, asomada a la puerta de una cuadra. Sabía que su tono era irritado, pero es que le había hecho falta más valor del que esperaba para estar donde estaba ahora. El olor a caballo caliente, heno fresco, jabón para monturas y cuero lubricado evocaban difíciles recuerdos de su infancia, unos recuerdos que creía bien enterrados en el último rincón de su mente.

Los establos y los caballos eran el mundo de su padre, pero también un inquietante recordatorio de cómo había perdido a su madre. Lara tenía que repetirse continuamente que estaba allí por una buena causa.

Solo veía la parte superior de la cabeza de su padre. El resto del cuerpo quedaba oculto detrás de un caballo grande, pero aquella mata de rizos castaños era inconfundible. De hecho llevaba una semana entera dándole la lata todas las mañanas para que se cortara el pelo, que le crecía muy deprisa y era indomeñable. Pero Walter Penrose se limitaba a bromear diciendo que a los caballos de los que se ocupaba no les importaba su aspecto. Y la verdad era que a él tampoco. Nunca había sido vanidoso.

Lara Penrose, maestra de cuarto de primaria en la escuela elemental Newmarket, había buscado en casi todos los treinta establos del terreno de polo, para acabar desesperada pensando que no iba a encontrar a su padre. Con su escasa estatura de un metro cincuenta y siete, ya le costaba ver por encima de las puertas de las cuadras, y mucho menos atisbar a cualquiera que hubiera dentro.

Walter Penrose estaba detrás de un caballo de polo pinto gris, ligeramente agachado y con la cabeza baja, puesto que comprobaba si el estribo estaba bien ajustado. Al oír la voz familiar miró por encima de la cruz del animal y parpadeó sorprendido.

—¡Lara! —exclamó, enderezándose—. ¿Qué estás haciendo aquí? —Era el último sitio en el que hubiera esperado encontrarse a su hija, que casi nunca iba a verlo a los establos de los que era encargado desde hacía casi diez años. Nunca le había entusiasmado el polo.

—Te estaba buscando. Bueno, no es del todo cierto. Estaba buscando a Harrison Hornsby y pensaba que estaría contigo. —El caballo lanzó la cabeza hacia la puerta, sobresaltando a Lara, que retrocedió asustada.

—Eeeh, tranquilo, Eco —lo calmó Walter con facilidad. Sabía lo que sentía Lara hacia los caballos, y por qué—. No pasa nada, Lara. Eco no te va a hacer daño.

—¡Agh! —exclamó ella, arrugando su nariz respingona—. ¡He pisado caca de caballo! Me he pasado seis meses ahorrando cupones para comprarme estas botas y las estrenaba hoy. ¿Dónde está el mozo de cuadras? Debería haber limpiado esta porquería.

—No deberías estar aquí, Lara —susurró Walter, mientras movía a Eco al fondo de la cuadra. A continuación abrió la puerta y metió a su hija dentro, confiando en que no la hubiera visto lord Roy Hornsby. Su patrón tenía muy mal genio—. En los establos solo se permite la entrada de personas autorizadas, Lara —añadió en voz baja—. Hace años que lo sabes. Es decir, yo, los dueños de los animales, los jugadores de polo, los mozos de cuadra y los cuidadores de caballos de carreras...

—Sí, sí, ya sé quiénes están en la lista de personas autorizadas, padre —replicó Lara en un agitado susurro. Omitió mencionar que ya la había detenido antes un cuidador de no más de quince años para decirle eso mismo.

—Algunos cuidadores son chicas, pero tú difícilmente ibas a pasar por una de ellas así vestida —señaló Walter.

—¡Desde luego, eso espero! —exclamó ella, tirando del faldón de su chaqueta de sastre—. Aunque ya casi tiene tres años, este traje cuesta el equivalente a dos semanas de salario. El sombrero solo se ha llevado unas cuantas veces, así que lo considero casi nuevo —añadió con petulancia—. Y desde luego no me hace la más mínima gracia haberme manchado de barro las botas.

—Es lo normal en un establo, Lara —replicó Walter con paciencia—. Nadie se pone elegante para ir a un establo, y menos si no quiere mancharse.

A pesar de que había una guerra, y Londres y otras ciudades sufrían inclementes bombardeos, Lara hacía todo lo posible por ir bien vestida. Y aquel día no era una excepción. Su falda de lana hasta la pantorrilla y la chaqueta cruzada a juego, hasta la cadera, eran de un azul dos tonos más oscuro que el de sus ojos. Las botas de cuero negras, a la altura de la rodilla, también hacían juego con los suavísimos guantes de piel. Se adornaba la cabeza con un distinguido sombrero cloche de terciopelo azul oscuro, bajo el que aparecían unos rizos rubios que caían alrededor de un cuello ribeteado con piel sintética. Era un domingo oscuro y horriblemente frío, y el aire helado le había dejado las mejillas encendidas. Con unos ojos tan azules, su pelo rubio dorado, el cutis tan blanco y su habitual sonrisa deslumbrante, Lara era un cálido rayo de sol cualquier día gris.

A Walter siempre le había resultado imposible estar enfadado más de un minuto con su única hija. De hecho

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