El maestro de almas

Irène Némirovsky

Fragmento

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1

—¡Necesito dinero!

—Le he dicho que no.

Dario se esforzaba en vano por mantener la calma. En momentos de emoción, su voz sonaba estridente. Gesticulaba. Tenía el tipo levantino, un aire inquieto y ávido de lobo, unos rasgos diferentes de los de allí, un rostro que parecía modelado a toda prisa por una mano febril.

—¡Usted presta dinero, lo sé! —gritó furioso.

Todos se negaban cuando les rogaba humildemente. Había que usar otro tono. ¡Paciencia! Alternaría el empleo de la astucia con el de la amenaza. No retrocedería ante nada. Mendigaría o le arrancaría el dinero por la fuerza a aquella vieja usurera. Su esposa y su hijo recién nacido sólo contaban con él, Dario, para alimentarlos.

La mujer encogió sus anchos hombros.

—¡Presto con garantías, sí! ¿Qué puede ofrecerme?

¡Ah, eso estaba mejor! Había hecho bien en insistir. A veces, la persona a quien se pide responde «no», pero sus ojos dicen «sí». Sigue. Ofrece un servicio, un favor, una contrapartida. No me ruegues, es inútil. Compra. Pero ¿qué podía ofrecerle? Allí no había nada que fuera suyo. Aquella mujer era su casera; desde hacía cuatro meses, Dario ocupaba un piso vacío en el hotelito que la anciana había transformado en casa de huéspedes para emigrantes.

—¿Quién no necesita dinero? —añadió ella—. Corren tiempos difíciles.

Se abanicaba. Llevaba un vestido rosa. Su cara enrojecida y gruesa permanecía impasible. «¡Mamarracho!», pensó Dario. La mujer hizo ademán de levantarse. Él se precipitó hacia ella.

—¡No! ¡Espere! ¡No se vaya!

¿Qué más podía hacer? ¿Suplicar? ¡Inútil! ¿Prometer? ¡Inútil! ¿Negociar? ¿Cómo? Ya lo había olvidado. En la escuela de Europa, él, Dario Asfar, joven levantino de los puertos y los tugurios, creía haber adquirido el sentido de la vergüenza y el honor. Ahora tenía que olvidar los quince años pasados en Francia, la cultura francesa, el título de médico francés arrancado con esfuerzo a Occidente, no como quien coge el regalo de una madre, sino como quien roba un trozo de pan a una extraña. ¡Inútiles melindres europeos! No le habían servido para comer. Tenía el estómago y los bolsillos vacíos y las suelas de los zapatos agujereadas, como cuando era joven, pero ahora estaba en Niza, en 1920, y contaba treinta y cinco años. Pensó con amargura que no sabía manejar aquellas armas nuevas, la dignidad y el orgullo, y que debía recurrir a la súplica y el chalaneo, a la probada y vieja sabiduría.

«Los demás van en manada, organizados, guiados —pensó—. Yo estoy solo. Cazo en solitario, para mi mujer y mi pequeño.»

—¿De qué voy a vivir? —exclamó—. No conozco a nadie en la ciudad. Ya hace cuatro meses que estoy en Niza. Lo he sacrificado todo para instalarme aquí. En París, la fortuna estaba a mi puerta. No tenía más que esperar. —Mentía, pero quería convencerla a toda costa—. Aquí, sólo curo a rusos. No conozco más que a emigrantes muertos de hambre. Ningún francés reclama mis servicios. Nadie confía en mí. Será mi cara, mi acento, yo qué sé... —Mientras hablaba, se pasaba la mano por el pelo azabache, las huesudas y morenas mejillas, los párpados de largas pestañas de mujer que ocultaban a medias unos ojos duros y brillantes—. La confianza no puede forzarse, Marta Alexandrovna. Usted es rusa; sabe lo que es vivir al margen. Tengo un título de médico francés, me he integrado en este país, he adquirido la nacionalidad francesa, pero me tratan como a un extranjero, y así me siento. Hay que esperar. Se lo repito: la confianza no puede forzarse; se solicita, se gana pacientemente. Pero entretanto hay que vivir. Le interesa ayudarme, Marta Alexandrovna. Soy su inquilino. Ya le debo dinero. Si me echa, me perderá de vista. ¿Y qué ganará con eso?

—Nosotros también somos unos pobres emigrantes —repuso ella suspirando—. Son tiempos duros, doctor... ¿Qué puedo hacer por usted? Nada.

—El lunes, cuando vuelva mi mujer, todavía débil y con una criatura recién nacida, ¿cómo los alimentaré, Marta Alexandrovna? ¿Qué será de ellos, Dios mío? Présteme cuatro mil francos, y pídame lo que quiera a cambio.

—Pero ¿qué garantía puede ofrecerme, desdichado? ¿Tiene acciones?

—No.

—¿Joyas?

—Nada. No tengo nada.

—Siempre me dan en prenda una joya, unos cubiertos de plata, unas pieles... Usted no es ingenuo, doctor; comprenda que no puedo ayudar a la gente a cambio de nada. Créame que lo siento. No he nacido para este oficio de prestamista. Soy la generala Muravin, pero ¿qué hacer cuando la vida te agarra de aquí? —dijo Marta Alexandrovna llevándose la mano a la garganta con un gesto que habría recibido aplausos en su juventud, cuando era una actriz de provincias, ya que el viejo general se había casado con ella cuando se hallaban en el exilio, tras reconocer al hijo que habían tenido juntos. La generala simuló agarrar un collar invisible alrededor de su blanco y grueso cuello—. ¡Todos nos ahogamos en la miseria, doctor, querido doctor! —añadió empleando la táctica habitual de la gente a quien se pide dinero y, para no darlo con mayor facilidad, dirige hacia sí misma la piedad de la que es capaz—. Yo trabajo como una esclava. Tengo que mantener al general, a mi hijo y a mi nuera. Todo el mundo viene a suplicarme ayuda, pero yo a nadie puedo pedírsela. —Cogió el pañuelo rosa de algodón que llevaba bajo el cinturón y se enjugó las comisuras de los ojos. Su rojo y grueso rostro, deteriorado por la edad, pero que en la línea de la pequeña nariz, fina y aguileña, y en la forma de los párpados todavía conservaba vestigios de una belleza perdida, quedó bañado en lágrimas—. No tengo el corazón de piedra, doctor.

«Llorando, me echará de aquí», se dijo Dario con desesperación.

Los pensamientos acudían a su mente envueltos en una ola de recuerdos. Cuando se decía «Nos echarán de aquí, tendremos que marcharnos, no encontraremos donde caernos muertos, no sabremos adónde ir...», las imágenes que surgían ante él eran producto no sólo de su imaginación, sino también de su cuerpo, que había pasado frío, de sus ojos, irritados por el cansancio tras una larga noche de vagabundeo. No era la primera vez que no sabía dónde dormir, que erraba por las calles, que lo echaban de los hoteles. Pero ahora eso, que le había parecido normal en la infancia, en la adolescencia, en los primeros y miserables años de estudiante, se le antojaba una desgracia peor que la muerte. ¡Sí, Europa lo había malacostumbra

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