Perros que ladran en el sótano

Olga Merino

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Cita

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Segunda parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Agradecimientos

Sobre la autora

Créditos

Grupo Santillana

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Silencio en los sótanos; que todos los perros estén bien encadenados.

FRIEDRICH NIETZSCHE

 

Esos perros salvajes ocultos en el sótano, ellos también ladran reclamando ser libres. Escuche, ¿no los oye?

IRVIN D. YALOM

 

Que la vida iba en serio

uno lo empieza a comprender más tarde.

JAIME GIL DE BIEDMA

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Primera parte

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1.

 

«Tengo el olfato fino de un perdiguero», pensó Anselmo Rodiles turbado por la estúpida coincidencia: estaba haciendo una sopa de letras bajo el epígrafe El Doctor y ya había encontrado tres palabras —quirófano, ungüento y tiña—, cuando sonó el teléfono para avisarle del percance.

—Parking Arapiles, dígame —pasaban diez minutos de las tres de la madrugada cuando Anselmo descolgó el auricular en el despacho del encargado.

—Tu padre, ¿me oyes?, tu padre. Se lo han llevado al Doce de Octubre.

Los perros huelen la desgracia a kilómetros. Anselmo reconoció al instante la voz nasal de Consuelo, la vecina de abajo. Cuando le tocaba el turno de noche, en semanas alternas, Consuelo subía a la buhardilla y se acostaba en el sofá del comedor. El viejo ya no podía quedarse solo.

—Oí un ruido y di un respingo. Me lo encontré en el suelo lloriqueando.

—Es mejor amarrarle las piernas a los barrotes de la cama —Anselmo habría querido tragarse la frase en cuanto hubo pronunciado la última sílaba.

—Se conoce que el pobre quiso levantarse a orinar...

Quiso levantarse a orinar aun cuando le ponían pañales por la noche, cortados por la mitad para ahorrar. Emilio todavía tensaba los hilos de la crueldad por puro capricho. Como entonces.

—Parece que se ha roto el fémur, la cabeza del fémur. Eso me han dicho los de la ambulancia, que tendrán que operarlo —Consuelo se atropellaba al hablar—. Han de hacerle radiografías.

—¿Les has dicho que toma el anticoagulante?

—Creo que sí. Ahora mismo no sé...

—No te preocupes, mujer, me acercaré al hospital en cuanto salga. Y tú trata de dormir un poco —Anselmo hizo una pausa y respiró hondo—. Te he dejado las tres mil pesetas en el mármol de la cocina.

En realidad, Consuelo, viuda y con una pensión miserable, había encontrado un billete de veinte euros debajo del cuenco de la sal. El dinero junto a la sal, para espantar a los demonios. Anselmo Rodiles no se acostumbra a la nueva moneda ni a que el grueso de su vida permanezca sepultado en otro siglo, en otro milenio.

Salió del despacho y se arrellanó en un sillón de orejas con el tapizado raído, uno de los tantos cachivaches que los vigilantes del parking habían recuperado de las basuras. A la entrada del garaje, arrumbados contra la pared sucia de rozaduras, se alinean varias sillas desparejas, un carrito camarera con periódicos atrasados, un armario metálico de lavabo y una maceta mustia. Trofeos de contenedor que atenúan la soledad áspera del hormigón.

Tenía la cabeza recalentada. La luz violeta de los fluorescentes envolvía el aparcamiento en una pátina de irrealidad, como si coches, extintores y

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