La mujer de un solo hombre

A.S.A. Harrison

Fragmento

9788415630753-4

1

ELLA

Principios de septiembre. Jodi Brett está en la cocina preparando la cena. Gracias a la planta abierta del piso y las ventanas del salón orientadas al este, tiene una vista panorámica del paisaje del lago y del cielo, de un azul uniforme a la luz del ocaso. El horizonte, una línea finamente trazada de azul más oscuro, parece al alcance de la mano. Ese arco delimitador hace que se sienta arropada. La sensación de contención es lo que más le gusta de vivir allí, en su nido del piso veintisiete.

Con cuarenta y cinco años, Jodi todavía se considera una mujer joven. No piensa en el futuro, sino que vive el presente, concentrada en el día a día. Da por hecho, sin habérselo planteado siquiera, que las cosas continuarán así siempre, de forma imperfecta y, sin embargo, completamente aceptable. Dicho de otro modo: ignora que está en el mejor momento de la vida, que su juvenil capacidad de recuperación (que los veinte años de matrimonio con Todd Gilbert han ido erosionando poco a poco) se acerca a una etapa final de desintegración, y que sus conceptos de quién es y cómo debería comportarse son menos estables de lo que cree, dado que bastarán unos pocos meses para que se convierta en una asesina.

Si se lo dijeran, no se lo creería. La palabra «asesinato» apenas existe en su vocabulario; es un concepto sin significado, del que se habla en las noticias y que atañe a personas a las que ella no conoce ni conocerá nunca. La violencia doméstica le parece particularmente inverosímil; no concibe que la fricción cotidiana en el marco familiar pueda alcanzar niveles tan graves. Esa incomprensión tiene sus motivos: Jodi no es idealista, cree que lo bueno siempre conlleva algo malo, no le gusta discutir y no se deja provocar fácilmente. Además, tiene un buen autocontrol.

El perro, un golden retriever de pelaje rubio y sedoso, permanece sentado a sus pies mientras ella trabaja con el cuchillo en la tabla de cortar. De vez en cuando le lanza una rodaja de zanahoria cruda, que el animal atrapa y tritura alegremente. Ese lanzamiento de hortalizas es un antiguo ritual que precede a la cena; el perro y Jodi lo practican desde que ella lo llevó a casa siendo un cachorro regordete para quitarle de la cabeza a Todd el anhelo de descendencia, que había surgido en él, casi de la noche a la mañana, cuando cumplió cuarenta años. Llamó Freud al perro previendo lo que iba a divertirse a costa de su tocayo, el misógino al que se había visto obligada a tomarse en serio en la universidad. Freud pedorreándose, Freud comiendo basura, Freud intentando morderse la cola. El perro es un buenazo y no le importa en absoluto que se rían de él.

Jodi se entrega de lleno a la tarea de cortar hortalizas y picar hierbas. Le encanta la intensidad de cocinar: la viveza de la llama del fogón, el reloj automático contando los minutos, la inmediatez del resultado. Es consciente del silencio que reina fuera de la cocina, y todo se concentra en el momento en que oirá la llave en la cerradura, un acontecimiento que ella espera con placer. Todavía tiene la sensación de que prepararle la cena a Todd es un gran acontecimiento; todavía se maravilla de que un giro del destino hiciera que se cruzaran sus vidas, una pura casualidad que no parecía favorecer una relación posterior, y mucho menos un futuro de comidas apetitosas, preparadas con cariño.

Sucedió una mañana lluviosa de primavera. Ocupada con sus estudios universitarios de Psicología, sirviendo mesas por la noche, agotada por el exceso de trabajo, Jodi se mudaba de casa. Iba conduciendo hacia el norte por State Street en una furgoneta de alquiler cargada con todas sus pertenencias. Al prepararse para cambiar de carril, quizá mirara hacia atrás o quizá no. La furgoneta era difícil de manejar, Jodi no estaba acostumbrada a conducir vehículos grandes, y, para colmo, las ventanillas estaban empañadas y en el semáforo anterior se había saltado la calle por la que debía torcer. Dadas las circunstancias, quizá estuviera distraída; más adelante los dos discutirían mucho sobre eso. Cuando el coche de Todd gol­peó la puerta del conductor de la furgoneta y ésta salió haciendo trompos hacia los coches que venían de frente, hubo bocinazos y chirridos de frenos, y antes de que ella pudiera recomponerse, convencerse de que la furgoneta se había parado y ella seguía ilesa, él ya estaba gritándole a través de la ventanilla cerrada.

—¿Estás loca, tía? ¿Se puede saber qué haces? ¿Te has escapado del manicomio o qué? ¿Dónde te han enseñado a conducir? ¡A la gente como tú deberían quitarle el carnet! ¿Piensas bajar o vas a quedarte ahí sentada como una imbécil?

La diatriba de Todd aquel día bajo la lluvia no le causó una impresión favorable, pero un hombre que acaba de tener un accidente de tráfico se pone furioso aunque tenga él la culpa, que no era el caso; así que, unos días más tarde, cuando Todd la llamó y la invitó a cenar, Jodi tuvo la gentileza de aceptar.

La llevó a Greektown, donde comieron souvlaki de cordero regado con un retsina muy frío. El restaurante estaba abarrotado, las mesas muy juntas, la luz era muy intensa. Tenían que gritar para hacerse oír por encima del bullicio, y se reían del trabajo que les costaba entenderse el uno al otro. La poca conversación que consiguieron mantener se redujo a frases concisas como «Está todo muy bueno... Me gusta este sitio... Tenía las ventanillas empañadas... Si no hubiera pasado, nunca te habría conocido».

Jodi no solía tener citas como Dios manda. Los chicos que conocía de la universidad la llevaban a tomar pizza y cerveza y pagaban contando las monedas una por una. Se presentaban en el restaurante despeinados y sin afeitar, con la misma ropa que llevaban ese día en clase. Todd, en cambio, se había puesto una camisa limpia y había pasado a recogerla con su camioneta para ir al restaurante; y ahora estaba pendiente de ella, le llenaba la copa cada vez que se le quedaba vacía y trataba de que se sintiera cómoda. A Jodi la complacía lo que veía: la tranquilidad con que Todd ocupaba el espacio, la sensación que transmitía de tenerlo todo controlado. Le gustó su campechana costumbre de limpiar el cuchillo en el pan, y que pusiera su tarjeta de crédito en el platillo sin haber mirado la cuenta.

Después de cenar, Todd la llevó a Bucktown a ver la mansión decimonónica que estaba reformando: una antigua pensión que iba a convertirse en vivienda unifamiliar. La guió por el sendero de acceso, poco firme, sujetándola ligeramente por el codo.

—Ten cuidado. Vigila dónde pisas.

Era una monstruosidad de estilo neogótico con el ladrillo deteriorado, la pintura descascarillada, ventanas muy estrechas y tejados puntiagudos que le daban un amenazador impulso hacia arriba; una construcción aberrante y vulgar en una calle bordeada de edificios sólidos y resistentes, completamente restaurados. En lugar de porche, había una escalerilla por la que se subía hasta la puerta, y en el suelo del recibidor, tirada, una araña de luces enorme. En el salón principal, una estancia de techo exageradamente alto que recordaba a una cripta, había montones de escombros y cables colgando.

—Aquí había una pared —explicó él—. Todavía se ven las huellas.

Ella miró el suelo, donde faltaban unos tablones.

—Cuando convirtieron la casa en pensión, levantaron

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