La isla de las mil fuentes (Serie del Caribe 1)

Sarah Lark

Fragmento

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1

—¡Qué tiempo!

Nora Reed se estremeció antes de salir a la calle y correr hasta el carruaje que la aguardaba delante de la casa de su padre. El viejo cochero sonrió cuando la vio sortear los charcos dando saltos, pese a los zapatos de seda y tacón alto, para no mancharse el vestido. El voluminoso miriñaque dejaba al descubierto mucho más de lo que permitía la decencia, los tobillos y las pantorrillas, pero Nora no se sentía cohibida ante Peppers. Hacía años que estaba al servicio de la familia y conocía a la muchacha desde que tiempo atrás él mismo la había llevado a bautizar.

—Así pues, ¿adónde vamos?

El cochero sostuvo sonriente la portezuela del vehículo alto y lacado en negro. Las puertas estaban adornadas con una especie de blasón, unas iniciales artísticamente entrelazadas: la T y la R de Thomas Reed, el padre de Nora.

La muchacha se puso a cubierto y se quitó rápidamente la capucha de su amplio abrigo. Esa mañana, la doncella le había trenzado en el cabello castaño dorado unas cintas verde oscuro a juego con su abrigo verde intenso. La lluvia tampoco habría podido ensañarse con la gruesa trenza que caía sobre la espalda de la chica, aunque no hubiera estado protegida. Nora no solía empolvarse el cabello de blanco tal como dictaba la moda. Lo prefería natural y se alegraba cuando Simon comparaba sus rizos con el ámbar. Al pensar en su amado, la muchacha sonrió soñadora. Tal vez debería pasar un momento por el despacho de su padre antes de visitar a lady Wentworth.

—Bajaremos primero hacia el Támesis, por favor —‌indicó con cierta vaguedad al cochero—. Quiero ir a casa de los Wentworth... Ya sabe, esa casa grande en el barrio comercial.

Lord Wentworth se había instalado a orillas del Támesis, en la zona de los despachos y casas comerciales. El contacto con comerciantes e importadores de azúcar le parecía más importante que una mansión señorial en un distinguido barrio residencial.

Peppers asintió.

—¿No quiere hacer una visita a su padre? —‌preguntó.

El viejo sirviente conocía a Nora lo suficiente para leer en su delicado y expresivo rostro qué estaba pensando. Durante las últimas semanas, la muchacha le había estado pidiendo con extraña frecuencia que la condujera al despacho del señor Reed, incluso si en realidad eso significaba dar un rodeo. Y, por supuesto, lo que la movía no era tanto saludar a su padre como ver a Simon Greenborough, el más joven de los secretarios de Thomas Reed. Peppers sospechaba que Nora también se reunía con el muchacho cuando iba a pasear o salía a caballo, pero no tenía intención de entrometerse. A su señor sin duda no le parecería bien que la chica tontease con uno de sus empleados. Pero Peppers apreciaba a su joven señora —‌que siempre había sabido ganarse el favor del personal de su padre— y se alegraba de verla ilusionada por el apuesto secretario de cabello negro. Hasta el momento, la muchacha nunca había tenido ningún secreto digno de consideración para su padre. Thomas Reed la había criado prácticamente solo después de la prematura muerte de la madre y ambos mantenían una relación estrecha y afectuosa. Peppers no creía que fuera a ponerla en peligro por un coqueteo.

—Ya veremos —‌respondió Nora, y su rostro adoptó una expresión pícara—. En cualquier caso, a nadie perjudicará que me pase por ahí. ¡Demos simplemente un pequeño paseo!

Peppers asintió, cerró la puerta tras la muchacha y se subió al pescante al tiempo que sacudía malhumorado la cabeza. Pese a toda su comprensión por el juvenil entusiasmo de Nora, lo cierto era que el tiempo no acompañaba para salir a pasear. Llovía a cántaros y el agua fluía a torrentes por la ciudad, arrastrando consigo escombros e inmundicias. La lluvia y la suciedad de las calles se unían formando un caldo pestilente que borbotaba bajo las ruedas del carruaje, en cuyos radios se enredaban, no pocas veces, tablas arrancadas de los carteles de las tiendas o incluso animales muertos.

El cochero conducía despacio para evitar accidentes y respetar a los mozos de los recados y transeúntes que circulaban pese al mal tiempo. Estos evitaban las salpicaduras de los carruajes, pero no siempre lograban escapar de una indeseada y apestosa ducha. Sin embargo, Peppers ni siquiera tenía que refrenar los caballos ese día. Los animales avanzaban con desgana y parecían encogerse bajo la lluvia, al igual que el delgado muchacho, a primera vista un recadero, que salía del despacho de Thomas Reed cuando Peppers dirigió hacia allí el carruaje. Peppers sintió compasión por el pobre diablo, pero Nora distrajo su atención al golpear con insistencia la ventanilla que separaba el vehículo del pescante.

—¡Peppers! ¡Deténgase, Peppers! Es...

Simon Greenborough había esperado que mejorara el tiempo. Pero cuando salió de la penumbra del despacho a la calle, la visión de los caballos empapados delante del carruaje cerrado le demostró que se había equivocado. El joven trató de subirse el cuello del raído abrigo para proteger el adorno de encaje de su última camisa aprovechable. Solía plancharla cada noche para mantenerla más o menos en condiciones. Ahora, sin embargo, se había mojado en un instante, al igual que su cabello, escasamente empolvado. El agua descendía por la corta coleta en que había recogido el espeso pelo negro. Simon estaba deseando comprarse un sombrero, pero todavía no sabía con exactitud qué era lo más adecuado para su nueva condición de escribiente. En ningún caso el tricornio del joven noble, incluso si su único sombrero todavía estaba presentable. Tampoco la lujosa peluca que su padre había llevado y que el ujier...

Simon intentó no pensar en ello. Tosió cuando el agua se deslizó por su espalda. Si no se guarecía pronto de ese chaparrón, el abrigo y los calzones de media pierna también acabarían empapados. Los viejos zapatos de hebilla ya no aguantaban la humedad, el cuero crujía con cada paso que daba. Intentó caminar más deprisa. A fin de cuentas, solo un par de manzanas lo separaban de Thames Street y tal vez podría aguardar allí la respuesta a la carta que se había ofrecido a llevar. Esperaba que para entonces la lluvia hubiera amainado...

Simon no se percató del carruaje que se aproximaba a sus espaldas hasta que oyó la clara voz de Nora.

—¡Simon! Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí? ¡Vas a morirte con este tiempo! ¿Cómo se le ocurre a mi padre que hagas de recadero?

El cochero había detenido el elegante vehículo junto a Simon, sin duda siguiendo las indicaciones de Nora. La muchacha no esperó a que Peppers bajara del pescante para abrirle la portezuela: la empujó con ímpetu desde dentro y palmeó invitadora el asiento a su lado.

—¡Sube, Simon, deprisa! Con este viento entra lluvia y la tapicería se está mojando.

Simon miró indeciso al interior del coche. El cochero observó al confuso joven que, calado hasta los huesos, se hallaba junto al bordillo. Al final, este se decidió a hablar.

—A tu padre no le gustaría...

—Seguro que a su padre no le gustaría, miss Reed...

Si

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