Índice
Cubierta
Portadilla
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Agradecimientos
Créditos
Acerca de Random House Mondadori CHILE
¿Ficción? ¿Realidad? Aunque se apoye en la agitada historia reciente de Chile y en una profunda investigación del autor, este libro es una novela, y como tal habrá que leerla.
A las víctimas de la violencia política del último medio siglo en Chile, patria de todos, donde nadie sobra.
Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío.
POSESIÓN DEL AYER
JORGE LUIS BORGES
1
Envuelto en la capa alba que flamea al viento del crepúsculo, el Doctor vuela sobre las callejuelas, los pasajes y las escaleras que bajan serpenteando hacia el Pacífico. Cruza hasta las herrumbrosas naves atracadas en el puerto, continúa por el aire hacia la fuente con los peces de colores de la plaza Echaurren y desde el cielo admira no solo las coronas de las palmeras centenarias y el estruendo de las olas que rompen en los roquedales que anuncian la agreste severidad de las lomas, sino también el amplio arco que describe su propio vuelo.
Aunque un aleteo de picaflores agita su estómago, porque desde la infancia le causa vértigo la altura, sonríe al divisar una bandada de pelícanos que se desliza a ras del océano. El Doctor inhala la fragancia a cochayuyos y se encamina hacia la iglesia de La Matriz, donde intenta posar sus mocasines de gamuza junto al campanario coronado con la cruz de madera, que dejó inclinada el último terremoto.
El chasquido de las palomas que despegan del campanario aborta su intento de poner pie sobre las tejuelas. Tarda en constatar que su fracaso no se debe a los pájaros, sino al timbrazo del teléfono que ahora busca a tientas en la oscuridad del dormitorio. El despertador del velador indica que faltan cuatro minutos para las cinco de la mañana del once de septiembre de 1973. Se lleva el auricular al oído.
—Desplazamientos sospechosos de la Armada en Valparaíso —le anuncia una voz.
El Doctor enciende la lamparita y se calza los anteojos con la convicción de que ese día morirá. Está solo en su dormitorio de la avenida Tomás Moro 200, en Santiago de Chile, lejos de su puerto natal de Valparaíso, en un espacio que más parece la modesta celda de un monje franciscano. El cuarto da a la biblioteca, donde lo esperan el ajedrez de marfil y, junto a la puerta que se abre a la terraza con baldosas moriscas y la piscina con el cocodrilo embalsamado, su amada colección de huacos peruanos. Se queda quieto y piensa en la sonrisa delicada de su esposa, que duerme en el dormitorio del segundo nivel. Imagina la respiración espaciada y cadenciosa de Hortensia. Imagina que ella sueña que son novios. Imagina que ella sueña que vuelven a compartir el lecho. Admite que ella seguirá habitando en su memoria como la beldad de tez pálida y cabellera oscura cuyos ojos claros lo cautivaron la noche en que él, hace más de cuarenta años, en medio de un terremoto, huía despavorido a una calle de Santiago desde las bancas de un templo masónico.
—Sea más específico —dice el Doctor al auricular. Los rumores de alzamientos militares son el pan diario desde que asumió la presidencia, tres años atrás.
—La Armada zarpó anoche a reunirse con la flota estadounidense para realizar las maniobras conjuntas de Unitas —explica la voz.
—Eso lo autoricé yo mismo —repone el Doctor, y restriega el talón de un pie contra el empeine del otro en la agradable calidez de las sábanas.
—Lo que pasa es que la flota se está devolviendo —añade la voz, ahora trémula—. Apenas vislumbro las naves en la oscuridad, pero están sin luces en la bahía, espiando la ciudad. Podrían bombardearnos en cualquier momento.
—¿Algo más, compañero? —El Doctor deja la cama y se despoja del piyama de franela frente al espejo del ropero que le muestra el ligero promontorio de su abdomen y la pálida delgadez de sus muslos.
—Hay infantes de marina en los principales cruces de la ciudad. En tenida de combate…
—¿Consultaron a la comandancia naval? —Tras activar el pequeño parlante del teléfono, el Doctor recoge del suelo el calzoncillo del día anterior y se lo pone sin perder el equilibrio. Luego saca del ropero a la rápida un pantalón, una camisa y un suéter a rombos, y se viste con premura.
—Nadie contesta en la Armada, Doctor.
—¿Y en el Ministerio de Defensa?
—Allá no están atendiendo.
—¿Y no ubicaron a los comandantes en jefe? —Se calza unos zapatos negros.
—Nadie responde ni en sus casas, Doctor.
—Entonces voy a palacio —anuncia el Doctor y, tras colgar, alerta por el citófono a los escoltas.
Se afeita en seco y a la rápida con gillete, descuelga un saco de tweed y pasa a la biblioteca, donde agarra el fusil AKA que le obsequió Fidel Castro. Toma un buche de café frío en la penumbra de la cocina y sale a la rotonda, donde cuatro autos Fiat 125 azules y una camioneta calientan motores. La caravana sale entonces rugiendo de Tomás Moro y, antes de que los guardias cierren el portón, el Doctor dirige una última mirada a la casona blanca con tejas de greda, que permanece a oscuras, y a las dos palmeras que flanquean la puerta de entrada y parecen vigilar el paso del tiempo.
2
In a gadda da vida, honey
Don’t you know that I’m lovin’ you
In a gadda da vida, baby
Don’t you know that I’ll always be true.
IN a GADDA DA VIDA
IRON BUTTERFLY
—¿Y esto, señor?
El inspector de aduana del aeropuerto de Santiago de Chile alzó el pequeño recipiente de plástico gris hasta la altura de mis ojos.
—Cenizas —repuse, impertérrito.
El aduanero abrió la tapa.
—¿Cenizas? —Observó el interior—. ¿Esto es suyo?
—Sí.
—Sígame, por favor.
Lo seguí. Un cuarto de siglo atrás llegué por primera vez a este país sin que nadie inspeccionara mi equipaje. Los muchachos de mi embajada se encargaron de eso. Ahora cruzo entre las filas de pasajeros empujando mis maletas y arribo a una oficina. El agente me indica que tome asiento y sale por una puerta con mis documentos.
Minutos después me lleva ante un hombre de terno y corbata, apoltronado detrás de un ordenador. Calculo que ha terminado de chequear mis antecedentes en la pantalla de Interpol. Sobre el escritorio yace mi recipiente.
—¿Puede explicarme qué es esto? —preguntó.
—Cenizas.
—¿Cenizas? —Hay recelo en su mirada.
—En efecto.
—¿De qué?
—Son cenizas de Victoria —aclaro.
Carraspea y se ajusta el nudo de la corbata dirigiéndole una mirada de zozobra al recipiente, que en rigor es una urna color marfil del tamaño de un joyero.
—¿Quién es Victoria? —Saca un pañuelo y se suena con un trompeteo. La raya que parte su cabellera es un surco recto en un campo azabache.
—Mi hija.
—Su hija.
—Así es.
—¿Trajo los certificados? —pregunta.
Busco en la chaqueta y se los entrego. Otro oficial ingresa a la oficina.
—No se preocupe. Es un procedimiento de rutina —aclara el tipo del ordenador mientras el otro se lleva el recipiente—. ¿Por qué trae a Victoria a Chile?
—Vivió años aquí. —La emoción me humedece los ojos—. Años felices.
—Entiendo. —Me queda mirando pensativo. Luego teclea algo en el ordenador.
Una hora más tarde me permitieron salir con todo mi equipaje de la aduana. En una mesa del Au bon Pain volví a acomodar la urna en el maletín de mano junto al cuaderno escolar con la cubierta de Vladimir Ilich Lenin, el diccionario español-inglés de Langenscheidt y otros libros. Salí del aeropuerto en busca de un taxi que me llevara al hotel.
3
De mis páginas vividas
siempre guardo un gran recuerdo;
mi emoción no las olvida,
pasa el tiempo y más me acuerdo.
TRES AMIGOS
DOMINGO ENRIQUE CADÍCAMO, ROSENDO LUNA
Fue una mañana tibia de 1972 en que el presidente arribó a mi barrio de Santiago. Salimos todos a recibirlo con banderas rojas y verdes, bombos y platillos y gran algarabía. Lo trajo una caravana de Fiat azules rebajados, de llantas gruesas, que a su llegada arremolinaron el polvo, rugieron como autos de carrera y arrancaron gritos a los niños y alegres ladridos a los perros de la población.
El presidente emergió del asiento trasero de un auto vistiendo chaqueta de cuero y un chaleco de cuello alto negro, y los vecinos coreaban su nombre y se abalanzaban sobre él para tocarlo, estrecharle la mano, regalarle o pedirle algo, en medio de sus espigados escoltas, de terno, corbata y anteojos de sol, que trataban de impedir que la gente lo apretujara en demasía.
No olvidaré esa mañana. El calor, mi emoción, el cielo limpio, la dicha que colmó al barrio entero. Recuerdo cada uno de los detalles, el perfume de la tierra seca, el sudor de la gente, la música en la calle; y como temo olvidarlos algún día, los apunto en este cuaderno escolar con el rostro de Vladimir Ilich Lenin, impreso en la Unión Soviética. Los reparten en las escuelas públicas debido a la escasez de papel que enfrentamos. A mí, por ejemplo, me lo dio un vecino a cambio de seis empanadas de pino, hechas en mi horno. Contemplé desde la puerta de la amasandería la bienvenida al presidente. Yo andaba de pechera, coscacho y alpargatas, y llevaba el rostro maquillado por la harina, así que no me atreví a acercarme a su persona.
Fue entonces que el presidente hizo un giro y comenzó a avanzar en dirección contraria a la plataforma del camión donde cantaba un grupo folclórico de ponchos negros y donde él pronunciaría un discurso sobre la necesidad de que los obreros mantuvieran la producción en las empresas del área social. Caminó repartiendo apretones de mano y palabras de aliento, llevando la espalda recta y la cabeza erguida mientras la gente lo avivaba y los niños y perros zigzagueaban entre los mayores.
—¿Cómo va la producción de pan, compañero? —me preguntó el presidente acercándose, atraído tal vez por el resplandor de mi blanco traje de panadero y el aroma a pan caliente que emanaba del horno. Me apretó la mano y me abrazó, y su fina chaqueta de cuero quedó impregnada de harina.
—Aquí me tiene, horneando pan para el mediodía, aunque no sé si habrá para la cena —le dije mientras con mis manos le desempolvaba las solapas, en un revoloteo que los escoltas siguieron con las cejas alzadas.
—¿Y entonces qué van a comer los compañeros pobladores para la once? —me preguntó con seriedad.
—Tecito puro, nomás, pues, presidente. Y eso si es que aún queda té en los almacenes.
—¿Y pan?
—Pero si no hay harina, presidente, ¿qué quiere que amase? —le repliqué con franqueza aunque sin faltarle el respeto, en el instante en que un escolta me propinaba un codazo disimulado.
—Hay que combatir el mercado negro, compañero —dijo el presidente—. Por ahí el enemigo nos puede liquidar.
Y fue entonces que me atreví a preguntarle:
—¿Usted ya no se acuerda de mí, presidente?
Apartando al escolta que se interponía entre nosotros, clavó su mirada de ojos pequeños y vivaces en los míos. Yo pude ver claramente sus pupilas color café sumergidas en el fondo de las gruesas dioptrías de sus gafas negras.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó entre los vivas y empujones de los pobladores, justo cuando una vieja le acercó una empanada frita y un acordeonista ciego le entregó una carta.
Le dije mi nombre, pero él no reaccionó. Peor, me dio la impresión de que solo estaba interesado en reanudar la marcha y alcanzar la plataforma del camión, donde ya terminaba el concierto de charangos, bombos y quenas. Fue entonces que agregué:
—¿No se acuerda de Juan Demarchi?
—¿El zapatero anarquista? —preguntó el presidente, sorprendido.
—El mismo.
—Claro que me acuerdo —repuso el presidente en voz alta, agitando una mano en el aire mientras la masa lo alejaba de mí—. Fue mi maestro de la juventud. Tenía su taller en el cerro Cordillera de Valparaíso.
—Yo soy el Cachafaz —grité a todo pulmón y con orgullo—. ¿No se acuerda de mí?
Ahora el presidente era un náufrago a la deriva, porque la marea de pobladores lo arrastraba hacia el improvisado escenario. Yo permanecí aferrado al árbol que le brinda sombra a mi negocio. Solo mucho más tarde, cuando apilaba la leña para la horneada siguiente, un tipo de anteojos de sol, terno y corbata, llegó hasta el mostrador a preguntar por el Cachafaz.
—Su servidor —dije sacudiéndome las manos.
—Le traigo un encargo del presidente —anunció el hombre sin inmutarse. Sentí que el corazón se me escapaba por la boca—. Lo espera el próximo lunes, a las seis de la tarde, en el palacio de La Moneda.
4
What would you think if I sang out of tune,
would you stand up and walk out on me?
Lend me your ears and I’ll sing you a song,
and I’ll try not to sing out of key.
A LITTLE HELP FROM MY FRIENDS
THE BEATLES
—¿Papi? ¿Estás allí? —preguntó la voz de Victoria.
Varias horas de vigilia llevaba yo sentado frente a la cama de mi hija en el Abbott Northwestern Hospital, de Mineápolis. Tom, mi yerno, se había marchado a casa para ducharse, sacar a pasear a la perrita y mudarse de ropa, tras estar días junto a su esposa moribunda.
—Estoy contigo —respondí y caminé hasta la cabecera de la cama, sorprendido de que Victoria, conectada por tubos y magnetos a distintos aparatos, hubiese recuperado la conciencia. Tomé su mano entre las mías y contemplé su rostro ceniciento y enjuto, bajo el cual afloraba ya la calavera que todos llevamos dentro.
—Qué bueno... —murmuró Victoria sin abrir los ojos.
—¿Necesitas algo, corazón?
Tragó saliva con dificultad y apretó sus labios partidos. Le apliqué crema de cacao en ellos, y un beso en su frente sudorosa le arrancó una sonrisa leve, en rigor un gesto nimio en vez de una sonrisa propiamente tal. Luego, dirigió su vista a través de la ventana hacia los lagos que exploramos en los veranos de su infancia, hacia la pasmosa vastedad de la pradera del Midwest, que se desperfila a la distancia bajo la nieve.
—Necesito que me hagas un favor —susurró Victoria.
—Dime, corazón.
—Pero es un secreto solo entre tú y yo.
Aunque soy un hombre duro y, según mi mujer, que en paz descanse, uno insensible que reprime sus sentimientos y jamás llora, me estremecí.
—Pierde cuidado. ¿De qué se trata? —pregunté, sintiendo que el aire calefaccionado de la habitación demoraba en bajar hasta mis pulmones.
—Se trata de cuando yo muera, papá.
—No hables de eso, corazón. Mientras hay vida, hay esperanza.
—No te engañes —dijo Victoria y abrió unos ojos extenuados, ya sin brillo ni ilusiones—. Sé que no me queda mucho tiempo, así que escúchame.
Me senté en la cama sin soltarle la mano. Desde lejos creí escuchar el blues Trouble on your hands, y me pareció que la voz del afroamericano que cantaba y la armónica que lo acompañaba se confabulaban para aumentar mi melancolía.
—Dime, Victoria...
—Es un deseo mío y debes cumplirlo.
—Dime.
—Es un viejo anhelo, papá. Júrame antes que lo cumplirás. —Sus ojos verdes me miraron implorantes.
—Sí, hija, pierde cuidado. Lo que tú quieras.
—¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—¿Por mamá?
—Te lo juro por mamá. —El juramento me oprimió la garganta.
—Sabía que no me fallarías —dijo apretándome una mano—. Es sencillo. Cuando muera y mi cuerpo sea cremado, busca un cofre que aparté en el sótano de mi casa para ti. Está a la bajada de la escalera, a la izquierda, en una repisa metálica, a la altura de tu cabeza, detrás de unos diccionarios.
—¿Un cofre?
—Un cofrecito, más bien. Es tuyo. Cuando Tom esté conmigo, ve a mi casa y llévatelo. Pero debes abrirlo solo una vez que yo haya muerto. ¿Me escuchas? —cerró los ojos.
—Estoy contigo —balbuceé.
—Sigue las instrucciones de la carta que hay en su interior.
—¿Puedo preguntarte algo?
—No ahora. Estoy cansada, papá. Y tú tendrás que ir lejos. —Su frente afiebrada resplandecía bajo los tubos fluorescentes del cuarto.
—¿A qué te refieres?
—Tendrás que ir a Chile.
Me impresionó que el nombre de ese país del fin del mundo volviera a emerger en la familia.
—¿Cumplirás mi deseo? En la carta está todo, papá —continuó.
—Lo haré —repuse sin poder contener las lágrimas.
—Sabía que podía contar contigo. —Volvió a abrir sus ojos y me dedicó una sonrisa tierna—. Las llaves del cofre están en mi cartera.
Saqué la cartera del velador y hurgué en ella hasta que mis dedos se toparon con una llave cruzada por una argolla de metal.
—Ya la tengo —dije y la guardé en mi pantalón—. Te juro por mamá que haré lo que me pides.
Fue la última vez que vi a Victoria con vida.
5
Desempaqué mis valijas en el hotel Los Españoles. Solo respiré tranquilo cuando puse sobre el escritorio de mi cuarto la carta de mi hija, el cuaderno con la cubierta de Lenin y la foto en blanco y negro en la que Victoria aparece junto a tres jóvenes que yo no conocía. Después me puse a pensar en el trayecto del aeropuerto a este hotel de Providencia.
La capital chilena ha cambiado una enormidad con respecto a la que dejé en diciembre de 1973. Ahora, Santiago —o al menos estos barrios— es una ciudad moderna, próspera y casi alegre, con indudable aspecto de Primer Mundo. En cambio, la capital a la que llegué en enero de 1970, simulando ser un fotógrafo y vendedor de cámaras fotográficas, era gris, chata, triste y tercermundista, y estaba dividida a muerte entre quienes deseaban que Chile siguiese un desarrollo tradicional y quienes, inspirados en la Revolución cubana, anhelaban cambiar drásticamente las reglas del juego. La interminable fosa excavada en Santiago para construir el futuro tren metropolitano era entonces la mejor metáfora de la profunda división del país.
En esos años, el país, fundado en las desigualdades sociales y de oportunidades, comenzaba a ceder ante las demandas revolucionarias de obreros y campesinos que estimulaba una izquierda que aspiraba a barrer el viejo orden y construir una utopía socialista. Salvador Allende era su líder indiscutido, un hombre que despertaba desconfianza y temor en el centro y la derecha. Cuando llegué con mi mujer y mi hija a Santiago y nos instalamos en una casa de estilo francés en la calle Pedro de Valdivia, el país estaba en las vísperas de la elección presidencial en que ese cuatro de septiembre ganaría Allende. El médico de bigote y anteojos de gruesos marcos negros provocaba expectativas desmesuradas entre los pobres, que exigían la nacionalización del cobre, la expropiación de fábricas, bancos y haciendas, demandas que sembraban el pánico entre los ricos y en Washington, porque el país podía convertirse en otra Cuba y aliarse con la Unión Soviética. Para impedirlo, la Compañía envió a Chile a centenares de expertos bajo falsa cobertura. Yo figuraba entre ellos. Pero no he regresado a este país más de veinte años después de mi sigilosa partida para analizar su política, ni para reclutar agentes ni instalar una fachada al amparo de la representación diplomática —hoy convertida en un búnker de granito junto al río Mapocho—, ni tampoco para convencer a nadie de la necesidad de obstaculizar el acceso al poder de un socialista, me dije sentado al escritorio junto a la ventana que da a una calle arbolada.
Destapé una botella de scotch, me solté el nudo de la corbata y, recostado en la cama, con un temblor de manos, bebí un sorbo y volví a examinar la vieja foto en blanco y negro en que Victoria aparece con unos amigos aparentemente chilenos. Allí está ella, como de diecinueve o veinte años, cuando estudiaba arqueología en la Universidad de Chile, en 1972 o 1973. Yo tenía entonces poco más de cuarenta años, mi bella y dulce Audrey aún vivía, y ambos formábamos un matrimonio feliz, a pesar de que yo dedicaba la mayor parte del tiempo a resolver los encargos de la Compañía, una carrera que me sedujo desde que vi las primeras películas de la Segunda Guerra Mundial en mi adolescencia en Minnesota.
Victoria sonríe en la foto. Tiene la boca grande, los ojos tiernos y los labios carnosos. Inclina la cabeza de modo que su larga cabellera clara se derrama sobre uno de sus hombros. Me gusta en la imagen. Es la más bella del grupo. Viste una parka estudiantil y refleja un aire despreocupado al igual que el resto de sus acompañantes: una muchacha de sombrero de ala ancha, a lo Joan Báez, y dos muchachos de melena oscura, aspecto mediterráneo y chaquetón de cuello levantado. Bromean ante una cámara, en poder de un fotógrafo anónimo, incapaz de enfocar y encuadrar bien, en una calle que yo jamás podría identificar.
Supongo que se trata de universitarios porque por su edad no parecen alumnos del Nido de Águilas, el exclusivo colegio donde Victoria cursó sus últimos años de enseñanza media. Después empezó a estudiar arqueología en la Universidad de Chile, en Santiago, lo que a Audrey y a mí nos desconcertó, pues hubiésemos preferido que ella regresara a Minnesota, o hubiese ido a Virginia, cerca de los headquarters de la Compañía.
Recuerdo que el Departamento de Antropología y Arqueología quedaba en una antigua casona de dos pisos del barrio Macul. Era un espacio transitorio que se volvió permanente, como tantas cosas en este país. Había allí oficinas y salas de clases, que en invierno olían, según Victoria, a la parafina con que las entibiaban mientras sobre la capital caía una lluvia fría y persistente.
Examiné el cuaderno de cien páginas, en cuya portada amarillenta aparecen, en blanco y negro, el rostro de Lenin, el fundador de la Unión Soviética, y especificaciones escritas en ruso. En su interior, casi ilegible, debido a una caligrafía confusa y al grafito que palidece con el tiempo, hay un diario de vida escrito en español. En los años setenta yo podía hablar ese idioma, defenderme, como dicen por aquí, pero por desgracia lo fui perdiendo durante mis posteriores misiones en Europa del Este.
No dejo, sin embargo, que eso me amilane. Tengo que cumplir de alguna forma el encargo de Victoria. En ese sentido sigo siendo un agente disciplinado. Por eso, y en la medida de mis posibilidades, comencé a traducir yo mismo ese texto anónimo, pero cuyo autor Victoria seguro conoció, porque de lo contrario ella no habría atesorado ese cuaderno durante tanto tiempo en su cofre. Decidí entonces explorarlo por mi cuenta, valiéndome de los retazos de español que aún conservo y un diccionario Langenscheidt que adquirí en Mineápolis.
Y en el escritorio reposa también la carta de Victoria. Es una misiva amarga e inesperada, que me ha valido desvelos y malos ratos, y también mucho dolor. En ella me ruega cumplir un acto estremecedor, casi inaudito, apenas discernible: que entregue, sin que Tom se percate, una parte de sus cenizas a Héctor Aníbal, un joven chileno que conoció mientras vivimos en Santiago.
Nada más ajeno a mí que la mojigatería, pero jamás imaginé que mi hija hubiese tenido un amante. Nunca percibí en ella actitudes que permitieran suponerlo, ni creo que tuviese la pasta de mujer, ¿cómo decirlo?, casquivana. Hasta que leí su carta. Porque pensaba que era una esposa fiel, apegada a sus convicciones religiosas, una mujer realizada junto a su marido, una madre preocupada de su hija, que estudia leyes en Notre Dame. Es cierto, nunca me pareció en extremo dichosa, pero al menos creí que vivía agradecida de tener un marido correcto y buen proveedor, con un promisorio cargo en un banco, una hija sana e inteligente, un empleo grato en una editorial de revistas femeninas, y una casa en una próspera gated community de los suburbios de Mineápolis. Yo no podía sospechar, desde luego, que detrás de todo aquello guardase un secreto que al final compartió conmigo.
Y ahora me corresponde ubicar a Héctor Aníbal. Primero creí que Aníbal era su apellido, después, consultando la guía telefónica, constaté que solo podía tratarse de su nombre; y que Victoria, en el estado final de su enfermedad, que la sumergía a ratos en fiebre y delirios, trance que se agravó en los últimos días de su vida, cuando confundía los recuerdos con las pesadillas y la realidad con la fantasía, olvidó precisar por escrito. Me pareció una broma macabra. Mi hija había redactado un mensaje a medias antes de marcharse para siempre.
Mientras Tom estaba en el banco, aproveché de ir a su casa vacía. Hurgué en gavetas, clósets y cajas, examiné cartas, dedicatorias de libros y agendas en una búsqueda infructuosa por encontrar la pista que me condujese hacia Héctor. No me atreví, desde luego, a tocar el tema con Tom, pues mis preguntas habrían despertado su suspicacia.
Y ahora que estoy en Santiago de Chile, tumbado en una cama como una estatua derribada, y me llega a través de radio Oasis Morir un poco, la canción de una película chilena que me transporta precisamente a los años setenta de esta capital, me atormenta la insoportable sensación de que será imposible cumplir el encargo que Victoria me encomendó en su lecho de muerte.