INTRODUCCIÓN
“Una curiosa convención ha resuelto que cada uno de los países en que la historia y sus azares ha dividido fugazmente la esfera tenga su libro clásico”, dice Borges en el prólogo de su antología El matrero (Buenos Aires, 1970), nos da a renglón seguido una lista de autores de tales ‘libros nacionales’, Shakespeare en Inglaterra, Goethe en Alemania, Cervantes en España, y concluye: “En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro”.
En una posdata agregada en 1974 al prólogo de 1944 de Recuerdos de provincia de Sarmiento, repite la idea con mayor severidad: “Sarmiento sigue formulando la alternativa: civilización o barbarie. Ya se sabe la elección de los argentinos. Si en lugar de canonizar el Martín Fierro, hubiéramos canonizado el Facundo, otra sería nuestra historia y mejor”.
En un prólogo a Facundo, también de 1974, insiste: “No diré que el Facundo es el primer libro argentino; las afirmaciones categóricas no son caminos de convicción sino de polémica. Diré que si lo hubiéramos canonizado como nuestro libro ejemplar, otra sería nuestra historia y mejor”.
Y nuevamente en su “Posdata de 1974” a los tres prólogos del Martín Fierro publicados en Prólogos con un prólogo de prólogos: “El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído. Hernández lo escribió para mostrar que el Ministerio de la Guerra […] hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó ese desventurado a paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias”.
¿Por qué esta machacona insistencia de Borges, y por qué en ese momento y no otro? Las fechas lo dicen todo: hacia 1970 ya se avizora el regreso del peronismo al poder, que se concreta en 1973; las organizaciones armadas están activas y la principal de ellas, Montoneros, ya desde el nombre se identifica simbólicamente con los gauchos alzados y hasta con los mazorqueros; hacia 1974, atentados y asesinatos políticos se suceden a diario, y palabras como ‘anarquía’ o ‘guerra civil’ son moneda corriente en la prensa y en las conversaciones cotidianas. Borges deplora este estado de cosas, pero su dedo acusador no apunta únicamente al peronismo. Su insistencia de 1974 tiene todas las características de un mea culpa: siente que le cabe una parte de responsabilidad en la gestación de este despropósito, pues fue él quien, con su mitología de malevos y cuchilleros del suburbio, refrendó y fortaleció esta veneración del Martín Fierro, él quien construyó el mito del ‘culto del coraje’ a partir de elementos dispersos de la gauchesca y ahora, viendo la debacle resultante, se arrepiente y se propone corregirse, como intenta en el “Epílogo” a las Obras completas de —también— 1974, en el cual se define a sí mismo con estas palabras: “Pensaba que el valor es una de las pocas virtudes de las que son capaces los hombres, pero su culto lo llevó, como a tantos otros, a la veneración atolondrada de los hombres del hampa. […] Su secreto y acaso inconsciente afán fue tramar una mitología de una Buenos Aires, que jamás existió. Así, a lo largo de los años, contribuyó sin saberlo y sin sospecharlo a esa exaltación de la barbarie que culminó en el culto del gaucho, de Artigas y de Rosas”.
Desde que la formuló, en aquel momento caliente de nuestra historia, esta idea de Borges ha merecido y sigue mereciendo airadas imprecaciones, más que refutaciones, por parte de quienes se colocan en la vereda opuesta: aquellos alineados en corrientes nacional-populares, revisionistas o antiimperialistas, de derecha o de izquierda. Evaluar estas respuestas, y las de aquellos que se ponen del lado de Borges, me parece en principio menos interesante que examinar la pregunta en sí. Porque tanto ‘facundistas’ como ‘martinfierristas’ aceptan la escandalosa premisa de que un libro puede regir los destinos nacionales y, en lugar de señalarla como absurda e improcedente, se pelean por establecer cuál debe ser ese libro.
La idea, aclaremos, no es originaria de Borges sino de Wilde (Oscar, no Eduardo): “La vida imita al arte”, propuso el irlandés —que según Borges siempre tenía razón— en “La decadencia de la mentira”. Comprenderla es fácil; lo difícil es pensar dentro de su límite.1 Porque esta idea cuestiona, o más bien pone de cabeza, la noción de la mímesis aristotélica, y con ella dos mil años de filosofía estética y, lo que es mucho más grave y difícil de digerir, nuestras más arraigadas nociones de sentido común. Porque la idea de que el arte es un reflejo o un espejo de la vida es la premisa, el supuesto de todo pensamiento sobre las artes, al menos de las llamadas miméticas (pueden quedar fuera la música y el arte abstracto). ¿Acaso Shakespeare no le hace decir a su Hamlet que el propósito de la actuación “ha sido y es el de elevar, por así decir, el espejo ante la naturaleza”?2
Es contra Hamlet, justamente, que Wilde descarga los dardos de su ingenio: “Este desafortunado aforismo sobre el arte que eleva el espejo a la Naturaleza lo pronuncia Hamlet deliberadamente para convencer a todos los presentes de que, al menos en lo que al arte respecta, está absolutamente chiflado”. Porque, agrega: “La vida es el espejo, y el arte la realidad”. Dobla la apuesta: “El Japón fue inventado por sus artistas” —o todavía mejor: “el Japón es un invento de Hokusai”—, y más cerca de casa: “El siglo diecinueve tal cual lo conocemos fue inventado por Balzac”. En un tono más personal: “Una de las mayores tragedias de mi vida fue la muerte de Lucien de Rubempré” (protagonista ficticio de Ilusiones perdidas del mismo Balzac). Atribuida a Wilde es también la frase: “La vida imita a Shakespeare —tan bien como puede”. Y Harold Bloom, en su Shakespeare, la invención de lo humano, lo toma al pie de la letra: propone que las obras de Shakespeare encierran todas las posibilidades de lo humano, y que los humanos de carne y hueso no hacemos otra cosa que actuar los guiones que él ha escrito para nosotros. O, como lo resume inmejorablemente Wilde (en nueva referencia a Hamlet): “El mundo se ha vuelto triste porque una marioneta se puso una vez melancólica”.
Aceptada como tesis general la antimímesis de Wilde, falta conjeturar la manera, los modos, los mecanismos precisos mediante los cuales vida y naturaleza se las ingenian para copiar las creaciones del arte.
El mecanismo más fácil de entender es la identificación con el personaje. Así lo plantea Borges en el prólogo a El gaucho (incluido en Prólogos con un prólogo de prólogos): “Un epigrama de Oscar Wilde nos advierte que la naturaleza imita al arte; los Podestá3 pueden haber influido en la formación del guapo orillero que a fuerza de criollo acabó por identificarse con los protagonistas de sus ficciones. […] En los archivos policiales de fines de siglo pasado o principios de éste, se acusa a los perturbadores del orden ‘de haber querido hacerse el Moreira’”.
Otro mecanismo asoma en “La trama”, breve texto en el que Borges dedica un párrafo a la muerte de Julio César (“Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito”) y en el siguiente imagina la muerte de un gaucho que “es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa —estas palabras hay que oírlas, no leerlas—: ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena”. Aquí la causalidad es misteriosa, pues no podemos suponer que los gauchos conocieran la historia de César, ni la obra de Shakespeare o Quevedo, y para explicarla debemos recurrir a la coincidencia o a la magia.
“Tema del traidor y del héroe” propone el enigma de la muerte del patriota irlandés y líder de conspiradores Fergus Kilpatrick, que también parece recapitular distintos momentos de la de Julio César; pero quien años después investiga el caso se asombra de que haya incorporado, también, rasgos de Macbeth de Shakespeare: “Que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible”. Finalmente entiende que los conspiradores habían descubierto que Kilpatrick era un traidor; éste lo admitió y firmó su propia sentencia de muerte, para ejecutarla sus compañeros decidieron montar una vasta representación teatral en el transcurso de la cual “el condenado muriera a manos de un asesino desconocido, en circunstancias deliberadamente dramáticas que se grabaran en la imaginación popular y que apresuraran la rebelión”. Pero Nolan, el hombre encargado de guionar esta representación, “urgido por el tiempo, no supo íntegramente inventar las circunstancias de la múltiple ejecución; tuvo que plagiar a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare. Repitió escenas de Macbeth, de Julio César”. Aquí, la agencia es humana, intencional y deliberada: Nolan decide que la historia copiará a Shakespeare tan bien como él pueda.
Distintos son los vasos comunicantes que conducen de la literatura a la vida en “El Evangelio según Marcos”. El estudiante porteño Baltasar Espinosa, aislado por una inundación en una estancia, decide leerles a los peones algunos capítulos de la novela gauchesca Don Segundo Sombra, pero “desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro”; lo último que le interesa a los gauchos es un espejo que los refleje a ellos mismos y la vida que ya conocen. La cosa cambia cuando les lee el Evangelio de Marcos todas las noches después de las comidas. Al poco tiempo “lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos”, y retiraban con reverencia las migas que él dejaba sobre la mesa. Eventualmente se arrodillan ante él, le piden la bendición, lo maldicen y lo escupen, y el cuento concluye con Espinosa empujado hasta la cruz que los gauchos han erigido con las vigas del galpón y en la que habrán de crucificarlo. La fábula es transparente: los gauchos, excelentes lectores, han despreciado la literatura que se limita a copiar su vida y han quedado fascinados por la que les propone un mundo más exótico, más intenso, más dramático y —paradójicamente— más propio: el mundo en el que querríamos vivir, en el que deberíamos vivir, o quizás en el que vivimos en un remoto pasado olvidado (estos gauchos, nos enteramos en el transcurso del relato, eran descendientes de escoceses mezclados con habitantes nativos: “En su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa”).
El último y más complejo de los relatos en que Borges explora esta debilidad de la realidad por los productos de la imaginación humana es “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. Una generación de enciclopedistas se dedica a redactar una vasta enciclopedia sobre Tlön, un planeta imaginario. Hecho público el fruto de sus esfuerzos, publicada la enciclopedia en ediciones populares, la humanidad se fascina hasta tal punto con este mundo, hecho a la medida de sus aspiraciones y de sus posibilidades de comprensión, que decide olvidar el propio. Al contacto con la Obra Mayor de los Hombres, nos dice el narrador: “La realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden —el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo— para embelesar a los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? […] El contacto y el hábito de Tlön han desintegrado este mundo. Encantada por su rigor, la humanidad olvida y torna a olvidar que es un rigor de ajedrecistas, no de ángeles4 […] ya en las memorias un pasado ficticio ocupa el sitio de otro, del que nada sabemos con certidumbre —ni siquiera que es falso”.
Los adjetivos de Borges nos suministran la clave que buscábamos: “embelesar”, “someterse”, “encantada”; los lectores de la enciclopedia somos versiones apenas más sofisticadas de los Gutre, también a nosotros nos gusta que nos cuenten cuentos y los preferimos a la realidad —a una realidad que de todos modos jamás podremos ver ni comprender, mientras que sí podemos comprender parcialmente la realidad que nuestras historias inventan.
Borges diseña, en estos cinco textos, cinco posibles mecanismos de trasmisión o métodos de traducción o modos de contagio, para explicar cómo la literatura puede influir sobre nuestro mundo y nuestras vidas: la identificación con el personaje; la anticipación o la coincidencia mágica e inexplicable; el uso deliberado con un fin específico; la fascinación de lo espectacular y dramático; la seducción de un orden ficticio.
Mi propuesta para lo que sigue se parece a lo que Borges llama, en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, una Philosophie des Als Ob (“filosofía del como si”); hagamos ‘como si’ la literatura fuera no sólo muy importante sino lo más importante del mundo; supongamos que de algunos libros escritos por “una dispersa dinastía de solitarios” dependen los destinos del país, las realidades en las que nos movemos (no sólo morales y sociales sino físicas y geográficas) y con todo ello nuestras vidas, y veamos cuál es el resultado.5
1 Es lo que dice Borges del idealismo de Berkeley en “Nueva refutación del tiempo”.
2 La imagen del arte como espejo ya estaba en Cicerón, y la recoge Cervantes en su Quijote, en el cual se llama a la comedia “espejo de la vida humana”.
3 Los hermanos Podestá fueron los creadores del circo criollo, una de cuyas obras más exitosas fue justamente Juan Moreira. Cuenta la leyenda que cada tanto algún gaucho que asistía a la representación saltaba al escenario para pelear al lado de Moreira contra sus agresores.
4 Es decir, un rigor ‘artificial’ de hombres que han inventado un juego con leyes propias y arbitrarias, en lugar del rigor ‘natural’ de la creación divina o angélica, ordenada “de acuerdo a leyes divinas —traduzco: a leyes inhumanas— que no acabaremos nunca de percibir”.
5 Esta perspectiva genera menores resistencias en disciplinas menos sujetas a la falacia mimética, como la historia de las ideas o de las representaciones colectivas, como evidencian trabajos hoy clásicos como Una nación para el desierto argentino (1982) de Tulio Halperín Donghi, La invención de la Argentina (1991) de Nicolas Shumway y Pasado y presente (2002) de Hugo Vezzetti. En su libro, Shumway denomina ‘ficciones orientadoras’ a estos relatos de variada procedencia y naturaleza, agregando que “suelen ser creaciones tan artificiales como las ficciones literarias”.
FACUNDO
En el principio
Nadie como Sarmiento creyó en el poder de la palabra. Las de su Facundo no sólo iban a abrirle las puertas de los salones europeos, labrarle una carrera política y provocar la caída de Rosas; también le permitirían crear la geografía de la patria, ordenarla y poblarla. Si Martín Fierro fuera, como propone Lugones, nuestra epopeya nacional, Facundo sería nuestro Libro del Génesis. Nada le gustaría más a su autor —sentimos al leerlo— que una tabula rasa para ejercitarse en las delicias de la creación ex nihilo, pero como otros llegaron antes e hicieron todo mal, debía contentarse con la ordenación del caos. Es nuestro primer poeta, en el sentido de la palabra griega poiesis, ‘hacer’ o ‘crear’, en el sentido en que Borges le aplica la palabra a Homero: el poeta como creador de realidades.6
Tantas veces ha sido invocado el memorable exordio de la Introducción, que una más no va a hacerle mal a nadie:
¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo! Tú posees el secreto: ¡revélanoslo!
Resulta fácil reducir estas palabras a mero ejercicio retórico, captatio benevolentiae, exabrupto o metáfora, pero esas explicaciones no alcanzan a dar cuenta del escalofrío que nos recorre la columna cuando las leemos o escuchamos. Sarmiento aspira aquí a la más alta y más inalcanzable de las potencias del lenguaje: el poder mágico, el de crear realidades mediante la palabra, como en el “¡Hágase la luz!” divino o el “Abracadabra” y el “Ábrete Sésamo” de hechiceros y magos. En este caso, reclama para sí el poder de invocar a los muertos y devolverles el don del habla; una combinación del homérico “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles” con el “Esperad, imperfectas hablantes, decidme más” de Macbeth. Su lenguaje tiende siempre a lo profético y performativo, más que a lo constatativo y descriptivo.
Facundo es un poema auroral, todo en él huele a nuevo, a recién hecho u horneado; algo de la felicidad del inicio de Cien años de soledad de García Márquez campea en sus páginas —felicidad que no empañará luego, como tampoco en la novela de García Márquez, la prolija enumeración de crímenes y vejámenes—, como se advierte en este pasaje donde se aúnan lo bíblico y lo homérico:
Yo he presenciado una escena campestre digna de los tiempos primitivos del mundo […] Era aquél un cuadro homérico: el sol llegaba al ocaso; las majadas que volvían al redil hendían el aire con sus confusos balidos […]; creía estar en los tiempos de Abraham, en su presencia, en la de Dios y la naturaleza que lo revela.
Todo país tiene su paisaje emblemático, más allá de la variedad de suelos y climas. Brasil se resuelve en sus selvas; Rusia, en sus estepas, y Bolivia, en el altiplano; el variopinto paisaje argentino abarca desde las selvas de Misiones hasta las estepas y los lluviosos bosques de Patagonia y Tierra del Fuego, pero la pampa será siempre el paisaje que defina su imagen y por el cual su imagen se define, y le cabe a Sarmiento, y a su Facundo, el privilegio de ser uno de los primeros en la postulación de nuestro paisaje esencial:
Esta llanura sin límites […] constituye uno de los rasgos más notables de la fisonomía interior de la república. […] al fin, al sur, triunfa la pampa y ostenta su lisa y velluda frente, infinita, sin límite conocido, sin accidente notable: es la imagen del mar en la tierra; la tierra como en el mapa.
Por eso mismo es sorprendente enterarse de que su descripción no resulta el fruto de la observación y la experiencia, sino que se trata de una construcción imaginaria, porque Sarmiento, cuando escribe el Facundo, nunca había estado en la pampa, como él mismo confiesa con su proverbial desparpajo en Campaña en el Ejército Grande (1852):
¡A caballo, en la orilla del Paraná, viendo desplegarse ante mis ojos en ondulaciones suaves pero infinitas hasta perderse en el horizonte, la Pampa que había descrito en el Facundo, sentida, por intuición, pues la veía por la primera vez de mi vida!
Comprensiblemente, entonces, no predomina la minuciosa descripción de geografía, plantas y animales a la manera de un Guillermo E. Hudson, sino los rasgos vagos y generales, imponentes e inabarcables, aureolados por el característico esfumado del paisaje romántico:
Allí, la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizonte siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra entre celajes y vapores tenues que no dejan en la lejana perspectiva señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo.
Sarmiento, junto a Echeverría, es el creador del sublime pampeano:
De aquí resulta que el pueblo argentino es poeta por carácter, por naturaleza. ¿Ni cómo ha de dejar de serlo, cuando en medio de una tarde serena y apacible una nube torva y negra se levanta sin saber de dónde, se extiende sobre el cielo mientras se cruzan dos palabras, y de repente el estampido del trueno anuncia la tormenta que deja frío al viajero […] La oscuridad se sucede después de la luz, la muerte está por todas partes; un poder terrible, incontrastable, le ha hecho en un momento reconcentrarse en sí mismo y sentir su nada en medio de aquella naturaleza irritada; sentir a Dios, por decirlo de una vez, en la aterrante magnificencia de sus obras.
Su potencia imaginativa, de todos modos, no se agota en la infinita llanura pampeana, sino que se extiende a los otros paisajes de la república, como la selva tucumana, donde se localiza el edén de este nuevo mundo por él creado:
Es Tucumán un país tropical en donde la Naturaleza ha hecho ostentación de sus más pomposas galas; es el edén de América, sin rival en toda la redondez de la tierra. […] Los bosques que encubren la superficie del país son primitivos, pero en ellos las pompas de la India están revestidas de las gracias de la Grecia. El nogal entreteje su anchuroso ramaje con el caobo y el ébano; el cedro deja crecer a su lado el clásico laurel, que a su vez resguarda bajo su follaje el mirto consagrado a Venus, dejando todavía espacio para que alcen sus varas el nardo balsámico y la azucena de los campos.
Y agrega, como dando nuestra incredulidad por sentada:
¿Creéis por ventura que esta descripción es plagiada de las Mil y una noches u otros cuentos de hadas a la oriental? Daos prisa más bien a imaginaros lo que no digo de la voluptuosidad y belleza de las mujeres que nacen bajo un cielo de fuego y que, desfallecidas, van a la siesta a reclinarse muellemente bajo la sombra de los mirtos y laureles, dormirse embriagadas por las esencias que ahogan al que no está habituado a aquella atmósfera.
Tretas de narrador taimado:7 cuando siente que se le está yendo la mano —y otro recurriría al tibión y trillado: ‘Daos prisa a verlo con vuestros propios ojos’—, él dobla la apuesta y nos incita: “Daos prisa más bien a imaginaros”, y a renglón seguido trata de calentarnos con la imagen de las desfallecientes y acaloradas tucumanas. Sabe que en esto, al menos, las fantasías literarias se parecen a las sexuales; mientras se logre el efecto deseado, ¿qué nos importa si son verdaderas o falsas, verosímiles o disparatadas?
Imagen de Facundo
La narración propiamente dicha, la novela de Facundo, se abre con la historia, y sobre todo la imagen, de un gaucho que huyendo de la justicia debe atravesar el desierto o travesía que separa las ciudades de San Juan y San Luis, en aquel tiempo asolado por un tigre (jaguar) cebado. Perseguido por éste, el gaucho logra encaramarse en un frágil algarrobillo, sobre cuyas ramas se bambolea durante más de dos horas, acechado por la fiera; hasta que llegan sus amigos, la enlazan y le permiten vengarse dándole puñaladas.
‘Entonces supe qué era tener miedo’, decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales este suceso. También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe.
La presentación, como se ve, no está exenta de simpatía y es enteramente dramática; la historia enaltece el coraje de Facundo y también su sinceridad: no le duele confesar que tuvo miedo (al mismo tiempo, claro, se ufana de que ésta fue la primera vez en su vida que lo tuvo, y que no fue ante ningún hombre sino ante una fiera salvaje). El gaucho innominado del principio del cuento adquiere al final nombre completo con epíteto incluido (don Juan Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos), y el cuento podría subtitularse “de cómo Facundo adquirió su nombre”, comienzo mítico si los hay. Llegado ese punto, el Sarmiento pedagogo y político empieza a inquietarse, porque el poeta se ha ido de boca y le está saliendo demasiado atractivo el retrato, y con un habilísimo movimiento de prestidigitación, sin tomarse un respiro —se lo siente en la sintaxis—, pasa del registro mítico al médico, invocando la ciencia del comportamiento de moda por aquel entonces, antes de que la desplazara el psicoanálisis:
También a él le llamaron Tigre de los Llanos, y no le sentaba mal esta denominación, a fe. La frenología o la anatomía comparada han demostrado, en efecto, las relaciones que existen entre las formas exteriores y las disposiciones morales, entre la fisonomía del hombre y la de algunos animales a quienes se asemeja en carácter.
Sarmiento, aquí, se queda con el pan y con la torta, consigue que vayan de la mano la creencia popular, folklórica, atávica —al matar al tigre Facundo ha adquirido sus características, y se convierte ahora en fiera humana (que se mantiene, eso sí, en el nivel implícito del texto)—, y la ciencia moderna —la forma de su cráneo y, sobre todo, la ingobernable e ingobernada mata de pelo (“un bosque de pelo”, “esta cubierta selvática”) son síntomas del salvajismo de Quiroga, del hombre natural que no ha dejado atrás a la fiera.8
Toda la sección de Facundo dedicada a este personaje se desarrollará entera en un vaivén semejante: el Sarmiento romántico, que suele ser también el novelista, pintará la imagen de Facundo con toques grandiosos, salvajes y satánicos, como un Tamerlán de las pampas; el Sarmiento iluminista, que pisa más fuerte cuando se impone el ensayo, deplorará sus excesos y llamará a los hombres de bien a terminar con su funesto legado. Cada vez que el Sarmiento poeta se desboca, irrumpe el Sarmiento pedagogo o político para sofrenarlo. Comentando positivamente un acto de bondad en el caudillo, el poeta dirá, por ejemplo: “Esos rasgos prueban la teoría que el drama moderno ha explotado con tanto brillo; a saber, que aun en los caracteres históricos más negros hay siempre una chispa de virtud que alumbra por momentos y se oculta”, y al punto el pedagogo se sentirá obligado a agregar: “Por otra parte, ¿por qué no ha de hacer el bien el que no tiene freno que contenga sus pasiones? Ésta es una prerrogativa del poder, como cualquier otra”. Otras veces será el psicólogo-politicólogo quien le ceda el lugar al narrador sensacionalista: “Si el lector se fastidia con estos razonamientos, contaréle crímenes espantosos”.
Noé Jitrik, en su Muerte y resurrección de Facundo habla, también, de una imagen primera y una imagen segunda de Quiroga, pero en su caso se trata de dos momentos sucesivos en la vida del personaje. La primera imagen corresponde a la del gaucho bárbaro, cruel, hirsuto y salvaje que asuela las provincias del oeste; la segunda se insinúa cuando se instala en Buenos Aires, reivindica a Rivadavia, toma distancia de Rosas, somete una parte de sus instintos a los dictados de la razón y empieza, tímidamente, a civilizarse. ¿Por qué destaca Sarmiento esta tentativa redención del caudillo que había hasta ese momento pintado con los tintes más sombríos? La operación es por un lado ideológica: como el verdadero antagonista del Facundo es Rosas, esto le permite a Sarmiento cargar otra muerte a su cuenta (como Quiroga empezaba a civilizarse, Rosas lo mandó matar). Pero también puede comprenderse como respuesta a una necesidad dramática: el capítulo en que aparece el Facundo ‘en vías de civilización’ es el titulado “Barranca Yaco”, en el cual nuestro héroe, ebrio de húbris, se encuentra con su destino trágico. La secuencia de Barranca Yaco es la culminación dramática de la novela que hay en el Facundo, y es construida por Sarmiento según el modelo del secreto a voces ya practicado por Shakespeare en Julio César y, posteriormente, por Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada:
Jamás se ha premeditado un atentado con más descaro; toda Córdoba está instruida de los más mínimos detalles del crimen que el Gobierno intenta; y la muerte de Quiroga es el asunto de todas las conversaciones.
El novelista necesita en este punto que el lector se identifique con el héroe, que sienta al menos cierta empatía, terror y piedad; es una estrategia o más bien un escamoteo bastante osado, porque Sarmiento había dedicado buena parte de los capítulos anteriores a pintar con sangre el retrato del caudillo riojano:
Dominado por la cólera, mata a patadas, estrellándole los sesos, a N., por una disputa de juego; arrancaba ambas orejas a su querida porque le pedía una vez treinta pesos para celebrar un matrimonio consentido por él, le abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo porque no había forma de hacerlo callar.
A un problema parecido se enfrentan, en sus ‘novelas de dictadores’, Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez, quienes describen las matanzas y torturas más espeluznantes y luego, en las escenas amorosas o familiares, deben poner todo su empeño en hacer que los responsables nos caigan simpáticos.
De todos modos, la contradicción fundamental no se da, a mi entender, en estas dos etapas sucesivas del personaje sino en los sentidos y sentimientos encontrados que luchan en la imagen que Sarmiento se hace del Tigre de los Llanos. Facundo es lo que nos mantiene hundidos en la barbarie, pero también lo que nos representa: salvaje pero grandioso, bárbaro pero romántico:
Es el tipo más ingenuo del carácter de la guerra civil de la República Argentina; es la figura más americana que la Revolución presenta. […] en Facundo Quiroga no veo un caudillo simplemente, sino una manifestación de la vida argentina tal como la han hecho la colonización y las peculiaridades del terreno. […] Un caudillo que encabeza un gran movimiento social no es más que un espejo en que se reflejan, en dimensiones colosales, las creencias, las necesidades, preocupaciones y hábitos de una nación en una época dada de su historia.
En el párrafo siguiente, Sarmiento habla de la incapacidad de Europa de comprender a otro caudillo americano, esta vez valorado positivamente, “el inmortal Bolívar”, y comenta que en las biografías escritas hasta ahora:
[…] he visto al general europeo, […] un Napoleón menos colosal; pero no he visto al caudillo americano; […] veo el remedo de la Europa y nada que me revele la América.
Y también:
Las preocupaciones clásicas europeas del escritor desfiguran al héroe, a quien quitan el poncho, para presentarlo desde el primer día con el frac.
Este aspecto de Sarmiento no siempre se destaca con justicia; este embobado admirador de la cultura y las instituciones europeas no lo es, en cambio, del saber europeo sobre América: los europeos no entienden nada; es preciso que nosotros nos expliquemos a nosotros mismos y, luego, se lo expliquemos a ellos. Precisamente, lo que él hace en su Facundo. No hallamos en él esa actitud intelectual colonizada y sumisa con que, posteriormente, sus compatriotas recibirían embobados a los ‘sabios’ europeos que venían a batirnos la justa, como Ortega y Gasset o el conde de Keyserling.
El conflicto —todo es conflicto en Sarmiento— se plantea aquí entre modos de identidad: la del origen (la tierra, la colonia, la sangre) y la aspiracional (la civilización y la cultura europeas). Europa nos muestra la imagen de lo que debemos ser, pero el peligro está en que, en camino a ser aquello, dejemos de saber qué somos. Dejar de ser Facundo sin dejar de ser Bolívar, he aquí el desafío. En el Facundo, Sarmiento pule el espejo rajado en el que se mirará el Laprida del “Poema conjetural” de Borges.
Los reparos de Sarmiento al “monstruo del americanismo, hijo de la pampa” no se extienden al campo de las artes; le dedica al tema un capítulo entero, “Originalidad y caracteres argentinos”, en el cual da rienda suelta al romanticismo del que se desprenderá en libros posteriores:
Si de las condiciones de la vida pastoril […] nacen graves dificultades para una organización política cualquiera, y muchas más para el triunfo de la civilización europea […] no puede, por otra parte, negarse que esta situación tiene su costado poético y faces dignas de la pluma del romancista.
Y a propósito, dice de Echeverría:
Este bardo argentino dejó a un lado a Dido y Arjea […] porque nada agregaban al caudal de nociones europeas, y volvió sus miradas al desierto.
Y en el mismo capítulo, en su descripción de cuatro tipos gauchos (el baqueano, el rastreador, el gaucho malo, el cantor) hace su aporte a la tradición gauchesca. Claro que el Sarmiento pedagogo y político no se duerme, y el capítulo cierra con una advertencia de cómo nos reencontraremos con estos ‘tipos argentinos’, ahora transformados en caudillos, en “la sangrienta lucha que despedaza a la República Argentina”.
Tampoco se duerme Facundo. Despuntan, aquí y allá, momentos en que parece que el peor alumno va a liberarse de la estricta tutela del padre del aula; momentos en que el diablo que Sarmiento ha invocado parece a punto de írsele de las manos, cuando tira al maestro al suelo de una bofetada, cuando le pega al padre, cuando intenta quemar la casa de sus progenitores con ellos dentro, cuando entretiene a un contingente de niñas tucumanas que han venido a pedir por la vida de un grupo de condenados y en medio de la amigable tertulia les pregunta de golpe: “¿No oyen las descargas?”. Momentos en que Facundo podría haber evocado al Barrabás de Marlowe, al Ricardo III de Shakespeare, o anticipado al Dr. Benway de Burroughs. Pero el maestro no se distrae, y estos arranques de rebeldía del personaje no pasan de conatos. Sarmiento no le da a su Facundo la libertad que Echeverría le da a su Matasiete; sus personajes nunca se le van de las manos, nunca exceden la función o el sentido que Sarmiento quiso darles —con la posible excepción de Sarmiento mismo, claro.
Imagen de Sarmiento
A Sarmiento podrían aplicársele las palabras que el narrador de El gran Gatsby dedica a su protagonista: “Surgió de su [propia] concepción platónica de sí mismo”. Junto con la geografía física y humana de la patria, Sarmiento en el Facundo se crea a sí mismo pero, a diferencia de sus obras autobiográficas (Viajes, Recuerdos de provincia, Campaña en el Ejército Grande), en que aparece como personaje y se presenta según el orden de la narración y la descripción, aquí se construye de modo enteramente dramático. Sarmiento existe como autor y como enunciador, antes que como personaje, y existe en tanto se opone y enfrenta al tirano Rosas, en una suerte de duelo de titanes, mejor aun, de ‘Titanes en el ring’, con Rosas vestido de gaucho en un rincón y Sarmiento de frac en el otro. Pensada desde el hoy, la operación no es en absoluto escandalosa: uno de los grandes hombres de nuestra historia, un prócer, representante emblemático de una de las grandes ‘tendencias nacionales’ (elitista, liberal, europeísta) se enfrenta al representante emblemático de la otra (nacionalista, popular, sudamericana). Pero el ‘Sarmiento’ que así habla en el Facundo no tiene existencia previa, es un don nadie, un provinciano que nunca estuvo en Buenos Aires, un marginal de la política, de orígenes familiares humildes, que se funda a sí mismo en este acto porque le habla a Rosas de igual a igual. Y, sobre todo, cuando Rosas —para su gran sorpresa, quizá— le contesta, Sarmiento se convierte en su adversario y, con esta operación, inaugura un subgénero dramático argentino, muy menor pero no por eso poco significativo, que consiste en oponer, dramática y dialógicamente, un político y un escritor: Rosas y Sarmiento, Perón y Borges, Eva Perón y Victoria Ocampo.
Tal vez celoso, Esteban Echeverría, en una carta a Juan Bautista Alberdi fechada el 12 de junio de 1850, propone que no ha sido éste un logro de Sarmiento sino de Rosas:
Rosas ha logrado su objetivo: ha inflado su vanidad hasta el punto de hacerle creer que es su enemigo más formidable en el exterior, y además su rival en candidatura para el gobierno… Porque Rosas, hombre excepcional, lo injuria por escrito, Sarmiento se ha imaginado hombre excepcional como nadie en la República y así lo vocifera continuamente.
Dos rasgos de las distintas generaciones argentinas cuyas vidas fueron definidas por el enfrentamiento a dictadores o tiranos asoman en este párrafo: la rivalidad entre exiliados o perseguidos —yo luché más que vos, sufrí más que vos—, que se manifiesta sobre todo en su competencia por la atención del tirano, y cierta necesidad de exaltar la figura opresora, en parte por enaltecer la propia resistencia, pero a veces por puro goce masoquista. Sarmiento en ocasiones parece jugar a lo mismo, como en este párrafo:
¡Rosas! ¡Rosas! ¡Rosas! ¡Me prosterno y humillo ante tu poderosa inteligencia! ¡Eres grande como el Plata, como los Andes! ¡Sólo tú has comprendido cuán despreciable es la especie humana, sus libertades, su ciencia y su orgullo! […] ¡Pisotéala! ¡Oh, sí!, ¡pisotéala!
Pero la abyección declarada de este exabrupto no disimula lo que tiene de sorna y bravata (‘Atrevete a pisotearla y vas a ver lo que te pasa’) y constituye una típica táctica de compadrito: “La grave voz usual que deliberadamente se afemina y se arrastra en la provocación”.9 Lo que falta en el Sarmiento que escribe Facundo es esa emoción básica y medular de tantos de sus compañeros de escritura y lucha: el miedo. Sarmiento habla todo el tiempo del miedo de los otros, pero él no siente miedo, ni tampoco lo siente su prosa; por eso, tal vez, sus mazorqueros nunca adquieren el relieve de los de Echeverría. Se debe en parte a que escribe desde Chile, donde se siente seguro, más que en Montevideo sin duda, adonde llegaba con mayor facilidad el largo brazo del tirano, pero no alcanza con eso; todos sus escritos revelan una característica que, en ausencia de otro término mejor, yo llamaría la invulnerabilidad de Sarmiento. Echeverría, por contraste, es infinitamente frágil. Lejos de ocultar o minimizar las humillaciones que recibe, Sarmiento las atesora y las exhibe, y entre líneas se lo escucha mascullar: ‘Ya van a ver cuando crezca’. Nada lo detiene, nada lo amilana, nada lo derrota. Parece de goma.
En un momento inolvidable de Campaña en el Ejército Grande,10 Urquiza, que evidentemente se ha hartado de este cuyano agrandado, sabiendo que es capaz de tolerar la hostilidad pero nunca el ninguneo, le manda escribir por su secretario:
Su Exc. el Sr. General ha leído la carta que ayer le ha escrito usted, y me encarga le diga respecto de los prodigios que dice U. que hace la imprenta asustando al enemigo, ‘que hace muchos años que las prensas chillan en Chile y en otras partes, y que hasta ahora D. Juan Manuel de Rosas no se ha asustado; que antes al contrario, cada día estaba más fuerte’.
Sarmiento no sólo no disimula el insulto, sino que, como el Dogberry de Mucho ruido y pocas nueces, lo repite a cuantos quieran escucharlo y publica también su respuesta:
Las armas que combaten a Rosas son invencibles; pero también es cierto que la opinión lo ha abandonado, y alguna parte, por pequeña que sea, debe concedérseles a los que han tenido el coraje de combatir su poder diez años y demostrar su inmoralidad y su impotencia, y yo no acepto la negación de la parte que me toca en ella, porque aceptarla sería desesperar del porvenir de mi patria y anularme.
No dejemos de prestar atención a la ecuación casi subliminal que construye sobre el final: anularme = desesperar del porvenir de mi patria. El puesto subalterno de boletinero del ejército, que Urquiza le tiró para ponerlo en su lugar, lo utiliza Sarmiento en provecho propio y usa esos mismos boletines para escribir y publicar, el mismo año, un libro para defenestrar al general victorioso.
Podría decirse sin exagerar que la carrera posterior de Sarmiento es una larga y quijotesca lucha para hacer coincidir a la realidad con sus dichos, de crear en el mundo exterior un Sarmiento que concuerde con el que desde las páginas de su libro increpa al tirano; cuarenta años después, en ocasión de la traducción al italiano, diría que su Facundo:
[Había] servido de piedra para arrojarla ante el carro triunfal de un tirano, y ¡cosa rara! El tirano cayó abrumado por la opinión del mundo civilizado, formada por este libro extraño, sin pies ni cabeza, informe, verdadero fragmento de peñasco que se lanzan a la cabeza los titanes.
Imagen de Rosas
Si desde el punto de vista político hay en el Facundo dos imágenes sucesivas de Facundo (el bárbaro salvaje y el bárbaro en vías de civilizarse) y desde el literario, dos imágenes simultáneas o una sola imagen valorada positiva o negativamente según la mire el Sarmiento iluminista o el romántico, se puede argüir que de Rosas hay una sola, pero es una imagen compuesta. El Rosas de Sarmiento es ejemplo de un oxímoron que persigue tentativamente la literatura occidental del siglo XIX: el civilizado bárbaro (por ejemplo, el Kurtz de El corazón de las tinieblas de Conrad), y que realizará plenamente la historia del siglo XX en el nazi. Es un monstruo de naturaleza, un hipogrifo violento, una esfinge, un centauro, en suma un freak. No es moreno sino rubio, nada hirsuto sino lampiño y atildado, no viste poncho y chiripá sino casaca, ha renunciado a la montonera y a las cargas de caballería y se apoya en la artillería y la infantería; los gauchos de sus estancias parecen, por lo obedientes y laboriosos, colonos alemanes o vascos… Maestro del equívoco, como el Maquiavelo de las moralidades medievales y del teatro renacentista temprano, ha logrado llevar la barbarie a la ciudad, convertir a Buenos Aires, otrora centro de la civilización, en foco irradiador de barbarie; bajo la bandera del federalismo ha instalado un régimen unitario y bajo la del americanismo ahoga a los otros pueblos americanos.
Ese mismo americanismo, que había servido para justificar en parte a Facundo y, plenamente, a Bolívar, es en Rosas ocasión de confusión y patraña, y Sarmiento, anticipando al revisionismo que tratará de refutarlo, señala que muchos jóvenes:
[…] preocupados por las doctrinas históricas francesas, creyeron que Rosas, su gobierno, su sistema original, su reacción contra la Europa, era una manifestación nacional americana, una civilización, en fin, con sus caracteres y formas peculiares.
Europa nos aleja de Europa; el romanticismo europeo nos lleva a exaltar lo particular americano en contra de los universales valores del iluminismo europeo. El Juan Dahlmann de Borges caerá en la misma trampa.
“Tirano semibárbaro” lo llama en otro momento; lo suyo no es barbarie espontánea sino terror organizado, nunca se deja llevar por sus instintos e impulsos, todo lo contrario, “falso, corazón helado, espíritu calculador, que hace el mal sin pasión y organiza lentamente el despotismo con toda la inteligencia de un Maquiavelo”. Rosas es, en última instancia, lo que le desbarata a Sarmiento todas sus clasificaciones, las categorías que definen su orden argentino y americano. Desde esta perspectiva podemos volver sobre la invocación del comienzo: lo que Sarmiento le pide a la sombra de Facundo no es tanto que revele su propio enigma sino el de Rosas:
Facundo no ha muerto; está vivo […] en Rosas, su heredero, su complemento; su alma ha pasado a este otro molde más acabado, más perfecto, y lo que en él era sólo instinto, iniciación, tendencia, convirtiose en Rosas en sistema, efecto y fin.
El desafío de él y de los que luchan contra Rosas hace quince años es descifrar al
[…] monstruo que nos propone el enigma de la organización política de la República. Un día vendrá, al fin, que lo resuelvan, y la Esfinge Argentina, mitad mujer por lo cobarde, mitad tigre por lo sanguinaria, morirá a sus plantas […] Necesítase, empero, para desatar este nudo que no ha podido cortar la espada, estudiar prolijamente las vueltas y revueltas de los hilos que lo forman.
Aquí, la palabra clave es ‘monstruo’, entendida no en el sentido actual de criatura cruel que asusta a los niños, sino de prodigio, caso único que desafía a las clasificaciones: el hombre elefante, los siameses Chang y Eng, el minotauro. Facundo es un tipo, un individuo representativo de su especie; Rosas es un caso único, un conjunto de uno. Catorce veces aparece la palabra ‘monstruo’ (a veces como ‘monstruoso’) en el Facundo, siempre aplicada a Rosas, nunca a Quiroga. Facundo es el pasado, un pasado que desaparecerá más rápido si triunfan Sarmiento y los suyos, pero que desaparecerá de todos modos; Rosas es el presente y, si no se lo impiden, también el futuro. El momento en que Sarmiento logra una mayor inteligibilidad sobre Rosas es, también, aquel en que pone entre paréntesis su maniqueo esquema de oposiciones (civilización/barbarie, Europa/América, ciudad/campo) y, en un momento casi marxista, vislumbra que lo que está sucediendo es que se ha tomado muy deliberadamente un modo de producción determinado (el de la gran estancia pampeana) como modelo para el funcionamiento del Estado:
Las fiestas de las parroquias son una imitación de la hierra del ganado, a que acuden todos los vecinos: la cinta colorada que clava a cada hombre, mujer o niño, es la marca con que el propietario reconoce su ganado; el degüello de cuchillo, erigido en medio de ejecución pública, viene de la costumbre de degollar las reses que tiene todo hombre de campaña; la prisión sucesiva de centenares, es el rodeo con que se dociliza el ganado, encerrándolo diariamente en el corral; los azotes por las calles, la Mazorca, las matanzas ordenadas, son otros tantos medios de domar a la ciudad, dejarla al fin como el ganado más manso y ordenado que se conoce.
Aquí no hay atavismo ni maldición de la sangre ni influencia del clima y la geografía sobre los caracteres nacionales o individuales, hay una decisión política de aplicar un modo de producción altamente eficiente al funcionamiento del Estado. La idea es tan moderna, tan radical que, en el momento mismo de formularla, Sarmiento retrocede horrorizado:
¿Dónde, pues, ha estudiado este hombre el plan de innovaciones que introduce en su gobierno? […] Dios me perdone si me equivoco, pero esta idea me domina hace tiempo: en la Estancia de ganados en que ha pasado toda su vida […]
‘Dios me perdone’: la exclamación de los que han vislumbrado una verdad vedada a los hombres. Sarmiento preferiría cualquier otra explicación, y lo dice en una frase, mitad desafío y mitad súplica:
Si esta explicación parece monstruosa y absurda, denme otra; muéstrenme la razón por qué coinciden de un modo tan espantoso su manejo de una estancia, sus prácticas y administración, con el gobierno, prácticas y administración de Rosas.
¿Cuál es el terror que hace retroceder a Sarmiento? Tal vez, el miedo de que Rosas sea un caso único sólo por ahora, de que no sea un freak sino un tipo nuevo, que no represente el pasado, que se irá sin remedio, sino el futuro que llega. Es el momento más moderno del Facundo, modernidad que sería horriblemente corroborada menos de cien años después, cuando los nazis estudiaran el sistema industrial de los mataderos de cerdos en los Estados Unidos para luego aplicarlo en los campos de exterminio, como cuenta, entre otros, J. M. Coetzee en Elizabeth Costello. Es natural que Sarmiento se asuste, ha entrevisto, al final del túnel del tiempo, el uso de las picanas de ganado sobre cuerpos humanos, los aviones nocturnos despegando de las pistas de la ESMA y Campo de Mayo, el procesamiento sistemático de cuerpos vivos y cadáveres de la última dictadura.
No es de asombrarse, entonces, que hacia el final recule y regrese a su idea del freak y monstruo; si se lo elimina, no habrá otro. “No creo imposible que a la caída de Rosas suceda inmediatamente el orden”, dice sobre el final de su libro, y propone una teoría del hartazgo como motor del cambio: “Los pueblos obran siempre por reacciones; al estado de inquietud y alarma en que Rosas los ha tenido durante quince años, ha de sucederse la calma necesariamente, por lo mismo que tantos y tan horribles crímenes se han cometido, el pueblo y el Gobierno huirán de cometer uno solo”, esperanzas que parecen una premonición de lo que sucedería en el país desde 1983 en adelante. Resulta también tentador relacionar con nuestro pasado reciente el párrafo en que alude a la participación en los crímenes de Estado:
Por otra parte, es desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven criminales y que los hombres extraviados que asesinan cuando hay un tirano que los impulse a ello son en el fondo malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre que hoy se ceba en sangre por fanatismo era ayer un devoto inocente, y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la incitación que lo indujo al crimen.
Este párrafo parece más dictado por la esperanza que por la experiencia y obedece a la fantasía optimista de que, caído Rosas, desaparecerán con él todos los males. Resulta ingenuo creer que la maldad colectiva es una emanación de la maldad de un solo hombre pero, aun así, uno prefiere al Sarmiento optimista e ingenuo que escribe estas palabras al optimista e ingenuo que escribe: “No trate de economizar sangre de gauchos. Es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de humano esos salvajes”.11
Fin de partida
Es sabido y archisabido que el Facundo se inicia con la siguiente escena de escritura:
A fines del año 1840, salía yo de mi patria, desterrado por lástima, estropeado, lleno de cardenales, puntazos y golpes recibidos el día anterior en un de esas bacanales sangrientas de soldadesca y mazorqueros. Al pasar por los baños de Zonda, bajo lar armas de la patria, que en días más alegres había pintado en una sala, escribí con carbón estas palabras: On ne tue point les idées.
Las escribe en francés, nos aclara, para que no puedan entenderlas los bárbaros. La literatura argentina empieza con un graffiti, lo cual ya es bastante bueno, y sería todavía mejor si pudiéramos tomar “los baños” literalmente y proponer que la literatura argentina empieza por un graffiti de baño público (el lugar más secreto de la palabra pública); pero del relato se infiere que la pintó del lado de afuera. Una pena. Así, más que graffiti, es una pintada, lo cual convertiría a Sarmiento en padre del género (si bien a los que la llevaron a su máxima expresión en los años sesenta y setenta no les caía muy simpático que digamos). No voy a abundar aquí en el tema de la atribución errónea denunciada por Paul Groussac, porque ya lo hizo de manera inolvidable Ricardo Piglia en Respiración artificial.12 Sí quisiera destacar la extrema fisicalidad de esta escena de escritura inaugural de nuestra literatura: se escribe con carbón, sobre las piedras; se escribe por haber recibido una paliza; los golpes y puntazos que los mazorqueros le entran en el cuerpo salen como escritura, el cuerpo de Sarmiento traduce la barbarie en civilización, la violencia en escritura.
La pintada es la primera carta de Sarmiento dirigida a Rosas; es su desafío, el inicio de la payada. El final, el melancólico final, no se encuentra en Facundo sino en Campaña en el Ejército Grande. En la víspera de la batalla que pondrá fin a su reinado de veinte años, Rosas lee los papeles del boletinero Sarmiento, robados por sus hombres del campamento enemigo. Nos cuenta este último:
Tienen estos apuntes la gloria y la recomendación de haber pasado en resumen por la vista de D. Juan Manuel de Rosas, la víspera de la batalla, como si hubiese sido la mala suerte de aquel pobre hombre, que yo había de estarle zumbando al oído: ¡caerás… ya caes… ya has caído!
Rosas le roba a Sarmiento sus papeles y, cuando éste los recupera, vienen con un mensaje cifrado:
Debió hallarlo, sin embargo, bueno y verídico, pues no lo rompió, y pude rescatarlo entre los despojos del combate, y hallar todos mis papeles, según la minuta del general Pacheco, en orden; y ¡cosa extraña y fatídica! amarrados todos con una ancha cinta colorada. ¿Mandábame Rosas en ella el cordón morado13 que debía amargar nuestro triunfo?
Esta escena de lectura se complementa con esta otra de escritura, secreta y nocturna:
En la noche fui a Palermo, tomé papel de la mesa de Rosas y una de sus plumas, y escribí cuatro palabras a mis amigos de Chile, con esta fecha: Palermo de San Benito, febrero 4 de 1852. Era ésta una satisfacción que me debía, y un punto final a aquel alegato de bien probado que había principiado con la carta al general Ramírez, en 1848: ‘¡Yo me apresto, General, para entrar en campaña!’. Había cumplido la tarea.
Este final parece anticipar alguno de esos cuentos de Borges sobre enemigos mortales que se espejan uno en el otro o son el anverso y el reverso de la misma moneda, como “El fin” y “Los teólogos”:
A causa de su fatal don, tuve que seguirle a poco; como él, aislarme en un buque de guerra; como él contemplar tristemente a Buenos Aires tres días desde las balizas; como él, decir adiós a la patria y tomar el camino del extranjero, acompañado para mayor derisión [sic] de la fortuna, de su sobrino y de su hermano el general Mansilla.
La literatura no da derechos
En un gesto que tenía mucho más de provocación que de homenaje, Sarmiento dedicó a Juan Bautista Alberdi este libro, que era una refutación pormenorizada de todo aquello que Alberdi en ese momento sostenía: la necesidad de apuntalar la figura de Urquiza y, por extensión, la de los caudillos provinciales, de poner fin al ciclo de guerras civiles, de trabajar con el país posible en lugar de seguir luchando por el país ideal. Alberdi no era hombre de quedarse en el molde y respondió a la mojada de oreja con una serie de cartas escritas desde Quillota, Chile, que han pasado a la historia como las Cartas quillotanas, que Sarmiento fue contestando puntualmente en otras tantas que publicaría con el título de Las ciento y una, en una escalada verbal que comenzó por la confrontación de ideas y culminó en la diatriba rabiosa y el insulto gratuito:
[…] ese raquítico, jorobado de la civilización […] ese entecado que no sabe montar a caballo; abate por sus modales, saltimbanque por sus pases magnéticos; mujer por la voz; conejo por el miedo; eunuco por sus aspiraciones políticas…
Quien insulta es Sarmiento, qué duda. ¿Por qué está tan enojado Sarmiento? Más allá de que el sanjuanino tendiera a ver cualquier atisbo de oposición o aun de apoyo tibio como un ataque personal destinado a destruirlo (“¿De qué se trata en su Cartas quillotanas? De demoler mi reputación. ¿Quién lo intenta? Alberdi. […] ¿Cuál es el resultado de su libro? Dejar probado que no soy nada y que usted lo es todo”), lo fundamental, para las cuestiones que aquí nos ocupan, parece ser que Alberdi, en sus cartas, localiza el punto G de la política sarmientina: la creencia de que el genio poético manifestado en sus escritos lo facultaba, fuera a decirle a los hombres del poder cómo debían gobernar, fuera a gobernar él mismo. Alberdi revela los supuestos que subyacen a la argumentación de Sarmiento —que coinciden con los de este libro, salvo que para Sarmiento nunca rige el Als Ob—, y al explicitarlos los muestra ridículos, no sólo ante el público lector sino ante Sarmiento mismo.
Comienza desarticulando una de las ecuaciones básicas del esquema sarmientino, la que igualaría civilización con cultura letrada, por medio de la figura de la prensa bárbara:
La prensa sudamericana tiene sus caudillos, sus gauchos malos, como los tiene la vida pública en los otros ramos […] Por diez años Ud. ha sido el soldado de la prensa; un escritor de guerra, de combate. En sus manos la pluma fue una espada, no una antorcha.
Festeja luego el ninguneo de Sarmiento, justificando a Urquiza paso a paso, y concluye demoliendo la pretensión de aquél de dirigir él mismo los destinos de la patria:
Atacaría Ud., probablemente, al hijo del Sol, si estuviese en lugar de Urquiza, a Varela, a Rivadavia, porque serían a los ojos de Ud. usurpadores del puesto que considera Ud. pertenecerle con el derecho que a sus ojos le dan sus antecedentes de escritor […] ¿Por qué se considera Ud. un mito político, o un candidato al gobierno argentino? ¿Por haber escrito diez años contra Rosas? No hay duda de que haber escrito diez años contra el tirano de la República es un título de gloria, pero es mucho mayor el de haberlo volteado en el campo de batalla. ¿Quién confundiría la gloria de Mme. Staël con la de Wellington, como vencedores de Napoleón?
Subyacen a esta polémica —como señaló Tulio Halperín Donghi— dos concepciones radicalmente distintas y esencialmente inconciliables acerca del rol de los intelectuales en la formación de los Estados modernos de Sudamérica; para Alberdi:
[…] había en el país grupos dotados ya de poderío político y económico; […] el servicio supremo de la elite letrada sería revelarles dónde estaban sus propios intereses; una vez logrado esto, esa elite debía prepararse a bien morir.14
Sarmiento, en cambio, considera que los que bien pueden morirse son los otros, pues esa elite, o sea él mismo, está perfectamente capacitada para gobernar ella misma; que hay una equivalencia entre saber y poder o, si extremamos aun más el planteo, entre palabra y poder, y dedicará su vida y su carrera a probarlo.
Lo insólito, lo increíble, es que, si bien los argumentos de Alberdi son irrefutables, al punto que Sarmiento no sabe cómo responder a ellos y se ve reducido al balbuceo espasmódico y fu