La vez que casi me muero y otros relatos

Fragmento

El hombre que derrotó al capitalismo

Si una virtud me distingue es la de diagnosticar ebrios. Rápidamente me doy cuenta de si el borracho que tengo enfrente se encamina hacia la nostalgia, la violencia, el sentimentalismo, la depresión, la discusión de cantina, el canto, la introspección o la anarquía. Los saco al toque. Juan Pablo Ramos, actualmente kinesiólogo, de jovencito pateaba puertas en la madrugada, escribía con aerosol las paredes y movía los tachos de basura hacia el medio de la calle. Era claramente un borracho anarquista. Gustavo Casal, actualmente ingeniero, con un vaso en la mano y una postura generalmente tambaleante, cada vez que se embebía resaltaba los valores de la amistad y la fraternidad. “Vos sabés lo que yo te quiero a vos”, era una de sus frases de cabecera: borracho sentimental. Así todos. Yo claramente pertenezco a la corriente “Borrachos nostálgicos” y siempre intento hablar de viajes pasados. Si el interlocutor me da pie, incluso saco fotos viejas y me hago la noche.

Hay infinidad de estilos de borrachos. El último que descubrí en mi grupo más cercano es el del beodo emprendedor. Se trata de un borrachín que, al ver cómo se le pasa la vida y no hace nada, promete innovaciones y proyectos en el marco en el que más cómodo se desenvuelve: la noche. Varios de mis mejores amigos, entre los 25 y los 30 años, se encolumnaron detrás de este paradigma. Así es como me ha tocado escuchar que las pastas caseras a domicilio serían un negocio millonario, que había que invertir en bonos, que había que comprar terrenos en el parque industrial de Bahía, que en la plantación de tomates estaba el secreto, que había que llenar la costa atlántica de palmeras y otras mil propuestas delirantes. Mil propuestas que cobraban valor y seriedad en el transcurso de las veladas, pero que morían en la intrascendencia en la mañana inmediatamente posterior.

—El jueves a las diez nos juntamos en tu casa, tomamos unos mates y le damos para adelante —decía uno.

—Mejor a las once, así dormimos un poco más —acotaba el otro.

—Dale, a las doce, estoy ahí.

Y se despedían con un fuerte apretón de manos en medio de la madrugada. Felices por la certeza de haber encontrado el rumbo económico. Obviamente, al jueves siguiente ninguno asistía y la reunión no se hacía. Y la tormenta de ideas se posponía hasta la posterior borrachera.

Por todo esto es que, cuando escuché a mi amigo Diego De Battista afirmar con total impunidad en medio de una barra de un bar cualquiera que él pensaba viajar al Mundial de básquet de España, lo tomé con naturalidad. Diego, un ícono entre los mencionados microemprendedores de la inconstancia, no trabajaba de manera estable desde hacía dos años.

—¿Y cómo pensás hacer? —consulté. 

Y entonces, lo absurdo:

—Bueno, yo primero me voy a ir a Brasil en colectivo, voy a estar un mes de vacaciones. O dos, según cómo vea la situación. La playa tira, ¿viste? Después de eso me voy a poner a laburar, de lo que sea. Con mi primer dinero en reales me voy a ir a otra ciudad, voy a conseguir otro trabajo mejor y entonces voy a acceder al ticket para viajar a España. En España te voy a esperar en Ibiza, donde pienso conseguir laburo en un boliche, así después del Mundial volvemos y tenemos el ingreso gratuito. Si todo sale bien, llego a Sevilla con mil euros ahorrados.

Todo este divague fue realizado sin pausas y con una seguridad envidiable. Lo recuerdo perfectamente. Fue la noche que me volcó vino dos veces.

Al percibir tanta utopía azucarada, con respeto y de manera imperceptible, decidí ponerme una suerte de casco de astronauta invisible. Y dejé de prestar atención a Diego: comprendí el desvarío. Lo miraba con atención, aunque ya no lo escuchaba. Para que cobijara su ilusión, eso sí, le garanticé que le conseguiría entradas para ver los partidos. Pero no había sustento fáctico. Bajo el repudiable principio hippie de “todo va a estar bien”, Diego planeaba desafiar al capitalismo.

Lo cierto es que a los diez días, tomó su mochila, se fue a Retiro y arrancó rumbo a Río de Janeiro en colectivo. Más de 42 horas de viaje. Estuvo en playas paradisíacas de vacaciones hasta que hacia el mes de febrero comenzó a trabajar. Vendía cervezas en la playa con una heladerita móvil. Juntó unos reales y se trasladó a Ilha Grande, donde tomó un puesto en un hostel en el que además de recibir a la gente hacía de guía turístico. Dormía en una habitación del local y comía lo que podía. Todo el dinero que juntaba lo guardaba. Hacía horas extras y buscaba changas paralelas. Lo que surgiera. Para mayo, descubrió que llegaba a comprar el pasaje a Madrid. Y entonces tuve que tomar un poco más en serio sus palabras. Sobre todo después de que me mandara su primera foto en España. Nadie sabe bien cómo, de un día para otro, Diego se descubrió en Formentera, al lado de Ibiza, trabajando en un boliche en el que juntaba los vasos que la gente dejaba tirados. Por la mañana, se subía a un barquito y trasladaba turistas de aquella islita a Ibiza. Dormía en el cuarto de unas minas, después en la playa y más tarde en un galpón de un restaurante. No tenía colchón: usaba una hamaca paraguaya que se había comprado en Brasil. Y no gastaba un euro de más. A tal punto que dejó de ser gordo. Con su último esfuerzo, consiguió un hostel en Sevilla.

Hoy, 28 de agosto, ocho meses después de haberlo visto por última vez, Diego, mi mejor amigo desde los siete años, me recibe en España con un abrazo histórico y un bronceado inaceptable. Ha cumplido palabra por palabra con su plan estratégico. Ha sido fiel a su quimera etílica. O a su delirio, lo cual lo enaltece aún más. Y va a ver el Mundial, tal como lo prometió la noche que me volcó vino en dos ocasiones. Hay veces, pocas, en que la convicción y el deseo se imponen sobre lo estipulado; en que el optimismo mental excede la traba material. Esas veces, las menos, son las que, evidentemente, le dan sentido a la vida.

El fin de la infancia

Ocho días antes de la Nochebuena de 1989, que terminó con mi primo Guillermo vestido de Papá Noel en una guardia deshabitada, ebrio y con el tobillo roto, le consulté a mi madre si era verdad que Santa Claus no existía. Lo insinué en un comentario sin firmeza, influido por el estúpido de mi vecino, que espero esté muerto, porque ni siquiera quería creerlo: yo tenía seis años.

La respuesta positiva decretó el fin de mi utopía. Recuerdo aquella noche por el llanto desgarrador y también por el expreso pedido de mi mamá de mantener la parodia para que mi hermano, de tres pirulitos, a su vez, sostuviera su fábula.

Con tortas y platos fríos emprendimos viaje a Punta Alta: mamá, abuela, hermano y quien escribe. El plan, al igual que en fiestas pasadas, era celebrar la gran jornada con mis tíos y primos, todos en un garaje, como hacíamos siempre. Yo estaba entre indignado por la farsa y atado por el contexto. En el remís, casi meto la pata al preguntar si el canario que había pedido mi hermano en su carta a Santa no se iba a ahogar en el baúl del remisero.

—¿Qué canario? —preguntó mi hermano.

—El canario le digo yo a un osito que tengo ahí atrás —respondió el pobre hombre, salvando a tiempo la situación.

Ya en casa de mis tíos, nos recibieron el Pocho y la Chela y sus hijos, Guillermo y Martita. Rápidamente detecté que el Papá Noel al que yo veía con emoción cada año no era otro que Guille, quien tocaba la puerta y huía vestido con el traje rojo puesto para que la ilusión óptica nos permitiera creer que todo era real. Siempre lo veíamos partir apurado, curiosamente sin los renos ni el trineo. Pero nos alcanzaba.

No obstante, aquel año mi hermano se había encaprichado con que quería ver cómo Santa bajaba desde el cielo. Y para darle el gusto, Guille planeaba tirarse de un tejado de poco más de dos metros, saludarlo de lejos e irse con velocidad y misterio por las calles puntaltenses. Salió todo para la mierda.

En principio, porque Guillermo se entregó a la bebida antes de lo aconsejable y 23.50 estaba debatiendo a los gritos, en la mesa, sobre las contradicciones del peronismo en su historia. Una llamada de atención de la tía Chela lo despabiló y en menos de cinco minutos, mi primo, que por entonces tenía 31 años, desapareció, se vistió de rojo, se puso una barba blanca, subió al techo por una escalera semioculta y esperó el sonido de la sirena de los bomberos. Iba a saltar, saludar y aprovechar la confusión de petardos y griterío general para huir: el plan, técnicamente, era perfecto.

“Feliz Navidad”, gritó mi abuela a las cero horas y brindamos con el arbolito de fondo en una atmósfera de panes dulces, jazmines y confites. Y salimos al porche de entrada para ver el montaje. Mi hermano miraba con ansiedad al cielo, cuando de un momento a otro apareció nuestro limitado Papá Noel y desde el tejado anunció: “Jojojo, feliz Navidad”. Afectado por la excitación, o tal vez por el alcohol, perdió la estabilidad y cayó de manera seca contra el suelo. De haber existido el celular, aquel video hubiera revolucionado la red.

—¡AHHLAREPUTAMADREMEROMPÍELTOBILLO! —lanzó Guillermo, consternado e impotente, mientras mi mamá doctora lo asistía, los vecinos se le reían y mi hermano lloraba.

—¿Qué le pasó a Santa? —preguntaba desesperado.

—No te preocupes, Esteban, Santa no está herido. Simplemente está ebrio —respondió con una sonrisa mi tío Pocho, pitando con placer un tabaco, en un costado, alejadísimo de la escena. Fue un momento en el que todos opinaban, pero nadie hacía nada.

—Pónganle Átomo Desinflamante —exigió mi abuela Olga.

—Hielo y calor, hielo y calor —acotó Martita.

—¿Se dieron cuenta de que se escapó el canario? —contempló otro tío, Cholo, inmutable.

—Ahora Santa no va a poder repartir más regalos a los demás chicos del mundo —insistió mi hermano entre hipos en el pecho de mi madre (lo habían llevado adentro para que no viera más nada).

—La sidra Real, caliente, es un arma de doble filo —aportó con ironía el rotisero de enfrente, colado en el bochorno.

Guille no podía levantarse, así que tuvo que recurrir a la ayuda de la tía Chela y de Martita para ser retirado en andas por el garaje, ya sin la barba y con los pantalones rojos arremangados. Jamás olvidaré esa imagen. Como tampoco olvidaré su última respuesta, todavía bajo la personalidad de Papa Noel, mientras avanzaba con notoria renguera y el vecino le subrayaba que, con los trineos, al menos llegaría en un parpadeo a la guardia:

—A vos te voy a meter una bala en cada rodilla. Y cuidá a tu familia, eh. Cuidá muy bien a tu familia.

Fue impactante: Santa Claus, el hombre con mejor reputación del mundo, el héroe de los niños, el abuelo soñado, el emblema de lo equitativo, estaba amenazando de muerte a un rotisero. A un pobre rotisero y a su familia.

A veces pequeñas situaciones definen momentos de la vida y marcan a fuego. Yo recuerdo aquella accidentada Navidad como el fin de mi infancia. Como el asesinato del último paladín intangible. Ya no me quedaban ni Batman, ni Superman, ni los Reyes, ni el Ratón Pérez. Nada. Ya estaba desnudo de amparo simbólico para enfrentar al mundo. Vulnerable. Así es como crecemos. Por eso, hoy, que me designaron por primera vez para vestirme de Papa Noel, decidí respetar la prohibición de alcohol. Respetarme a mí, porque no puedo ridiculizar a Santa, y respetarlos a ellos, a los cuatro pendejos de la familia. Fue una charla de tres minutos: directa y sin preámbulos. A Tianito le afectó la noticia. Pero saldrá adelante. Estoy seguro. Todos lo hicimos.

El policía bueno y el policía malo

Ahora que estoy sentado al lado de mi papá en una compañía de seguros, a la espera de que nos reconozcan un dinero por un choque, me es más fácil sobrellevar su comportamiento. Hace unos minutos, cuando estábamos por entrar, me explicó que él iba a hacer de policía malo. Y que me mantuviera tranquilo, que él manejaba todo. Yo ya he oído esta frase infinidad de veces. De hecho, cada vez que voy a hacer algún tipo de compra con él, la guerra por ganar un descuento incomoda a todos los que presenciamos la escena.

Lo empecé a asumir desde mi primer verano en Mar del Plata. Año 1989. Un parque de diversiones gigantesco. Una noche climáticamente soñada. Habíamos estado días enteros con mi hermano insistiendo para que nos llevaran. Mis padres todavía estaban juntos y, reflexionando a la distancia, estimo que lo que ocurrió esa noche habrá influido en la separación. Si bien cuando uno es niño magnifica las cosas, puedo afirmar que en la cola para ingresar al lugar había cerca de cien mil personas. El ticket salía diez pesos (hoy serían cien, o más) para los mayores de tres años.

Mi hermano de seis años ya medía cerca de 1,60 y no sé si no tenía bigotes. La cola para entrar avanzaba y mis papás discutían. Yo no entendía bien qué pasaba. Hasta que llegó nuestro turno y se concretó el bochorno que marcaría a fuego mi infancia: mi papá tomó a mi hermano en andas como una novia recién casada y pidió tres tickets. Estaba intentando hacer pasar a un pibe de seis años por uno de tres. Mi hermano gritaba:

—¡Bájenme!

La gente se reía. Los que controlaban el ingreso, entre incrédulos y enojados, no cedían.

—Tomá al bebé —le dijo mi papá a mi mamá.

—Yo puedo solo —aclaraba mi hermano.

—Señor, esto es un papelón —insistían los de seguridad.

—El papelón son ustedes que quieren que pague por un nene sólo porque tiene aspecto de más grande. Insensibles.

Tanto rompió los huevos, que mi hermano entró gratis.

Aun después de haber vivido infinitas de estas secuencias, ahora, sentado a su lado en la compañía de seguros, sé que lo que está por pasar será bochornoso. Pero no me puedo ir. Es mi choque, soy el responsable, mi papá (Mario) me está ayudando. Por suerte lo tengo de mi lado. Así que me entrego al show. Y tomo, tímidamente, el rol que me ha sido asignado; por momentos, con incredulidad; por momentos, con vergüenza.

Sé todo lo que va a suceder. Escucho a mi padre gritar:

—Abono todos los meses el seguro para que me den mil vueltas por un choquecito. Quiero dar de baja el seguro.

Luego escucho al empleado caer en la trampa:

—Cálmese, señor. 

Y nuevamente a mi padre:

—No me calmo nada. Voy a llamar al encargado y saco de esta empresa todos los seguros que tengo. Es una falta de respeto gravísima.

Y nuevamente al encargado:

—Haga lo que quiera, acá hay pasos que cumplir. 

No hace falta que mire para atrás: tengo en claro que todas las personas que esperan ser atendidas están al tanto de nuestro caso. Mi papá entonces saca el teléfono y, luego de una cantidad de cuestionamientos interminable (nunca un insulto, aclaro) cuelga. Dice que ya está. Momentos después se agarra el pecho y afirma que se siente mal, que le está subiendo la presión. Y sin dejar de gritar, abandona el lugar, acompañado por una señora que ha comprado su extrema gesticulación. De un momento a otro, he quedado solo frente al pibe que atiende, quien, aún conmovido, me pide perdón. Y si bien no me da la baja del seguro, me agiliza todo el trámite.

Sin poder levantar la vista, pido disculpas por el episodio y me retiro de la oficina. Afuera espera Mario. Un Mario exultante.

—Boludo, ¿te diste cuenta de que cuando me hice el que llamaba al encargado tenía el teléfono al revés? Jaja —me dice.

Y sentencia:

—El policía bueno y el policía malo, Germán. Más clásico que los Benvenuto. ¿Vamos a comer algo? Tengo un hambre.

Ramirito

Ramiro Gauna fue el primer bebé con el que me encariñé de manera sincera. Era el sobrinito de una ex novia. El primer nieto de una familia con cinco hermanas. Estaba totalmente sobreprotegido. El padre, un chaboncito de apenas 19 años, combatía la fiebre de acoso femenina instándolo a que pateara la pelota. Pero la batalla estaba perdida de antemano: el niño, con un par de lágrimas, conseguía el consuelo de millones de tetas. Era un jeque. Todo lo que Ramiro hacía, desde pis hasta leves movimientos con las manos, era exageradamente celebrado. Tenía todos los juguetes posibles. Y el pulso de la casa. No se podía creer.

Hasta que un día el niño empezó a hablar y descubrí que me divertía. Mi primera medida adolescente fue enseñarle frases provocadoras. Por ejemplo: estábamos todos viendo una película, aparecía una dama ligera de ropas y Ramirito, previamente adoctrinado, decía:

—Hola, bebé, ¿vamos a tomar una copa?

Entonces la madre (Sandra) preguntaba quién le había enseñado eso y todas las hermanas me puteaban.

Cuando Ramiro cumplió cuatro años y empezó con el ciclo de preguntar por qué a todo, yo ya lo quería con el corazón. Y, en momentos de soledad, charlábamos como dos hombr

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