El jardín de los delatores

Cristina Pérez

Fragmento

CAPÍTULO 1

—El teatro tiene que sublevarte, tiene que ser una rebelión en el pecho. Como esta escena, que es una especie de rayo… ¡directo a tu voluntad!

Exaltado, Bautista había puesto en pausa la película y, con la vehemencia de un predicador, parecía transmitir el soplo del espíritu a la actriz que acababa de elegir para su nueva obra. Corina lo miraba embelesada. Hacía ya dos semanas que había hecho la audición con la que ganó un papel que le seguía pareciendo inalcanzable. Se había preparado metódicamente para lograrlo y ahora observaba triunfal a ese hombre al que, de alguna manera, había conquistado y tenía que conquistar aún más: el reconocido director de cine y teatro Bautista Quiroga.

Él hablaba absolutamente liberado de las formas. Ella seguía sus movimientos casi sin pestañear y con la boca entreabierta. Estaban en la total intimidad de la sala de proyección que el cineasta tenía en su casa y él se mostraba decidido a explicarle la esencia de lo que buscaba en la obra. Esa era para él una fase primordial de la comunicación con los actores, y la vivía con especial intensidad. A partir de allí podían seguir construyendo lo que vendría.

—¿Entendés lo que te digo, Corina? El momento de La Marsellesa en Casablanca te hace saltar de la butaca, te impulsa hacia algún lugar muy libre. Un lugar muy libre tuyo, más allá de la película. Es un momento cinematográfico que no deja de tener ese efecto aunque pasen mil años, te lo aseguro —siguió, acompañando su parlamento con ampulosos movimientos de brazos que esta vez lo hacían parecer un enfervorizado director de orquesta. Y cuando ya se elevaba hacia el clímax de esa sinfonía, la explosión de una carcajada de ella lo sumió abruptamente en el silencio.

La miró perplejo. Corina se tapó la boca, contuvo el aire e intentó reprimir la risa. Pero ya era tarde. Él la miraba con ojos punzantes. Sintió furia por un instante, ante lo que recibía como un desafío a su autoridad estética. Un sacrilegio menor, pero sacrilegio al fin. Siguió mirándola. Y antes de poder emitir una queja o una reprimenda, algo en él se retractó, capitulando ante el poder de una magnética atracción en esa inesperada insolencia.

—¿Te reís de mí? —le dijo inquisidor a la joven.

Ella tenía algo especial. Ese rostro caucásico, extraño para su apellido francés: Gourdin. Esos pómulos marcados y su pelo rubio —tan rubio que parecía emanar luces blancas— y que llevaba cortado como varón. Ahora que la miraba de nuevo, esa nuca al descubierto con una pelusa platinada, cortada a navaja, delataba su insolencia. Cuando la vio por primera vez, lo cautivó esa estética andrógina, aunque al observar sus movimientos captó en segundos a la mujer que había en ella, lánguida, ondulante y felina.

—No, no, te juro que no… —respondió Corina urgida y sin contener aún del todo la risa—. Es que parecías salido de la película. Como si vos estuvieras peleando con los nazis y no el bueno de Laszlo.

La respuesta de la joven cambió su sonrisa por una mueca de desconcierto que él no ocultó y que ella entrevió perfectamente, recibiéndola como una advertencia que comenzaba a preocuparla.

—Perdón, te dije algo malo… Te dije algo fuera de lugar… ¿Te dije algo fuera de lugar? Perdón, Bautista. En serio.

—No. Quedate tranquila. Soy muy apasionado. Ya me vas a conocer mejor. Yo también te pido disculpas por la desmesura —le dijo él mientras le daba la espalda y hacía un ademán hacia atrás con el brazo derecho, como si pusiera el episodio en el pasado y le indicara a ella olvidarlo—. Lo que pasa es que…

—No tenés que explicarme nada. ¡Me encanta todo! ¡Todavía no puedo creer que estoy acá! Digo, con este proyecto tuyo… ¡Guau! —exclamó Corina mientras se levantaba ágilmente de su sillón, echaba hacia atrás la cabeza y cerraba los ojos suavemente para abrirlos en dirección al cielo, como quien se congratula pero a la vez le agradece al destino.

Parecía un gato de angora negro y brillante, que se ondulaba imperceptiblemente como un mimo en la oscuridad, en esa sala con paredes plomizas que no dejaban entrar ni salir el sonido. Cuando Bautista de pronto la sintió acercarse, sufrió una especie de vértigo. Ella se puso frente a él. Estiró su mano derecha y la posó sobre el hombro del director. Luego lo miró a los ojos y le dijo:

—Gracias por confiar en mí, director. ¡Te admiro tanto! Espero con todo mi corazón estar a la altura de tu talento. Mirá, con solo pensarlo hasta me siento mareada… —afirmó mientras perdía repentinamente el equilibrio, sin dejar de sonreír en el balanceo, hasta que él la tomó de un brazo y de la cintura pensando que iba a caerse—. Bueno, también me mareo por el vino que tomamos… —completó ella, simpática y dejándose sostener por él.

Los dos hicieron silencio. Ella, tan desinhibida, de pronto se mostró tímida y escondió la cara encendida con un leve rumor. Hizo señas con las manos, sin mirarlo, de que estaba todo bien y se agachó en la alfombra de lana blanca a buscar sus zapatos.

—Voy al baño. ¿Puedo…? —le preguntó ya calzada, sin levantar los ojos, mientras Bautista seguía mirándola.

—Claro. Es por ahí —le dijo cordial y formal, señalando una puerta al fondo de la sala. Con su vista ella siguió el dedo índice extendido y caminó en la dirección de la línea invisible que marcaba.

Casablanca había quedado detenida en la escena de La Marsellesa. Bautista Quiroga iba a verla de nuevo mientras esperaba a Corina. Había visto esa escena cientos de veces y le daba felicidad compartirla con alguien a quien percibía como un ser muy especial. “Play. Rodando…”, murmuró con regocijo. Ahí estaban de nuevo los militares alemanes imponiendo su música en el bar de Rick. No les alcanzaba con el terror en toda Europa. La ocupación nazi no solo había llegado al Marruecos francés sino que también se entrometía incluso en los espacios de la diversión, como una sombra imparable. Ahí estaba el barman, con el miedo filmado en la luz de las pupilas. Y Rick, disimulando normalidad. Y una mujer hundiéndose en su mesa, y en su trago.

Mientras la música germana sonaba, había alguien que estaba decidido a cambiarlo todo por un instante. Era Laszlo, el buscado jefe de la Resistencia, que avanzaba a paso firme. Laszlo se paró frente a los músicos y les ordenó tocar. Rick Blaine —Humphrey Bogart— asintió desde lejos con un gesto. Y La Marsellesa desanudó el pecho y abrió las gargantas. Y todos la cantaron. Y el silencio se rompió. Y se silenciaron los alemanes. Y fue un momento eterno, porque el miedo se quebró. El maldito miedo. Aunque luego los siervos del Führer hicieran cerrar el maldito bar.

Bautista Quiroga seguía la secuencia con ojos que parecían filmarla de nuevo. Sabía de memoria los planos de la película, las frases del guión, y cantaba embravecido por enésima vez esas estrofas tan liberadoras. “¡Ah!”, suspiraba. Cada vez que podía compartirlas, esas emociones volvían a inundarlo.

En el toilette, Corina, que en realidad no estaba ebria, tomaba nota de las palabras del director para no olvidar los dichos textuales que debía reportar luego. La espía se había preparado muy bien para actuar de actriz.

CAPÍTULO 2

El invierno era más crudo a esa hora de la noche. Diego Barros temblaba de frío. La Plaza de Mayo era una especie de imán para el viento desde todas las direcciones. Su cuerpo, encogido contra una de las columnas de la Catedral, no lograba producir el calor suficiente para dejar de tiritar. Ya había esperado por más de media hora a su contacto. Y comenzaba a impacientarse.

Veía pasar jóvenes que ofrecían sopa a los que no tenían techo. Una chica de ese grupo se le acercó. Tosco y ocultando su rostro, tomó el vaso térmico que le extendió la muchacha con cara de virgen. Diego ni siquiera le dijo gracias. Ella sonrió. “Necesitaba tomar algo caliente”, pensó él luego de dar el primer sorbo.

Había pasado la medianoche y no tenía dónde ir. “Mierda”, se quejó. Su peor enemigo siempre fue una ansiedad que lo centrifugaba por dentro, exprimiendo su energía. Irina siempre le decía eso. “Apagá la centrifugadora.” Y él se reía. ¿Qué sería de Irina? La iba a extrañar. Dos años viviendo juntos, los cinco, como hermanos, y ahora, por fin la misión. “Calma, calma, tranquilidad”, se decía a sí mismo mientras volvía a encontrar con la vista a la chica que repartía sopa. “Pobre estúpida. No hay caso. Son una manada. Nacieron para ser manada. No se bancarían ni un minuto de presión”, musitó para sí. “Es linda igual. Y lleva puesta ropa cara. Me la cogería para entrar en calor. Sería divertido escucharla gritar.” Esa debilidad o inferioridad que representaba para él la joven le estimuló nuevos bríos.

Él sí está preparado para resistir. Solo los superiores resisten. Esa es su filosofía. Y “la resistencia es todo”. Eso lo llevó a aceptar unirse al PP5 y dejar sus años de militancia en agrupaciones sociales de las más duras, de esas que están siempre listas para cualquier tarea de disrupción. La política de guerrilla en las calles lo había llevado de la izquierda a la derecha. “Porque el sistema es una farsa.” Lo que valía era estar atento y activo para perforarlo desde cualquier ángulo. Ahora solamente esperaba que comenzara la acción. “Hay que enseñarles de una vez a estos idiotas, boludos útiles de la revolución por Internet. ¡Por Internet! Solo los burgueses pueden hacer la revolución por Internet. Perfecta para preservar la comodidad. El Mayo francés de la paja. ¿No se dan cuenta de que los usan?” Ese había sido su discurso de presentación ante quien lo había reclutado para la misión que iba a cambiar su vida. El tiempo de entrenamiento le había permitido aprender a administrar su energía con la frialdad necesaria para que no se le volviera en contra.

Aún le resonaban las palabras del día de despedida. “En esta fase ya se ha cortado el cordón umbilical con la base de mando. No deben dejarse ganar por la ansiedad ni dudar. Está todo programado.” “Más vale que esté todo programado porque yo estoy a punto de congelarme.” Lo calmaba recordar aquellas palabras del coordinador de su misión. Le daban reaseguro. Antes de ese entrenamiento, él no era nadie. “Era carne de cañón al pedo y no tenía un mango. Ahora hasta tengo cuenta negra y afuera.”

Metido en sus pensamientos, Diego no había reparado en que alguien estaba sentado a su lado. Un olor insoportable hizo que se percatase de la novedad. “¡Un mendigo apestoso! Lo que me faltaba”, se dijo a sí mismo mirando para otro lado luego de notar la presencia del indeseado compañero y tratando de no respirar el mismo aire que el linyera. Inesperadamente, el hombre le lanzó un carpeta arrojándola como un naipe hacia donde estaba sentado. El joven reaccionó, había comprendido. Miró de costado, la tomó, la abrió. En la primera página estaba el código que necesitaba. La cerró rápidamente y volvió a buscar al mendigo. Pero había desaparecido. Era esperable. Observó a su alrededor, nada llamativo a la vista. Repasó lo que había leído. Ya tenía una dirección que sería su casa y al día siguiente comenzaría a estudiar en el prestigioso Instituto de Tecnología. Había más detalles de su vida ficticia: venía de vivir en España y tenía nuevo nombre. “Casi nuevo nombre”, se rió. Su nuevo apellido le pareció una ironía. “Soy Diego Bueno”, dijo en voz alta y soltando una carcajada mientras bajaba a los saltos la escalera de la iglesia. La chica que repartía sopa lo miraba. Él la observó de reojo, con desprecio, y siguió su camino, perdiéndose por Diagonal Norte, en busca de su nueva identidad.

CAPÍTULO 3

Mirar la Plaza de Mayo desde el Cabildo se había convertido en un ejercicio de perspectiva fascinante. Desde las ambiciosas reformas en el microcentro realizadas en 2023, ese lugar central de la historia argentina, era el vértice de una explanada triangular que llegaba hasta el Río de la Plata. Las láminas de hologramas que la bordeaban durante la noche le otorgaban reminiscencias de una nave espacial. Atrás, la Casa Rosada —que había cambiado sus rejas por un sistema invisible de murallas contra disturbios— lucía un rosa pálido incandescente, menos violeta y con más refulgencias color damasco. Tras ella, el parque de la Plaza Colón se extendía hasta la avenida Alicia Moreau de Justo, donde una entrada especialmente señalizada abría el ingreso al Puente de la Mujer, que conducía a la nueva Plaza Holanda, reconstruida también en 2023 en homenaje a la reina Máxima, soberana de ese país pero nacida en la Argentina, para conmemorar una década del reinado de su esposo, Guillermo Alejandro de Orange. El moderno corredor urbano seguía con un complejo de silos convertidos en centro cultural tecnológico y continuaba con un parque y un teatro isabelino emplazado sobre la Avenida de los Italianos, bordeando la ribera. Todo se completaba con la reserva ecológica y su malecón iluminado por espejos solares. El enorme triángulo que comenzaba en la Avenida de Mayo podía verse desde el cielo, en un espectáculo reservado para las aeronaves, entre las que se incluían los helicópteroscápsula con matrícula, que a ciertas horas tenían permitido transitar a una altura media. El Triángulo, como le decían al moderno desarrollo urbano, también podía divisarse perfectamente desde el Cabildo, gracias a su construcción en declive y a la novedosa delimitación tecnológica cuyos efectos visuales en tres dimensiones eran una de las principales atracciones de la zona. Pura perspectiva y arte tecno-urbanístico para el corazón de la ciudad.

Por ese paseo caminaba Julián Burgos a la inusual hora de las tres de la madrugada, luego de la comida más delicada que pudiera recordar en los últimos tiempos. Hacía ya diez años que trabajaba en el diario Globo Porteño, cuya fama se había hecho mundial luego de revelar la red de espionaje gubernamental que involucraba a los países del cono sur. Como alguna vez lo había hecho el Plan Cóndor, ahora era la guerra de la información la que había aliado a los gobiernos de la región en prácticas macabras de inteligencia. Los peores vicios de la CIA y sus cazadores informáticos para frenar oleadas de filtración masiva de documentos habían hecho eco tardío en América del Sur, donde los espacios de poder arbitrario, sin control, generados por la inteligencia estatal, eran una amenaza ominosa con ecos de un pasado dictatorial no tan lejano.

Julián acababa de cenar con su compañero Tomás Bertoni. Juntos habían realizado aquella célebre investigación que ya era conocida como el “Watergate del sur” y que había terminado con tres altos funcionarios detenidos —uno argentino y los otros de Brasil—, además de derivar en la mayor reorganización de centrales de inteligencia que se recordara desde la vuelta a la democracia en Latinoamérica. Desarticular el llamado Escudo del Sur había sido la historia de sus vidas como periodistas. “¿Por qué Tomás se va ahora, en lo más alto de su reputación?”, se preguntó Burgos mientras caminaba pesadamente, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y sin poder evitar que su cabeza empezara a trazar hipótesis y dudas, aunque esas dudas recayeran incluso sobre su mejor amigo. “No. Tomás no puede estar en algo sucio”, se dijo, renegando de sí mismo por el solo hecho de considerarlo, mientras se detenía moviendo la cabeza en señal de incredulidad. Julián no solamente sentía una profunda orfandad invadiéndolo todo. También acababa de saber, de boca de su compañero, que casi en la clandestinidad un desprendimiento del viejo sistema de inteligencia, ahora reciclado con el nombre de PP5, podía seguir funcionando y con un plan siniestro si llegaba a su instancia final.

—¿Cómo podés contarme esto y decirme que largás todo? Tomás, ¿sos consciente de que puede haber gente en riesgo? Son más peligrosos que antes si actúan como espías parapoliciales —le advirtió a su amigo casi echándose encima de la mesa para mirarlo más de cerca con gesto de recriminación—. ¿Ahora te vas? Te juro que no lo puedo creer. Pero además de no creerlo, no lo entiendo —le reprochó incorporándose de golpe y soltando una grave insinuación—. Además, perdoname que te lo diga, pero me parece todo muy raro…

—¿Dudas de mí? ¿Vos me estás jodiendo?

—Es claro que vos me estás jodiendo. Y sí, dudo. Dudo porque mi laburo es dudar todo el tiempo. Dudo porque no entiendo que una persona que se desvivía por este tipo de datos y que arriesgó todo, ahora me entregue una bomba de tiempo y se retire como si nada. ¡Vos también dudarías!

—Dudá entonces, Julián… Dudá. Y listo —concluyó Tomás con desapego y desilusión a la vez, hablando casi en un susurro y poniéndose de pie.

—No te vayas ahora, Tomás. Terminemos este caso y lo pensás de nuevo… —le rogó.

—No doy más, Julián —admitió Tomás volviendo a sentarse—. Recibí otra amenaza en mi casa. Hace dos semanas que no duermo, desde que me llegó esa carpeta que te di. Victoria tampoco da más. Falta que me deje, nada más.

—¿Y desde cuándo Victoria te digita la vida? ¿No fue periodista ella? ¿No te conoció así? —Julián levantó la voz inundado por la impotencia y sin margen para entender razones.

—Victoria no tiene nada que ver. Y en todo caso, tiene derecho a estar harta. Sos un egoísta. Siempre fuiste un egoísta —fue lo último que dijo Tomás, levantando la voz por primera vez en toda la cena, antes de dejar doscientos argentinos sobre la mesa y salir raudamente del restaurante, sin siquiera despedirse.

Julián miró los billetes con la cara de Raúl Alfonsín. Eran la nueva moneda que circulaba desde 2019, luego del gran pacto nacional. En el aniversario cuadragésimo de la democracia, en 2023, se había impreso una edición de colección y limitada, que sumaba un sello diseñado especialmente para la ocasión. Su mayor atractivo era que, conectado por un microcódigo de barras con el lector de un teléfono inteligente, proyectaba un holograma tridimensional conmemorativo del momento de la inauguración del mando o el saludo a la multitud desde el Cabildo, y que dependiendo del aparato hasta podía incluir alguno de los viejos discursos. Esos billetes eran considerados joyas de la numismática. Definitivamente, era raro encontrar dos juntos, pero ahí estaban. Julián —que no había conservado ninguno— los guardó cuidadosamente en el bolsillo del abrigo y pagó apoyando su pulgar en el ticket, que se conectaba a su billetera electrónica a través de las huellas digitales. El dinero en papel era casi una antigüedad, aunque todavía circulaba conviviendo con los pagos electrónicos en todas sus versiones. Eso le había ahorrado al fisco montañas de dinero en impresión de billetes, que ahora se guardaban como chips virtuales con numeración única certificada para ser impresos solo en caso de necesidad. Las espaciosas bóvedas del Banco Central almacenaban cada vez más activos financieros en microchips superencriptados llamados lingotes y resultaban desmesuradas en su extensión para el mínimo espacio que estos ocupaban. Eran obsoletas como el propio dinero físico cuya circulación no decaía más solo por la existencia de mercados negros en estratos del comercio o por la garantía de último recurso que significaba siempre el papel.

Burgos subía lentamente por la explanada hacia la estatua de Colón cuidadosamente restaurada que convivía con la de Juana Azurduy en una plazoleta aledaña, cuando una fuerte angustia lo hizo sentarse en un banco. Miró sin mirar hacia la oscuridad. Hizo una mueca de dolor que nadie distinguió. Se acongojó como un chico y rompió en llanto. Tomás era su hermano. Pero no solo lloraba por Tomás. También lloraba por él. Y por esa profunda e insondable soledad que le deparaba el camino que había elegido. Un periodista de investigación vive con la soledad. El hermetismo es uno de sus instrumentos de trabajo. Y el secreto. O mejor dicho, los secretos de otros, protegidos bajo llave: el hecho de no poder hacer algo tan simple como comentar lo que a uno le pasa en el trabajo con la propia familia porque hay que protegerla.

Hacía dos años que esa angustiante discreción en defensa propia le había costado su segundo matrimonio. Y ahora Tomás también daba un paso al costado. Tomás era la única persona que mitigaba esa especie de demolición constante que vivía en sus asuntos personales. En un punto sintió que no lo conocía. Que Tomás no era más quien había sido. Tomás no podía decirle egoísta a él. Las lágrimas lo conmocionaban. Podía entender que una mujer no quisiera seguir sus ritmos y no comprendiera que el periodismo era un trabajo de veinticuatro horas que implicaba riesgos. Pero no podía comprender el paso al costado de Tomás, que en lo personal vivía como una traición. No lloraba desde la adolescencia, cuando había muerto su madre. Se preguntaba por qué esto lo afectaba tanto. Claro que era una pérdida devastadora para la estructura de investigación que habían armado juntos, aunque no era eso lo que dolía. Le dolía la traición. Porque era una traición. Porque a esto Tomás seguramente venía madurándolo desde hacía tiempo y no lo había compartido. Porque sabía el golpe que le daba y no lo había considerado. O porque le ocultaba algo que a todas luces era superior a esa confianza que había creído inquebrantable.

Julián, que se sentía anclado a ese banco por la pesadumbre, de pronto comenzó a sentir frío. Se puso de pie, se sonó la nariz, se pasó la mano por la cara con un ademán infantil que no encajaba en su figura imponente, alta y delgada, y caminó hacia Plaza de Mayo. Al cruzar la Casa Rosada, se detuvo. Miró la carpeta de PP5 y decidió volver a la redacción. “Tengo que hacer un backup de esto ya.”

CAPÍTULO 4

Una niebla traslúcida cubría la ciudad, que esa mañana parecía un fantasma de sí misma. Irina jugaba mentalmente a pensar que no había nada allá afuera, y reía. “Solamente yo aquí y nada más.” Le gustaba tener ese ventanal. Disfrutaba cada detalle de la nueva vida que le había deparado su misión. “Corina Gourdin, venís muy bien, ¿eh?”, se dijo ante el espejo mientras volvía a sonreír. Estaba despeinada y vestía una musculosa gris larga con la que había dormido. “Si no ganaba ese casting, estaba perdida. No lo puedo creer…”, se dijo a sí misma, sin ocultar su triunfalismo y una creciente ansiedad. Había dormido bien por el alcohol y por esa pastilla que la ayudaba a no tener pesadillas. Pero ahora tenía que seguir el plan.

Habría estado más cerca de los guiones de Quiroga y de sus cuentas de correo o redes sociales siendo asistente de producción, pero no había ningún puesto de ese tipo accesible para aplicar como candidata. “¡Ahora soy actriz!”, exclamó frente al espejo, poniendo sus manos sobre la nuca en gesto teatral y soltando una carcajada. “Es un hombre tan apasionado… Pero muy peligroso. Imaginate. Quiere hacer que la gente salte de la butaca para cantar La Marsellesa”, hilvanaba mentalmente sin dejar de mirarse, mientras repasaba los hechos de la noche anterior.

Irina Pavlov disfrutaba de las contorsiones de personalidad que le demandaba su trabajo como espía. Era un juego adictivo. No importaba quién fuera ella. Importaba saber resolver camaleónicamente de qué manera podía obtener lo que deseaba de los otros. Fuese quien fuere. No creía tener que sentir culpa por eso. Si los demás se dejaban envolver, era porque en el fondo lo deseaban. Y en eso consistía su triunfo absoluto: lograr que se rindieran sin saber que habían sido atacados. Era una posesión de los otros a toda costa. Aunque anulaba cualquier posibilidad de vínculos. Porque el otro, quien quiera que fuere, era deglutido. Porque no se establecía una conexión emocional. Eso era una debilidad que ella jamás se iba a permitir. Por eso no podía dejar de hacerlo, no podía soltar esa fórmula que funcionaba. Tampoco podía permitirse el silencio de la introspección. Porque adentro había un abismo, un abismo al que se caía en sus pesadillas. Ahora se había librado de ellas con una medicación nueva. No necesitaba nada. Si había algo en el mundo que la aterraba, era que ese vacío pudiera aparecer. Sabía que en el vacío no podría correr. El vacío lo toma todo. En el vacío solo se cae. Se cae, y no existe el fondo. Se cae y no hay nada.

Acababa de salir de la ducha. Estaba sentada sobre la cama con los codos apoyados y echada levemente hacia atrás dejando colgar por momentos la cabeza. Tenía la mirada perdida en ese techo impecable, solo cubierto por una lámpara ovalada color titanio bordeada por pequeñas perlas de luz. Sentía que esas diminutas bolitas luminosas la hipnotizaban. Podían cambiar de color según el clima que se deseara generar en el ambiente y hasta emanaban sonidos de relajación. En el rumbo azaroso que encaraban sus ojos encontró de nuevo el espejo y se incorporó. Su reflejo le devolvió un momento que parecía existir y no existir a la vez. Esa placidez prestada que ostentaba y de la que emergía, al mismo tiempo, una inesperada sombra de desolación.

Ella, Irina Pavlov, y no la espía que se movía como un maniquí de alguien más en las vidrieras de la vida real, nació en Oberá, una ciudad conocida como la capital del inmigrante, en la provincia de Misiones. Una tía que fue toda su familia la crió desde pequeña, hasta que ella escapó con ayuda de amigos hacia la capital cuando apenas era una adolescente. A su tía poco le había importado; Irina jamás supo que la buscara. Sus padres habían muerto en un accidente de tránsito cuando ella tenía cinco años. Ese había sido su primer acercamiento a la nada: la orfandad. El estigma de crecer sin padres es difícil de explicar. Es como una disminución ante los otros, como una pertenencia a la lástima, o una especie de no-pertenencia que aísla y confunde, una carencia de amor irrevocable que dura toda la vida. El desamor es el peor complejo de inferioridad. Actúa subrepticiamente porque en principio no se puede anhelar lo que no se ha conocido. Hasta que la vida enrostra las comparaciones. Ella no tenía esos anticuerpos de quien crece sintiéndose amado. Ella se sintió siempre en deuda ante la más mínima limosna de afecto. La caridad puede ser muy indigna. ¿Acaso no se merece cada uno ese cobijo gratuito, natural y común que dan hasta los animales a sus crías?

Su película era la de una vida a tientas por la anestesia permanente para lograr soportarla. No preguntarse demasiado. Desarrollar la capacidad de resistencia. Y endiosar ese don que le había sido dado, sin el cual nada habría sido posible: la ambición. Conseguirse un destino y demostrar que ella no necesitaba de esas naderías sentimentales en las que otros se escudan. Y que en definitiva todo había sido así para alfombrar su triunfo de adversidades que lo hicieran aún más grande. Eso sintió el día que conoció a un agente que terminó reclutándola.

Fue en un boliche donde trabajaba atendiendo clientes caros. Ser rubia y con rasgos caucásicos siempre había sido una ventaja importante. El agente primero se hizo pasar por un cliente cualquiera, aunque se notaba su alto rango. El perfume, la ropa cara, los modales de un burócrata que se había permitido algo de sofisticación. Y esa pereza en el sexo de los que están acostumbrados a demandar un servicio con indolencia sobre su propia performance, casi como si estuvieran solos y no con otro en la transacción del acto sexual. Fue una, dos, varias veces a verla a lo largo de dos meses. La estaba midiendo con otra vara, en realidad. Su discreción, su comportamiento y lo que lo decidió según él: considerarla insondable. El día que el hombre le blanqueó su propuesta, sabía todo de ella. Todo lo que puede saberse de una chica que casi no tiene historia, más que la supervivencia en los márgenes, y nadie quien la reclame.

Para olvidar todo eso que quería dejar atrás funcionaban perfectamente esos remedios de última generación que bloqueaban la memoria emotiva. Las pastillitas que la acompañaban a todas partes eran como un velo en los recuerdos. Solo podían con ellas los sueños. Pero no era el caso. También los tenía dominados. Además, el presente era maravilloso. Tenía un departamento que la fascinaba, en un lugar envidiable de la ciudad: Avenida del Libertador y Coronel Díaz. Ni en sus fantasías había llegado a concebir que alguna vez ella podría vivir ahí. Y era una elegida. El proyecto de Bautista Quiroga para nuevas figuras había despertado el interés de miles de jóvenes actores. Y ella, con su instinto, había logrado el protagónico. Es cierto que por el tiempo de la misión solo podría disfrutar, con suerte, de dos meses de funciones. Luego, vería. A olvidarse y a otra cosa.

En esas cavilaciones divagaba cuando el timbre del portero eléctrico rompió el silencio. “Señorita, dejaron algo para usted, ¿se lo llevo?” Era una cajita envuelta en papel dorado y atada con una cinta de seda roja. Adentro, entre hojas de papel manteca, había una copia de la película Casablanca y una pequeña tarjeta. “Por las futuras rebeliones.” Firmado: Bautista. “Esto es más fácil de lo que parecía”, se relamió Irina.

CAPÍTULO 5

Los pasillos de la universidad eran un hervidero. Al fragor por las elecciones internas se sumaba la tensión por los exámenes finales del cuatrimestre. Facundo Echeverría, director de la cátedra de Ciencia Política, caminaba junto a la profesora Romina Fidelio. Él gozaba de gran popularidad entre los estudiantes por su posición independiente y por la dinámica que le daba a la carrera. No temía a los desafíos del pensamiento: no buscaba solidificar una visión sino generar una corriente de cuestionamiento permanente desde la cual analizar la política. Su idea era lograr que la academia pudiera encontrarse en forma más directa con las capas fluctuantes de la realidad y los procesos, y no con meros modelos teóricos que parecían cubiertos por telarañas, sin el cotejo de esas materias vivas que constituían las luchas por el poder, tan antiguas como el hombre, en un tiempo más que líquido, caudaloso, y con mareas cambiantes. Por eso había aceptado la idea de su colega: un taller de Historia del Arte aplicado a la Ciencia Política. “El arte y el poder son una pareja de amantes”, solía decir. “Se complementan y se repelen sin remedio, se aman y se odian. Ambas cosas, porque se necesitan.” Y como le parecía fascinante la experimentación, quería comenzar a trazar líneas paralelas. Podían surgir conclusiones interesantes. Estaba seguro. También le generaba satisfacción que una docente joven tuviera esas inquietudes, incluso atreviéndose a cruzar el límite de su disciplina principal, Historia del Arte. Por eso había puesto en marcha la propuesta de Fidelio. Además, gracias a la tecnología, se podía recurrir a simuladores artísticos que reemplazaban la destreza de Miguel Buonarroti para ejercitar los fines creativos. Uno podía no tener el talento ni el mármol para un Michelangelo, pero podía desarrollarlo en forma virtual para construir borradores abstractos de potenciales obras. Las maquetas virtuales combinadas con la política podían hasta servir para montar una exposición sin antecedentes. “¿Cuál sería tu primera escultura de hologramas entonces, profesora?” “¿Qué te parece Napoleón sometiendo sexualmente al Marqués de Sade?”, le había dicho ella con brutalidad. “Politique pura. Y dura”, respondió él, en forma lacónica, pero no menos brutal.

Facundo llevaba muy bien sus cincuenta años. No solo no los aparentaba sino que la edad le había conferido un atractivo especial que emanaba esa mezcla de madurez con los aires juveniles de quien cree en la renovación permanente. Los sectores más conservadores siempre lo habían relegado, pero su prestigio y sus logros académicos en el ámbito mundial les dejaban poco margen para apartarlo. En lo personal, ese desapego y esa soltura ideales en la ciencia lo hacían asumir posturas demasiado relativistas para el universo inasible de los afectos. Era curioso, pero lo que para cualquiera implicaría inestabilidad emocional, para él se había convertido en un vicio divertido, aunque eso significaba sobrellevar en forma subrepticia una especie de nostalgia crónica, esa nostalgia de los que penden todo el tiempo del aire y anhelan la tierra, donde luego no permanecerán más que unos pocos momentos.

—Te agradezco por confiar en mí, Facundo.

—No es nada, Romina. Yo te agradezco a vos. Acá hace falta que todo el tiempo generemos espacios de cuestionamiento y que esos espacios estén enmarcados en una metodología creativa.

—¿Querés tomar un café? La verdad, quedé extenuada después de la reunión con el director. Por un momento, pensé que nos iba a decir que no, que iba a poner como excusa el tema de los recursos.

—Pero no pudo porque está todo armado con racionalidad. ¿Aplicaste algo parecido en Colombia?

—No. Allá me recibí pero enseñé bastante poco. Me olvido de Colombia. Solo sirve para los pergaminos, esa es la verdad —refirió la joven con cierta timidez.

A Facundo lo atraían su pasión y esa diligencia cada vez menos frecuente en los docentes que llegaban a los claustros. Muchos, demasiado ensimismados en imponer sus visiones al público cautivo de la universidad pública, renunciaban al ejercicio vital de la mínima duda. Por ende, tenían poca vocación para poner en un terreno de real debate sus posiciones. Pero no era el caso de Romina. Esta joven quería aprender y experimentar. Y además era preciosa, pensó. Sabían poco el uno del otro.

—Espero que tanta investigación no te eclipse la vida personal. No la descuides porque… —cuando Facundo le decía esto a su joven colega, vio aparecer a Julián, uno de sus mejores amigos, desalineado y con cara de preocupación. Inmediatamente se levantó de la mesa de la cafetería y fue a su encuentro.

—¿Pasó algo? —le dijo la profesora al verlo regresar cabizbajo y pensativo.

—Un amigo periodista, con un tema delicado.

—¿Algo grave?

—Todavía no sé. Cosas de periodistas. Ya que estamos imbuidos en el mundo del arte, supongo que podría llamarse el arte del espionaje —explicó frívolamente como si fuera una broma pero sabiendo que no lo era.

—¿Hablás en serio?

—No. Obviamente que no. ¿Te llevo a tu casa?

CAPÍTULO 6

Amparo caminaba como perdida. Promediaba la mañana y la niebla era aún más densa en la costanera. En ese tramo, los contenedores del puerto se veían apilados unos sobre otros como un gigante juego de encastre. En el Riachuelo emergían derruidas viejas carcasas de barcos picados por el tiempo y la herrumbre. En medio de esa bruma blanquecina y viscosa por efectos de la humedad, todo parecía una ensoñación.

Esa noche Amparo había dormido con Facundo. Pero al despuntar la mañana sintió que su desapego era más frío que el frío que se sentía en el ambiente. Hacía tiempo que esperaba algo de certeza en un vínculo que se empeñaba en mantenerla en suspensión. Una suspensión demasiado cruel para lo que ella era capaz de soportar. Él le llevaba veinte años y estaba divorciado. Pero evidentemente no estaba ni listo ni dispuesto a consolidar otra relación. “Tengo que dejarlo.” Desde que él se había cruzado en su vida, ella había dejado sus propios asuntos de lado. Primero, la facultad, donde lo conoció, luego el trabajo como modelo, porque a él “ese ambiente” no le gustaba, y también gran parte de sus amistades y de su vida social. Ella tenía que hacer ajustes permanentes en función de él, pero él no era capaz de definir ni una mínima situación de certeza sentimental. La última vez que ella había intentado cortar, él la había reconquistado una vez más con ese poder hipnótico que ejercía sobre ella y la hacía rogarle ser poseída sin restricciones. Pero quedarse a su lado había sido una forma de abandonarse a sí misma. Y además, ni siquiera estaba segura de que no hubiese otra mujer. Él era un hombre único por muchos motivos. Intelectualmente brillante, seguro de sí mismo y al mismo tiempo sensible, y poderosamente sexual. Ningún hombre más joven la había hecho sentir su cuerpo como lo hacía él. Pero se sentía perdida, confundida, menospreciada y sin horizonte, como el muelle por donde caminaba ignorándolo todo. Tuvo un extraño miedo de sí misma. Tenía que pedir ayuda.

—Julián… soy Amparo… Estoy muy mal —grabó en el celular del mejor amigo de Facundo.

No habían pasado segundos cuando la llamada le volvió.

—Amparo, acabo de ver a Facundo, ¿qué te pasa?

—¿Dónde lo viste…? —le preguntó inquieta.

—En la universidad. Fui hasta ahí por un asunto mío. Estaba en la cafetería con una profesora, creo…

—¿La conocés?

—¿A quién?

—A la profesora con la que estaba.

—No, Amparo. Pero era alguien de ahí… No empieces a perseguirte. ¿Qué te pasa?

Al escuchar que la joven comenzaba a lloriquear, Julián se tomó la cabeza. En las últimas veinticuatro horas se había quedado sin el compañero de su vida periodística en el diario, había recibido información de riesgo, había llorado como un chico en la Plaza Colón, y ahora era el paño de lágrimas de una chica encantadora que tenía toda la razón para estar enfurecida con su indolente amigo.

—¿Dónde estás, Amparo?

—En la costanera…

—¿Qué haces ahí?

—Nada. Me fui de casa.

—¿Cómo que te fuiste…? Facundo no me dijo nada.

—Porque no sabe…

—Te busco y te llevo a su casa. Dejá de llorar y no te muevas de ahí.

—Bueno… —respondió sollozando sin consuelo.

Julián, que no había pegado un ojo para asegurarse dos copias de la documentación que había recibido de Tomás, volvió a cambiar su destino por segunda vez en pocas horas. En vez de llegar a su casa, de la que estaba a solo tres cuadras, enfiló hacia la costanera.

CAPÍTULO 7

Con cuidado, Diego ubicó la vena de su brazo izquierdo, posicionó la aguja, cerró los ojos y respiró hondo conteniendo el aire. Ahí sintió cómo la sustancia aceitosa se abría paso en su sangre. No sabía si los otros comandos de PP5 la usaban, pero esa droga para bloquear la memoria emotiva le estimulaba la capacidad de placer. Tenía que administrarla después del desayuno y no afectaba su capacidad intelectual, solo la memoria emotiva. Era genial. Como andar livianamente sin identidad ni culpas, sin traumas ni dolor. O directamente moldearse para la ocasión en el nombre de algo que le resultara mínimamente heroico, provocador o —por qué no— maldito. Conectarse con la libido en directo y sin intermediarios.

Les habían suministrado esas drogas como parte de un botiquín especial para contrarrestar eventuales crisis de ansiedad. Esas crisis habían formado parte de su entrenamiento. Las producían mediante ayunos o exponiéndolos a ruidos repetitivos, e incluso encerrándolos en espacios mínimos pero también poniéndolos a prueba ante situaciones límite de estrés moral que se inducían con otras drogas o en implacables juegos de rol. Diego era consciente de que muchas veces los usaban como cobayos. Pero como los necesitaban fuertes, ningún aditivo podía dañarlos. Al contrario, eran instrumentos, problemas a resolver que finalmente servían en el “trabajo” plagado de escollos de la realidad.

En ese estado desinhibido entró en el Instituto de Tecnología con datos precisos sobre el aula y el curso.

En el cartel luminoso se leía la fecha: “25 de junio, 2026”. Esperó inmutable ante la ventanilla y se maravilló al comprobar que la inscripción, los formularios, las aplicaciones y hasta los pagos del año estaban realizados. Era toda una demostración de poder que la organización lograra introducir a un falso estudiante, a ese nivel y a mitad de año. Solamente debía registrarse y recibir el alta. La coartada era que venía supuestamente de vivir en el exterior y por eso podía acoplarse en el curso de ingreso. Su blanco como espía era uno de sus futuros compañeros. La misión era llegar al padre de Alain Mirette, quien había desembarcado hacía poco en Buenos Aires con sus dos hijos, como nuevo CEO regional de la famosa cadena de tiendas francesa Chapeaux. Jean-Paul Mirette era el verdadero objetivo. Iba a ser necesario familiarizarse con su hijo para meterse en la vida cotidiana, en los movimientos de la casa y en sus conexiones políticas. Nada como la vida privada y los eventos sociales para obtener información pura. “Ahí, entre los suyos, estos planetarios ortivas y liberales seguro bajan la guardia y se puede obtener mucha más información que con hackeo o pinchaduras telefónicas.”

Los “W” o “planetarios” —como llamaban a los integrantes de la Red de Ciudadanos del Mundo que desvelaba a los espías del PP5— gozaban de una suerte de ciudadanía transnacional. Este estatus privilegiado les permitía beneficios de trabajo, radicación, contactos y oportunidades de acceso en distintos niveles en los países centrales, como Estados Unidos, Alemania, Japón o el Reino Unido. Era una consecuencia natural del fin de las fronteras, primero logrado por Internet y ahora legitimado en una organización de ciudadanía mundial avalada por los gobiernos más poderosos. Por eso mismo, la Triple W, como le decían a la red, suponía un peligro sin límites para los gobiernos que buscaban mantener el control de sus ciudadanos y los veían como sujetos cada vez más huidizos si se afiliaban a esta suerte de logia global creciente que se esparcía como semilla imbatible. Ya contaban hasta con pasaportes especiales que funcionaban como verdaderos salvoconductos. “Estados Unidos, el rey del espionaje aliado con los adláteres de la libertad. La hipocresía del imperialismo tecnológico atenta ahora contra la soberanía de las naciones”, había escrito un columnista que criticaba el fenómeno y exhortaba a ponerle freno a escala local.

En los hechos, la caza de brujas estaba desatada. “Son traidores. No importa de dónde vengan ni si nacieron acá. Y hay que vigilarlos para impedir que desestabilicen el gobierno y las instituciones nacionales.” Esa había sido la definición de su coordinador del PP5. Eso bastaba para tener claro quiénes eran los enemigos. Para Diego resultaba más que evidente que la nueva estructura internacional solo era una especie de fachada que volvía a volcar el caudal del poder en las potencias imperiales dominantes. que ahora se disfrazaban de un club de amigos. Estados Unidos, como siempre, pero ahora con su compañero de baile, China, y con Alemania como partenaire indiscutido. Era curioso: China, aún después de la Revolución del Dragón, que le había permitido elegir por primera vez un presidente a través del voto, iba a paso lento en las afiliaciones a la Ciudadanía W. Había un férreo control interno en las sombras, más allá del entusiasmo democrático que tenía satisfechos a sus flamantes ciudadanos, demasiado ocupados en las novedades de la participación democrática como para apurarse con el pasaporte global. Y después de todo, los W terminaban siendo funcionales al mundo que comandaban en sociedad junto a Estados Unidos. La Revolución del Dragón había sido, a pesar de los miles de muertos en las calles, una revolución esperada, una implosión contenida desde hacía años por los pasos que había dado China para su ingreso en el mundo capitalista al que le debía su creciente prosperidad.

—Su identidad, por favor —dijo la voz del otro lado de la ventanilla.

—Aquí tiene —respondió Diego con un sobresalto ensayado, ofreciendo su documento con identidad falsa a la mujer con anteojos que estaba del otro lado del vidrio.

—¿Puede apoyar su pulgar en la superficie azul? —solicitó la mujer.

—Entiendo que eso es optativo —dijo el joven, mostrándose esquivo a plasmar sus huellas digitales. Ese beneficio de salvaguardar los datos personales excepto en casos de seguridad nacional, como ocurría en aeropuertos o fronteras, había sido una larga lucha de los planetarios muy útil para quienes, como él, no podían dejar huellas.

La asistente de admisiones lo miró con desconfianza y le pidió esperar un momento. La vio alejarse hasta una mesa en la parte trasera del salón, donde hizo una consulta y regresó.

—Si eso desea, podemos eximirlo de dejar sus huellas digitales. Es su derecho de hábeas data. Pero eso me obliga a sacar copias de su documento y pedirle una firma en esta declaración jurada —le dijo mientras le extendía un formulario.

—Está bien, no hay problema —respondió, que previendo ese inconveniente había ensayado largamente su nueva firma como Diego Bueno.

Ya se alejaba caminando de espaldas a la fila cuando escuchó la voz de un joven extranjero que con un español dificultoso parecía seguir sus pasos ante la ventanilla. Lo escuchó sin mirar y sonrió.

Madame, je veux… yo… haré lo mismo que ese joven…

—¿Su nombre? —respondió la mujer con inocultable fastidio.

—Alain Mirette, je suis français.

Nombre y apellido sonaron como música para Diego. Las piezas encajaban solas. Negar sus huellas digitales había resultado una movida perfecta. ¡Tenía a su objetivo atrás! ¡Qué gran jugada del azar! Ahora quedaba junto al joven francés como un planetario más. Diego esperó sin moverse, simulando revisar papeles, hasta que sintió que Alain se aproximaba tras terminar su trámite. Cuando pasó a su lado, le habló.

—Debemos ser firmes y proteger nuestra privacidad —le dijo al joven francés con una amigable sonrisa.

—Oh, sí. Me has dado una buena idea. En Francia no exigen la huella digital en la universidad desde hace tiempo. Pero aquí, si tú no te negabas, yo no habría sabido que podía decir no… —respondió el joven tambaleando entre las palabras pero con un correcto manejo del idioma.

—Hay muchos en contra de nuestras libertades. Me llamo Diego… —profirió entre solemne y gentil, mientras extendía su mano.

—Mucho gusto, Diego. Je m’appelle Alain. C’est un plaisir. ¿“Placer” se dice? —replicó un poco confundido.

—El placer es mío, Alain. Voy a la cafetería. Si querés, te invito un café.

Fantastique! —respondió el joven con entusiasmo.

CAPÍTULO 8

—¿Estás segura de que te quedás acá? —le preguntó Julián a Amparo mientras detenía el auto.

—Sí —respondió ella con la mirada baja, como ausente, mientras jugaba con el broche de la cartera abriéndolo y cerrándolo sin pausa.

—Estoy preocupado, Amparo, no quiero dejarte así. ¿Adónde vas a ir?

Ella parecía no escucharlo y compulsivamente seguía trabando y destrabando la cartera.

—¿Podés soltar eso un minuto? —reclamó Julián levantando la voz. Su tono la hizo detenerse y levantar los ojos por primera vez en el viaje desde la costanera hasta un shopping de Recoleta—. Amparo, si querés quedarte con Facundo y que no se canse de vos…

—¿Que no se canse de mí? ¿Vos me estás hablando en serio? Hablás de él como si fuera un monje franciscano y sabés que no lo es… —le recriminó ella exaltada, con un tono de rencor que en realidad era para su novio y que injustamente descargaba sobre Julián.

—Amparo, yo soy su amigo. Vos lo conociste así. Te entiendo, no es un tipo fácil, pero tampoco te prometió nada. Sé que te adora, está muy enamorado de vos, pero nunca fue de relaciones muy formales. Y, sinceramente, es la primera vez que lo veo estar tres años con una misma chica.

—Dejá, Julián. Te pido perdón por molestarte. Me bajo acá, en la peluquería, y después me vuelvo a mi departamento. No espero que lo traiciones. Es culpa mía todo. Como si fuera una barbaridad algo tan simple como esperar que mi pareja tenga un mínimo de consideración por lo que yo pueda querer. Tengo que recalcular, ¡ja! Soy una boluda —exclamó con un destello de rencor—. Lo único que quiero que sepas es que yo no vuelvo a su casa, por si te pregunta. Y quedate tranquilo, no me voy a matar por él —notificó con tono terminante y despechado para luego abrir airadamente la puerta del auto y arrojarse a las calles en dirección a la imponente entrada del Patio Conrad.

Julián se llevó las manos a la cara. Estaba abrumado, profundamente abrumado, y sentía un agotamiento repentino, como si de pronto se le hubieran extinguido las fuerzas. No había querido gritarle a Amparo ni sonar cínico. La entendía perfectamente. Pero estaba sin dormir y en medio de una crisis con demasiados frentes abiertos. La inestabilidad crónica de la vida de cualquier periodista no era algo nuevo para Julián Burgos. Pero no eran sucesos externos los que habían roto el equilibrio esta vez. Un bocinazo lo sacó de su ensimismamiento. Amparo ya se había perdido tras los vidrios del shopping.

Facundo jamás había tenido una mujer más hermosa a su lado. Amparo era bellísima, y más aún tras esas lágrimas desconsoladas que le habían generado tanta preocupación y algo de ternura. Pero Facundo volvía a sumergirla, como a todas sus otras mujeres, en el más oscuro de los abismos, el de la exterminación de la autoestima. Él era demasiado independiente de los afectos como para que una mujer se sintiera segura a su lado. Julián ya había hecho demasiado. No podía resolver su vida, mucho menos podría resolver la de los demás. Y estaba demasiado agotado. Sentado frente al volante respiró hondo y puso en marcha el auto. Una vez más, se encaminó hacia su casa. Al llegar hablaría con Facundo. Mientras tanto, lo mejor era apagar el teléfono y la señal de su reloj pulsera 6G. Ya no soportaría otra emergencia. Mejor, desconectarse.

A su lado, en el asiento del acompañante, acomodó la carpeta roja que le había dejado Tomás la noche anterior con el título escueto en letras negras: PP5.

CAPÍTULO 9

—Ey, nena, ¿qué hacés por acá? —gritó Álvaro desde su sector en la peluquería apenas vio entrar a Amparo.

Ella se sacó los anteojos y sus ojos llorosos y manchados por el maquillaje corrido generaron la inmediata reacción de su peluquero de confianza.

—¡Querida! ¿Me río o lloro? ¡Madre mía, qué carita! —agregó Álvaro mientras la joven se acercaba pasando sus dedos para tratar de limpiar el rímel que dejaba profusas marcas negras.

—Vine a cortarme el pelo —respondió Amparo casi sin fuerzas.

—Ni loco. Yo no te corto. Me contás ya qué te hizo ese jovato con el que estás. La última vez que te quisiste cortar el pelo, lo habías encontrado con la ex en…

—Callate, Alvi. Me explota la cabeza. Ahora te cuento todo, pero dame un café.

Amparo pasó tres horas en la peluquería. La mayor parte del tiempo la ocupó en desahogarse con Álvaro, quien desde que ella había sido modelo era su confidente de urgencia. No lo conocía mucho, pero esa cercanía que dan los momentos de preparación estética los había convertido en buenos amigos casuales, de esos con los que uno no está involucrado por afinidad ni roce pero que sirven para alguna catarsis de tanto en tanto. Hacía unos meses lo había reencontrado sorpresivamente en esa peluquería de Recoleta donde iba a peinarse.

Salió de allí como si fuera otra persona. Había cambiado su estilo rockero por un pelo lacio perfecto que le daba una apariencia mucho más formal y un tanto misteriosa. Así marchó a su departamento, decidida a restablecer contactos con el mundo fashion que había abandonado hacia tres años. Era hora de volver a ser ella misma. No tenía veinte años y era consciente de que se restringían sus posibilidades por la edad y por haber salido del mercado, pero tenía muchas ideas para buscarse un camino desde otro lugar: un lugar sin Facundo.

II

La Triple W

CAPÍTULO 10

Amanecía uno de los días más fríos del año. En ese punto de la ciudad, el viento azotaba como un látigo. Allí, en la ribera de la reserva ecológica de Buenos Aires, y cuando el cielo anaranjado prenunciaba que el sol iba a despuntar, se reunían los cuatro máximos líderes de la llamada Triple W. En la Argentina ya eran más de dos millones los miembros, y el número no paraba de crecer. Pronto se iba a realizar el primer congreso nacional de ciudadanos globales para sentar las bases de la organización a escala local. Sin embargo, el entusiasmo ante un paso tan esperado se había visto opacado por una creciente preocupación. Para que la estructura se desarrollara sin correr peligro, sus líderes habían decidido permanecer en las sombras, sin definir una conducción formal para sofocar cualquier avanzada que truncase su plan. Habían sido considerados como unos “loquitos”, pero la relevancia de la Triple W en el ámbito mundial, su influencia económica y los beneficios que otorgaba a sus miembros les habían dado un impulso inusitado que ya encendía las alertas. Era un hecho que la inteligencia local, dirigida por un gobierno paranoico ante los fenómenos planetarios, había desatado la cacería. Y tenían motivos para comenzar a inquietarse.

—¿Estás seguro de que el secuestro tuvo que ver con su actividad en la W? —preguntó uno de los hombres vestidos de jogging, que aparentaban ser meros corredores.

—No solo estoy seguro. Tenían información tan detallada de sus pasos, de su familia, de conversaciones telefónicas, que quedó aterrado. Y es un pibe muy sensible —replicó el informante cuyo rostro estaba cubierto por una campera con capucha y lentes oscuros.

—Si trasciende públicamente, va a ser un escándalo —remarcó otro de los líderes.

—Sí, pero también va a desalentar a los que quieran unirse a la W, o a los que ya están, por miedo a ser perseguidos o marcados —reflexionó un tercero.

—Lo que me extraña es que se dediquen a esto cuando no falta nada para que comience la campaña presidencial. ¿Vos qué opinás, Bautista? —dijo dirigiéndose al director de cine y teatro, que era una de las figuras más prominentes de la organización, y que se mantenía callado.

—Opino que esto es una carrera contra el tiempo. Tenemos que sumar más y más ciudadanos globales a la W en la Argentina. Ese será nuestro escudo y el escudo de todos, frente a un gobierno que claramente no aprendió nada del escándalo del Escudo del Sur y que evidentemente duplica la apuesta y no escatima en cazas de brujas. Pero ¿saben qué? No van a poder cazar a la mitad del país. Por eso hay que crecer.

—Es cierto —siguió el convocante—, aunque debemos ser muy cuidadosos con todo tipo de situación que nos comprometa. Puede que el secuestro de Charly sea un hecho aislado, pero si es parte de un plan, debemos tener la capacidad de anticiparnos. No podemos arriesgar a los nuestros, y menos ahora que vamos a formalizar la conducción.

Se saludaron y partieron desde el punto de encuentro trotando en direcciones divergentes, como si hubieran elegido hacer footing de madrugada y se hubieran juntado a cruzar palabras sin mayor trascendencia, por casualidad. El sol, como un disco candente que parecía salir del fondo fangoso del Río de la Plata, prometía una mañana diáfana a pesar del viento.

Bautista se quedó mirando el horizonte. Era tan transparente la atmósfera que llegaba a divisarse la silueta oscura de la costa uruguaya. Parecía dibujada con un lápiz negro. Inhaló profundamente hasta llenar los pulmones con el filoso aire matutino. Sintió que se le oxigenaba hasta la mirada. Pero un extraño desconcierto lo embargaba. No era miedo. No tenía miedo por él. Una suerte de inconsciencia o una certeza intuida lo llevaba a mantenerse firme y decidido en el camino que había tomado. La certeza solo se desmoronaba al pensar en su esposa y en su pequeño hijo. Tal vez esa costa que se delineaba ante sus ojos era una solución temporaria hasta que las cosas se tranquilizaran. Algo le decía que lo mejor era enviar a Micaela y a Joaquín a Uruguay. Ahí había buenos amigos para cuidar de ellos y hacerlos sentir en casa. Solo deberían ausentarse unos meses. Si el riesgo crecía, tampoco iba a tener sentido para él seguir en el país.

La fuerza del sol en su cara lo anotició del tiempo. Miró el reloj y advirtió sorprendido que había estado allí cerca de dos horas. Caminando primero y luego al trote, empezó su marcha de regreso. Eran apenas dos kilómetros. No entendía por qué el gobierno podía considerar tan peligrosa la afiliación de la gente a la Ciudadanía Global. Tal vez era porque perdían cierta potestad sobre los individuos o porque temían la injerencia externa mediante los

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