Prólogo
La zona áurea
Los cuentos de Sylvia Iparraguirre
Un origen de lenguaje
En los cuentos de Sylvia Iparraguirre la palabra suele obrar al modo de un signo epifánico, pero no es, sin embargo, el que alude a las cosas, como si las nombrara por vez primera —ello suele ser la utopía (o el delirio, como prefiera el lector) del poema lírico. La palabra es, en cambio, el punto de partida de una experiencia —no sólo vivida, sino también fantaseada—, una experiencia que merece, o, mejor dicho, debe ser contada, de tal manera que, sin eso, carecería de sentido o se hundiría en el fosco mar de la contingencia. Su lugar de emergencia ideal corresponde al ámbito de una inocencia primitiva, que también puede atribuirse a la infancia: no sólo la infancia individual, sino una infancia de lo humano, nunca concebida como puerilidad, sino como estado originario, al cual se accede mediante un acto inaugural, primordial y, en cierto modo, iniciático.
Tal dimensión no es arbitraria. Giorgio Agamben situó en la infancia el comienzo de toda experiencia puesto que ella es privilegiadamente lingüística, en la medida en que el infante —el in-fans— es aquel que no habla y que, adquirido el lenguaje, revela ese momento esencial de una existencia arrojada al mundo que se verbaliza. Infancia y lenguaje remiten entre sí, toda vez que la infancia aparece como un origen de lenguaje, y la adquisición del lenguaje se vive como un origen de la infancia. ¿Acaso nuestra primera memoria de los años infantiles no se remonta siempre a ese camino, hacia el despertar del habla? “Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía in-fante, eso es la experiencia”, escribe Agamben (Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2001). Pero, de hecho, no habría una anterioridad del lenguaje, un momento de absoluta mudez sino, en todo caso, de expectativa verbal, ya que siempre el hombre se presenta como hablante. En consecuencia, aquella experiencia primordial no alude a un momento preñado de significaciones en potencia, un momento inefable, afín al silencio místico, sino al del propio compromiso del hombre con la palabra, con la verdad de la palabra, aun cuando ella no sea efectivamente pronunciada o pertenezca a una lengua que no podemos descifrar.
A ello se une algo más: la dimensión del narrar, las lunas y los soles que giraban mientras nos contaban un cuento, el acto puro de la ficción que magnifica esa experiencia. La unión de lenguaje e infancia se abría a ese horizonte en el gran ensayo de Walter Benjamin sobre Nicolai Leskov, llamado “El narrador”. Escribe: “El cuento, que hoy en día es el consejero principal del niño por haberlo sido de la humanidad, sigue vivo en la narración. El primer y verdadero narrador es el relator de cuentos” (Sobre el programa de la Filosofía Futura, Barcelona, Planeta, 1986). Todo esto responde a un aspecto que Iparraguirre comprendió profundamente y que afirma, como al pasar pero con gran sabiduría, en la voz del narrador de “La noche del Ángel”: “Hay noches en las que muchas personas desfilan por mi cabeza. Las atrae un recuerdo de la infancia, una de esas pequeñas zonas áureas que quedan para siempre en el interior de cada uno: un cuento”. Por ello, uno de los temas que subyace en muchos de estos relatos es el lenguaje como irrupción, el lenguaje que se constituye como esa experiencia primera articulada en el acto que define una identidad o un destino. Tal suceso es lo que posibilita, tanto la historia narrada en el cuento, como el hecho literario de contar ese cuento, incluso cuando en lo narrado se representa un acontecimiento o un gesto que está más allá de las palabras. Muchas veces los personajes de Iparraguirre se hallan en una encrucijada cuyas vías son la mudez y el habla, lo que no puede ser dicho y lo contado, o la colisión de dos lenguajes diversos, donde el primero todavía no ha sido pronunciado o donde el ademán dice lo que no puede ser decodificado. Los ejemplos que daremos aquí omitirán la excesiva precisión de la trama o de los finales, para no privar al lector de los descubrimientos que le depare su lectura.
Un caso paradigmático es “El dueño del fuego”, donde un toba, Marcelino Romero, es citado como informante a una clase de lingüística en la Universidad para dar ejemplos de su lengua natal. Su situación social y las complejidades de su habla concreta se contraponen a la pretendidamente aséptica intención de la doctora alemana que estudia su lengua —acompañada por un antropólogo y los alumnos de la clase. Esta diferencia se presenta, al principio, de un modo sarcástico. Revela la pasividad del toba, su inadecuación y, asimismo, los aires de superioridad y condescendencia de sus examinadores. Pero luego, cuando el toba reencuentra en su habla y en su memoria una experiencia perdida y escindida de su vida actual —la experiencia de la caza—, el lenguaje halla su cauce perdido: “el toba, inesperadamente, comenzó a hablar”, leemos. De hecho, el toba ya había hablado, pero el cuento relata el instante preciso en que la lengua, literalmente, se encarna en una experiencia primigenia. El toba, al reencontrarse con los objetos de su cultura perdida, sobrepasa los límites impuestos a su rol en la clase: torna vívidas aquellas cosas de museo que en sus manos vuelven a ser armas; su cuerpo irradia “una energía insospechada”, “una fuerza”, “una potencia masculina”, mientras su voz se vuelve gutural y en su lengua asume su identidad verdadera: “—¡Ená…! ¡Ená…! ¡Peritnalik! —la voz profunda del toba rebotó en las paredes”, leemos. Así el indio transfigura ese espacio en un espacio de alteridad, una zona sagrada, una zona áurea cuando pronuncia, tensando el arco, una oración a su dios.
El viking, del cuento homónimo, es un personaje estrafalario que ronda las inmediaciones de la Facultad de Filosofía y Letras y procura atraer la atención de una estudiante —Zoe, “la flaquita”— a quien intenta seducir. El viking “nunca contaba nada, no porque tuviera algo que ver con la reserva o el pudor, cosas que desconocía, sino porque no era un tipo de contar”. Sin embargo, ante Zoe, comienza a contar y relata historias falsas, “barrabasadas”, escenas inverosímiles o exabruptos, para adquirir siquiera una identidad ficticia, para que al menos se acuerden de él, entrando de ese modo en la realidad, largándose “a nadar en la vida gris de los otros”. Su última frase —que es la última frase del cuento, del todo reveladora—, aquello que le grita a la flaquita en medio de la calle mientras ella se va en un taxi, supone la asunción de una verdad sobre sí mismo, dolorosa y desesperada, donde asume la oscura fatalidad de su yo. El cuento “El regreso” es la más extrema representación de este aspecto, porque es la historia de un antropólogo que, precisamente, se propuso durante toda su vida “volver a los orígenes del lenguaje, buscar el punto en el cual el mero grito se había transformado en un sentido nuevo”. El reconocimiento de ese origen es abismal porque se vuelve una experiencia íntima. En ella el yo se reconoce vertiginosamente en el alba de un mundo nombrado por primera vez. De nuevo, como en “El dueño del fuego”, ese reconocimiento de una palabra originaria se vincula con el nombre de un dios: “Su garganta y su boca articularon con dificultad una palabra. —Marduk —y el sonido ronco repitió—: Marduk”, leemos. Tanto en “El dueño del fuego” como en “El regreso” el experimento lingüístico se vuelve experiencia, deja de ser un caso para volverse un acontecer, abandona el sujeto teórico de la ciencia para asumirse como un sujeto concreto que se halla ante su certeza más radical: matar para vivir, o morir. En este cuento se concentran otros elementos que se vinculan con la dimensión de la palabra originaria y la experiencia, y que articulan en diversos niveles muchos de los relatos de Iparraguirre: el trabajo de la memoria; el valor de la voz; la figuración de espacios de alteridad en la que se sitúan los personajes, al modo de una zona sagrada.
La memoria y las voces
La memoria puede vincularse con la representación de una escena ancestral —ya sea en la vida de un individuo, que suele coincidir con la infancia o con un pasado de plenitud, ya sea en la vida de la especie. Una escena que surge del olvido en el recuerdo o la evocación involuntaria y que se reconoce como la verdad última del relato. A veces esa escena original forma parte de un orden atávico que toda la cultura no alcanza a descifrar o a conjurar y que resurge como una fuerza misteriosa, un rito “extraño y antiguo”, una “corriente turbia y tumultuosa” en la marea de la vida común. El cuento es, entonces, como la narración testimonial de ese hecho que obra bajo la forma de una reminiscencia latente o un recuerdo que pide ser referido. Y si la palabra en el relato ya no puede dar cuenta cabal de aquel hecho, si el lenguaje se vuelve impotente para nombrar lo inexplicable, el cuento mismo, como hecho literario, es el que toma su lugar y levanta su teatro de sentidos, su oficio luminoso en el misterio resuelto de su forma. A veces el cuento aparece como la relación de un secreto, otras como la promesa de una revelación, otras como la confirmación de un peligro en ciernes, otras como la última señal de un pasado sin retorno. En todos los casos el cuento narra una historia y, al mismo tiempo, es el lugar donde todo enigma subyacente se redime o se comunica: en él reaparecen los muertos, los animales fabulosos, los dioses, el demonio, el pretérito que se conserva en objetos, en fotografías, en anécdotas, en infolios.
Las voces se encarnan en numerosos momentos de las narraciones de Iparraguirre: el lenguaje se vuelve acto, presencia viva, incluso cuando las voces forman parte de un universo suprahumano o espectral. A menudo, aquello que la voz dice, o anuncia, o elude nombrar, es lo que precipitará el cuento hacia su fatal desenlace. “La voz, fría y sensual, le produjo un efecto instantáneo de descarga; un pinchazo que le erizó el pelo de la nuca”, comienza “Schygulla en la madrugada”, y todo el cuento se estructura en torno de la aparición de esa voz siniestra en el teléfono. Las voces, los murmullos, las conversaciones, unidos a los gritos de las gaviotas y el rumor del mar, son los indicios con los cuales Marina —del cuento homónimo— vive la presciencia de su propia muerte. “Encontrando a Celina” contrapone imágenes y recuerdos de un pasado idealizado con el presente de dos amigas, que ya han perdido aquel pasado y vivirán una inexorable distancia, una profunda separación porque ya son definitivamente otras. Además de todas las referencias a la memoria, esa frustración será sugerida en el relato por lo que las voces no debieron o no supieron decir, apenas pueden insinuar o, sencillamente, no deben nombrar: “Tuve la certeza de que era lo único que no debió haber dicho”, “mi voz sonó falsa”, “En su voz, había un levísimo, casi imperceptible tono de ofensa”, “Celina hizo entonces algo que de veras me sorprendió: me tapó la boca con la mano”. En “La noche de San Juan”, el viejo Galvano oye voces que parecen llegar de la terraza, misteriosas “las voces eran más reales, como seres pequeños y extraños que corrieran de un lado a otro”, voces que “se apagaban, se adelgazaban hasta casi desaparecer” y que sin embargo persistían como indicios fantasmales. Las voces también pueden colisionar, como signos de lenguajes enfrentados, o de idiolectos en conflicto, lo que a veces genera la parodia. Ello ocurre, por ejemplo, entre los personajes de “A la sombra de Juan de Garay” y “De carne somos”. Ese registro, a la vez caricaturesco e hiperbólico, que explota los matices de una oralidad risible, será potenciado en la novela El Parque.
La prueba de que la voz trasciende la palabra humana y remite a un origen de mundo se revela en el cuento “Habla Kishé”, donde el que “habla” en primera persona es un guanaco, jefe de la manada. El animal también cuenta su historia y sin embargo afirma que “nuestra voz no es para sus oídos” —es decir, para los oídos de los hombres. Su verdadero nombre es secreto y su lengua es otra, pero condesciende a la humana para dar testimonio del modo en el cual esa especie belicosa, endeble y mortal multiplica la destrucción. “El hecho es que somos eternos —dice Kishé—. El tiempo no ha sido creado para nuestra raza.” Su relato se ofrece a la belleza terrestre, a la celebración de los dones de la naturaleza como la persistencia de un ser no historizado. El habla del animal no remite en este caso a la fábula, donde los animales parlotean para moralizar, ni a narraciones como las de Kipling o las de Orwell, que aluden a lo humano por medio de un desplazamiento o una alegoría. Al situar el lenguaje en el imposible habla de los animales, Iparraguirre afirma esa experiencia primordial que el cuento refiere y la palabra actualiza.
El espacio de la alteridad
El habla abre así el espacio de la alteridad, esa zona de lo maravilloso o lo áureo que en los cuentos de Iparraguirre se preserva como una comarca mágica en el corazón luminoso de lo real, donde lo que verdaderamente habla suele ser la naturaleza en el momento propicio en que es proferida. Ese espacio corresponde no sólo a aquello que venimos identificando como la experiencia originaria del lenguaje, o la infancia de lo humano, sino como un ámbito que se une a cierta inocencia, no entendida como ingenuidad manifiesta o imperio de la bondad (aunque puedan contemplarlo). La literatura, que se complace a menudo en explorar la locura, la extravagancia, la perversidad, la alquimia de las pasiones, difícilmente hallará tantos personajes dominados por su inocencia como en los cuentos de Sylvia Iparraguirre. Una inocencia radical, identitaria y alerta o, como señalamos al comienzo, una inocencia con algo de primitivo y de iniciático: el soldado, los indios —el toba, los yámanas, los tehuelches, Hashé y Orukuk—, los niños —Ana, Fresia, Federico, Miguel, Luciano, Dylan, Ramón, Lila—, la abuela, el viking y Zoe, Galvano, Brenda, Mary y la mujer tehuelche, el viejo Dawson, Joaquín y Valentina, el capitán Klosterboster y Gertrude.
“No deberíamos perder la inocencia para mirar el mundo”, dice Brenda. Y el espacio abierto para esa mirada es lo que dicha inocencia inaugura en los cuentos de Iparraguirre. Un topos donde la racionalidad instrumental no puede ejercer su dominio, porque se resguarda en los mitos, en los ensueños diurnos, en la fluencia de las cosas eternas, en el horror cifrado de las pesadillas, en el insaciable deseo. Ese espacio de la alteridad es el que habita el soldado de “Toda una tarde de la mano, al costado de la vía”, que posee “una inocencia real en su manera de comportarse, de hablar” o que ejerce el “obi de los pájaros”. Es el pasado del toba, es el palacio y los médanos móviles que ocultan el pueblo de Ana y Fresia, o el libro El príncipe feliz que les deja sigilosamente en la puerta del cuarto la loca del turbante verde. Es la tierra seca y el patio de las cañas y el hogar de los cuentos de aparecidos, “cuando el tiempo no existía”, donde andaba el Ángel. Es el lugar verdadero de la palabra “mar” o la palabra “bambú” que busca desesperadamente Marina para preservar un perdido sol perpetuo. Es el cajoncito donde una enamorada olvida su cadenita, el único amuleto que resta de su amor perdido. Es el sitio donde está sentado un chico desdibujado con un balde azul o el mar antiguo donde respiran eternamente los bivalvos que regresan a cobrarse su deuda biológica con la humanidad. Es el reino de la Reina Solar que se dispersa en la transmigración de las mujeres —la otra, la misma— que se llaman Eva. Es la curva amarilla del fuego que otra mujer ve desde el tren oscuro antes de ofrecerle un encendedor a un desconocido y vivir la sombría promesa de una violación. Es el sitio irreal desde donde habla por teléfono la mujer ulterior que anuncia su homicidio. Es el lugar del espejismo donde alguien ve su doble. Es la terraza iluminada cuando abajo es de noche, la terraza donde Galvano reencontrará la mesa en el patio de la casa solariega y más allá el carro que cruza las hileras de los olivos. Es el “laberinto de tenues trazos fosforescentes” que unen la cara de la mujer con la cara del gato en el cuadro que reproduce una tarjeta postal, la señal que envió Brenda desde alguna parte para evitar los “juegos de la destrucción”. Es el interminable País del Viento —el corazón del témpano, el centro de la tormenta, las islas de las borrascas, el mar de las sirenas, las montañas violetas, el vórtice de los naufragios. Es la ciudad donde oscurece mientras el Packard negro se interna en sus calles sigilosas, mientras en la radio suenan, inaugurales e inmediatos, los tangos de Juan D’Arienzo. Es Ganimedes, y el corazón del bosque, y la mañana del lunes, y la ciudad subterránea, y el Hudson de Whitman y la dulce Francia de Balzac y aquel punto infinito que desde la ventana miraron Kafka o Flaubert.
La inminencia y lo novelesco
El cuento, arte sucesivo, no sólo propone un modelo del mundo sino también un esquema del tiempo. En las ficciones de Iparraguirre el tiempo parece suspendido entre dos vértigos: el del futuro como una inminencia; el del pasado como un registro novelesco. “La inminencia de lo que va a pasar le produce una conocida sensación de terror”, se lee en “Eva”. Y en “El faro”: “Abrió el libro en la página señalada con la pluma de albatros, eligió un mapa para seguir el relato, y se dispuso a leer”. Esas frases son como matrices de ambas direcciones temporales, pero toda vez que la inminencia supone un antes y lo novelesco un después, los cuentos de Iparraguirre provocan esa impresión de constante devenir que permite vivir la epifanía de las zonas áureas.
La inminencia se vuelve espera en lo benévolo, y amenaza en la maldad. Se cifra en la manipulación de las armas por el toba; en el deseo infiel de Laura, que se transforma a la vez en algo que “empezaba, ella no sabía cómo, a no marchar bien” en “Esta noche voy a verte”; en la larga vigilia de la abuela para evitar la “muerte por visitación del diablo”; en el chapoteo opaco de las almejas que llegan desde el baño de “La deuda”; en la amenaza de “El pasajero en el comedor”; en el teléfono que “va a sonar” de “Schygulla en la madrugada” o en la pregunta de la señora de Pelufo para “Un amor en la tormenta”: “Qué irá a pasar ahora”. El cuento estructurado sobre aquello que está a punto de ocurrir se precipita hacia su fin con la promesa de un estallido.
Cuando el relato es una recreación de lo novelesco, todo lo que ocurre asume una condición de excepcionalidad, que remite a la grandeza implícita de lo ficcional como materia legendaria. Por cierto, ese campo alcanza su primacía en El país del viento o en un cuento como “El misionero”, que pertenece a su órbita. El tono de varios relatos recuerda los cuentos de aventuras, las historias de viaje, las anécdotas contadas una y mil veces en las tabernas portuarias, la relación de un cuaderno de bitácora que se sostiene en las manos del marino muerto. El eco de Stevenson, de Melville, de London, de Conrad acrecienta además ese efecto. Su eficacia radica en agregar un horizonte ficcional a aquello que la autora declara en la “Posdata”: “Si bien los relatos que componen este libro son textos de ficción, y sus personajes, imaginarios, el marco de las narraciones es real”. Lo novelesco, entonces, obra como una profundización del presente de la narración en tanto deriva de un pretérito, ya sea mediante el deliberado anacronismo del relato, como en aquello que refieren los narradores. A diferencia de otros cuentos donde la voz es femenina, estos narradores son omniscientes o representan la voz de personajes masculinos.
Pero a veces en los cuentos de Iparraguirre la inminencia no se resuelve en la palabra sino en el gesto, un gesto decisivo para el cual la palabra es menos signo que ornamento o incomunicación: el gesto del arco tensado, de los regalos recibidos o buscados, de la postal enviada, del oro despreciado, del acto solidario para sobrevivir. Asimismo, lo novelesco se resuelve en el acontecimiento, un acontecimiento mudo y total, que alcanza la raíz misma de la vida o la mortalidad: el que viven la mujer tehuelche y la mujer galesa hacia el final de “En el sur del mundo” o aquello que en el cuento “El faro” ve Donovan, horrorizado, ante el centro del témpano. En ellos, reaparece, de nuevo, aquello que afirmaba Agamben: “Que el hombre no sea desde siempre hablante, que haya sido y sea todavía in-fante, eso es la experiencia”.
Dejemos hablar al viento
Así como en muchos cuentos de Iparraguirre la estructura narrativa responde en buena medida a patrones clásicos, en tanto el sentido último se sostiene en esa zona elusiva de la experiencia originaria, asimismo se amoneda en una imagen material. Esa imagen obra como una encarnación de la palabra lanzada en el tiempo, en el circuito de su movimiento, atravesando o rodeando lo narrado y los personajes. Esa imagen es la del viento: “Nadie se movía ni casi respiraba, sólo el delgado y frío viento patagónico iba de una cara a la otra, de un cuerpo a otro, y jugaba con plumas y sombreros de indios y blancos”, se lee en el primer cuento de El país del viento. Es obvio que el viento en ese libro aparece, sin excepción, en todos los textos; es cierto que el viento patagónico tiene en la geografía del sur argentino una presencia tan ostensible como sus ventisqueros o sus riscos: “Cazador o sirena el viento manda en la Patagonia. / Cazador o sirena se detiene en el corazón de la Patagonia”, escribió Raúl González Tuñón; es cierto, en fin, que los títulos de los libros de relatos de Sylvia Iparraguirre suelen hablar de una materialidad de lo imaginario unido a estadios temporales: el “invierno” de las ciudades o las probables “lluvias”, el “día” y la “noche”—por no hablar de la tierra del “fuego”. Pero en estos cuentos hay algo más que una alusión. El viento es una representación privilegiada: es la intensidad del aliento que nombra o que cuenta, como venido del fondo de los días: “su propia garganta filtraba el aire como una vasija rota el viento del desierto”, se lee en “El regreso”, cuando el protagonista oye que su voz pronuncia una lengua ignorada y remota. El viento es la circulación del aire, el dinamismo y el movimiento del aire que lleva en sí la carga de las estaciones —es decir, es también una impronta del tiempo. El viento es algo así como una constante imaginaria o, para decirlo con Roger Caillois, la imaginación surgente como prolongación de la naturaleza: “En el delgado borde entre la vida y la muerte, acunadas por el canto lúgubre del viento helado y el crujido de las ramas de los robles, florecieron las últimas visiones místicas que la enfermedad y el hambre parecían acrecentar en el espíritu de esos hombres”, se lee en “El misionero”. La aparición del viento quiere ser imperceptible en tanto efecto de la trama, pero disruptiva como ahondamiento del sentido. El viento anima el mar y las tormentas y sisea en el misterio, es el hacedor de la fantasía, el verdadero agente de lo maravilloso o lo sobrenatural: a sus hijas Ana y Fresia, de “Un lugar sobre los médanos”, el padre les había contado “algo fantástico. Dijo que cuando salieran a la puerta a la mañana siguiente, el pueblo les iba a parecer distinto, como si fuera otro, porque durante la noche el viento cambiaba los médanos de lugar”. La abuela de “La vigilia” “anduvo toda la tarde en el viento” mirando las marcas del carnero en la tierra, es decir, las marcas del diablo; el viejo Galvano, en “La noche de San Juan” oía una y otra vez las voces misteriosas, cuando “el oleaje del viento las llevaba lejos y las arrastraba nuevamente hasta allí, sobre la casa”. El golpe del viento es como un estado de alerta para los personajes, un verdadero despertar previo al desenlace, que los despeja o los sacude: “Un golpe de viento sopló hacia el bajo y le despejó por un momento la cabeza”, se lee en “Schygulla en la madrugada”; o en “Viva como en Bretaña”: “El viento frío le produjo una sacudida. Desde la vereda vio el cartel: VIVA COMO EN BRETAÑA. El viento es lo que golpea la cara del suicida en “Probables lluvias por la noche”.
En El país del viento el viento es un habitante, aquello que estaba allí antes de que llegaran la palabra y los relatos; es lo que se metamorfosea y actúa, lo que se encarna y multiplica, lo que nombra la grandiosa tierra austral. El viento es sucesivamente delgado, frío, raro, maligno; golpea las casas, recorre la tierra, alza el mar y hunde los barcos; el viento silba o canta; el viento funda el mito de una experiencia esencial que trasciende lo humano para tocar lo áureo: “Digo que el dios viento es nuestro padre, y nuestra madre, la diosa tierra. En el principio de los tiempos, cuando reinaba la oscuridad y nada había sido aún creado, el viento, huracanado en torbellino, giró y giró y perforó la tierra y allí donde tocó la veta de oro nació la raza áurea de los guanacos”.
Uno, dual, múltiple
Al leer el conjunto de los cuentos, pero ya como colecciones unificadas, es posible percibir otro aspecto. Los cuentos de En el invierno de las ciudades (en cuya serie debería incluirse “Los largos días”), suelen tratar de personajes singulares y únicos, que a veces el lector conoce con la intermediación de algún testigo, pero que en todos los casos presentan individuos fuertemente identificables. Para decirlo de otro modo, cada cuento alude, o bien a un tipo o a una interiorioridad, o bien a un hecho extraordinario o decisivo que le acontece a un solo personaje. Siguiendo el orden de los cuentos ello ocurre con el soldado, el señor Medialdea, el toba Marcelino Romero, el Ángel, Laura, la abuela en “La vigilia”, Marina, la muchacha en “Lejos de Buenos Aires”, la mujer de “La deuda”, el hombre de “De carne somos”, Celina. La identidad fraternal de Ana y Fresia, tanto en “Un lugar sobre los médanos”, como en “Los largos días”, se construye en relación con otro personaje singular: la chica que juega a la rayuela en el primer cuento y, muy claramente, la mujer del turbante verde en el segundo.
“En el invierno de las ciudades” es el cuento que da título al libro y, oblicuamente, puede funcionar como una especie de manifiesto estético de toda la serie. La narradora toma el lugar de una escritora que se queda “absorta, observando. Inventándole historias a la gente”; alguien que se deja arrastrar por la corriente, pero ya no en el “río calmo de la vida”, sino atendiendo a una “corriente turbia y tumultuosa”, lo cual entraña riesgos para alguien que espera relatar sus sueños a otro, que se atormenta con las vidas imaginarias y que finalmente halla su personaje y el hecho epifánico que transforma el relato en un acontecimiento: un muchacho cualquiera que le entrega a la muchacha un sobre, es decir, un enigma, un secreto que el cuento mismo está siempre a punto de revelar. Como reza el epígrafe de Tennessee Williams, esas figuras “parten hacia un país donde nadie está destinado a ir, / entran en un tiempo que nadie ha previsto”. El país de la ficción, el tiempo del relato, la hora del invierno que, como el cuento, empieza en el presente mismo de la narración.
Pero en Probables lluvias por la noche algo distinto acontece. Y si bien se sostiene aún la alusión a un individuo singular y fascinante, como el viking, es éste acaso el último eslabón que une este libro con el anterior. A partir del segundo cuento, las ficciones de Iparraguirre van de lo uno a lo dual. Las conciencias se escinden, espejean, se duplican. No es azaroso, entonces, que varias de estas ficciones recreen historias sobre dobles y que incluso parezcan duplicarse entre sí. Casi siempre este juego de duplicaciones es vivido por mujeres, para las cuales vivir su deseo puede volverse inquietante, a tal punto que las descentra de su propio ser. El cuento “Eva” es el relato de la transformación de una persona en otra o, mejor dicho, de una posesión. “En viva como en Bretaña” la protagonista se desdobla en su propio fantasma. En “Señal a Brenda” dos mujeres hallan una conexión secreta, que persiste en la lejanía espacial y temporal. La ignorada mujer que habla por teléfono en “Schygulla en la madrugada” se duplica en Bárbara y ésta de nuevo en la voz, en Hanna Schygulla, en su presencia espectral. Las mujeres de “El pasajero en el comedor” y “Un amor en la tormenta”, si no se duplican, se proyectan como otras en su deseo frustrado y viven su posible realización como una amenaza —ominosa en el primer caso, grotesca en el segundo. Al querer ser otras, aceptan la duplicidad que, no obstante, las extraña, las aterroriza y las expulsa, para regresar al orden previo. Las dos figuras masculinas, el viking y Galvano, también sugieren este juego de duplicaciones. El primero porque no es lo que aparenta ser; el segundo porque parte hacia el otro lado de lo real. Otro tanto ocurre con los personajes de dos cuentos que corresponderían a la órbita de este libro, donde el otro lado habilita un tiempo anterior: uno se duplica en el ancestro que habla por su boca en “El regreso” y el otro viaja hacia el pasado en el seno mismo de la ciudad que habita, a bordo de “El Packard negro”. Finalmente, el cuento “Probables lluvias por la noche”, además de ser un complejo experimento literario, es la muestra de conciencias que se escinden en el relato, reverberando una en la otra, iluminadas de súbito por el cabrilleo de la lluvia que las exalta cuando el foco del narrador se sitúa en cada una de ellas para seguir hacia otra, y otra, y otra, en una cadena virtualmente interminable, donde el sentido refracta. No es casual que los textos publicados por Sylvia Iparraguirre luego de este libro sean novelas: El Parque y La tierra del fuego.
Aquella dualidad, que de todos modos poseía una impronta aún individual, en El país del viento se transforma en otredad, ahora social, histórica o novelesca. El sujeto de este último libro, aunque se singularice en los personajes, es colectivo, y todo hecho individual presupone la muchedumbre: “Y ése fue mi caso, un caso particular (…) Usted se asombra; claro, el primer amor unido al naufragio de más de mil personas parece algo inventado, pero acá las cosas no pasan como en todas partes”, dice el narrador de “Atardecer con sirenas”. No sólo porque, a menudo, todos los personajes forman parte de grupos más vastos —los colonos, los “oreros”, los indios, la manada, los guardianes, los presidiarios, las tripulaciones, los pueblerinos, los viajeros, la escuadra de Francis Drake. También porque, a diferencia del juego de los dobles del libro anterior, en este caso los personajes se enfrentan como otros en su acendrada particularidad, son efectivamente distintos, y sólo el reconocimiento solidario del semejante o un acto amoroso puede establecer un vínculo. Aun el hombre solo en medio de la isla mira con terror al otro, a los ojos del muerto solitario suspendido en el hielo que navega un mar de centurias. Y, en fin, porque todos los relatos son referidos en un discurso colectivo que forma parte de una memoria cultural: difundidas conjeturas, leyendas, versiones, libros, documentos, comentarios, plegarias, narraciones.
De lo uno a lo dual a lo múltiple: ése es el derrotero que parecen llevar los personajes de los tres primeros libros de cuentos de Sylvia Iparraguirre, en cuya serie se incluirían los cuatro textos inéditos. Todos los cuentos refieren el paso de lo uno a lo múltiple, donde alienta, de un modo u otro, la zona áurea: relación de una experiencia originaria, esa experiencia para la cual la palabra se vuelve testimonio y registro, siendo a la vez un origen de lenguaje. Los microrrelatos de la serie Del día y de la noche abren otra perspectiva a esta continuidad. De hecho, la transforman en contigüidad: todo personaje se muestra ostensiblemente como una figura literaria. Aquel origen de lenguaje se vuelve un origen de ficción: de algún modo la zona áurea es en ellos lo puramente ficcional, el ejercicio del lenguaje como constructor de mundos alternativos o maravillosos. El objeto representado no es un sujeto singular, ni un juego de dobles, ni la dialéctica entre individuo y colectividad, sino el discurso de una invención. La zona áurea aparece allí tanto en el corazón del bosque como en el lunes consuetudinario o en el último tren que, por obra del lenguaje, se vuelven fabulosos o fantásticos. El acto común de ponerse los zapatos parece un hecho mágico; la mera lectura de un libro extravía al lector en el laberinto de su propia acción de leer; una mujer es abducida por una leyenda, casi por lo que ya sugiere un nombre: Ganimedes. Por ello los escritores no escriben: irradian las posiciones de sus cuerpos en lo real, transfigurados por sus propias escrituras, donde la biografía es sustituida por una suerte de hagiografía fabulosa. La experiencia primordial se vuelve aquí fantasía, diamantino ejercicio imaginario.
Como cuando irrumpe una voz serena junto a un fuego para contar la memoria de los días pasados y los días por venir, como el gesto del que aguarda el mecanismo puro del relato en el cual el mundo entero se sumerge en el mito, como una aurora del narrar, toda experiencia genuina se cuenta como un origen de lenguaje y una infancia de lo humano. Sylvia Iparraguirre lo sabe luminosamente, lo afirma y lo celebra en cada narración, que leemos ahora como “una de esas pequeñas zonas áureas que quedan para siempre en el interior de cada uno: un cuento”.
Jorge Monteleone
Narrativa breve
a Abelardo
En el invierno de las ciudades
Aquellos que ignoran el momento apropiado de su partida
son los exploradores más valientes,
parten hacia un país donde nadie está destinado a ir,
entran en un tiempo que nadie ha previsto.
TENNESSEE WILLIAMS
Toda una tarde de la mano, al costado de la vía
En el andén catorce, el reloj marcaba la hora de salida del tren nocturno a Olavarría. Casi alzada por el hombre de barba que venía con ella, Jorgelina subió en la última puerta del último vagón; él le alcanzó un bolso, dudó un momento y también subió. Se miraron, incómodos y agitados. El hombre de barba fue el primero en apartar los ojos. La chica llevaba en uno de los brazos un grueso saco de invierno; en el otro, varios libros, una carpeta enorme y un bolso que le colgaba del hombro. En realidad no era una chica, tenía treinta años. La figura delgada y el pelo largo y lacio sobre la cara le daban el aire de una adolescente un poco atolondrada. El hombre le hizo unas recomendaciones apresuradas que se perdieron entre otras voces y el silbato estridente del guarda. El tren dio una sacudida. Dios mío, pensó ella, cómo hago ahora para llegar al vagón diecisiete. Un soldado los miraba apaciblemente desde la puerta del pasillo.
—Por favor —decidió de pronto el hombre—. ¿La podrías ayudar con todo esto hasta el asiento?
El soldado, sin moverse, dijo que sí con la cabeza. Tenía el birrete sobre el hombro, sujeto por la tira de la charretera. El hombre y Jorgelina se besaron fugazmente. Esta vez no era culpa de ella; a pesar de su costumbre de salir siempre a última hora, corriendo trenes y ómnibus de larga distancia, esta vez no era su culpa. El hombre bajó y ella se asomó a la puerta del vagón, agitó la mano y durante un largo rato se quedó mirando hacia atrás, hasta que el gigantesco andén de Constitución se hundió en la noche y las luces de Buenos Aires empezaron a correr en la oscuridad, a los costados del tren. Cuando se dio vuelta, la presencia del soldado la sobresaltó: lo había olvidado por completo. El chico, con el bolso en la mano, tenía un aspecto marcial como el que espera órdenes para salir rumbo a una misión. Era alto y corpulento, con una incongruente cara de niño.
Uniformes, bolsas de dormir, conversaciones a los gritos, humo de cigarrillos. El soldado iba adelante, abriendo paso con su corpachón. Jorgelina, ausente, se dejaba guiar; ya sabría el chico cuál era el vagón diecisiete y cuál el asiento. Lo peor ahora eran el viaje interminable y los primeros momentos de la ausencia de Nicolás. Unos vagones después, el soldado se agachó, constató el número correcto del asiento y, sin ningún esfuerzo, acomodó el bolso en el portaequipaje. Jorgelina amontonó sus cosas de cualquier modo y se dejó caer junto a la ventanilla. El chico, de pie, la miraba desde arriba. Parecía esperar algo,