El viking
Por aquel entonces, la historia del viking con la chica del pensionado de monjas nos resultaba poco menos que asombrosa. De más está decir que la historia se armaba por omisión de sus actores principales. De la chica no teníamos ni idea y el viking nunca contaba nada, no porque tuviera algo que ver con la reserva o el pudor, cosas que desconocía por completo, sino porque no era un tipo de contar. Contar lo aburría mortalmente. En cualquier lugar y circunstancia, el viking era un tipo de actuar. Así le iba. En fin, que la historia, si es que aquello era una historia, iba tomando forma a través de los fragmentos que gente de la facultad (o tipos de bares como nosotros, o amantes, amigas, ex novias del viking) inventaba, suponía o conjeturaba. Del viking habría que decir, entre millones de cosas, que una madrugada, leyendo a los gritos a Dylan Thomas en casa de una dama cuyo marido estaba de viaje, se le había quemado el colchón sin que él se percatara hasta que el detalle de la brasa del cigarrillo tomó proporciones de incendio, momento en que abandonó la casa prácticamente desnudo; que su éxito con las mujeres era algo casi mítico; que le gustaba pasar por lisiado, loco de guerra o vendedor ambulante en los colectivos o subtes y que era un poeta desperdiciado y descomunal. Medía uno noventa, tenía pelo, barba y ojos eslavos, lo que le valía el apodo, y vivía en Palermo Viejo, cerca de Puente Pacífico. Le gustaba deambular hasta la madrugada, sobre todo por Corrientes, siempre a la pesca de mujeres de cualquier tipo, belleza o condición. Andaba atento a todo. Especialmente a la fauna de Filosofía y Letras, a los músicos underground que tocaban en sótanos oscuros y malolientes de calles como Suipacha o Montevideo, al teatro experimental y a las reuniones literarias en los bares. De la chica sabíamos nada más que había venido a estudiar a Buenos Aires, que vivía en un pensionado de monjas y, sobre todo, lo que nos divertía enormemente, que el viking no tenía éxito con ella. No al menos el éxito al que estaba acostumbrado. La mayoría de las veces la chica salía huyendo y se mandaba guardar en el famoso pensionado. La flaquita, como nos dijo aquella noche —al principio, una de las pocas veces que estuvo expansivo y que contó lo de la facultad—, era inclasificable. Pero lo que al viking le resultaba indescriptiblemente regocijante era lo del pensionado de monjas: una especie de hallazgo. Casi no había vez que hablando con ella, aunque fuera de cosas serias (a la chica le parecía que a veces hablaban de cosas serias, por ejemplo, de Borges), al viking no le vinieran unas ganas incontenibles de reírse. En ese momento, largaba una carcajada que se apuraba a sofocar porque la chica se encerraba como un caracol al que le tocan las antenas. Su propósito, como nos dijo esa noche, era educarla al revés, es decir: deseducarla. En los cafés, el viking escribía en un cuaderno todo manoseado, recitaba a Milosz tanteando la mesa con el codo como si buscara el mejor punto de apoyo, o, de repente, se largaba a cruzar la calle a grandes trancos porque había visto pasar un conocido o conocida por la vereda de enfrente. La chica terminaba, invariablemente, poniéndose nerviosa. Él decía todo el tiempo “flaquita”, decía “cómo viene la mano”, decía “Gombrowicz es lo más grande que existe”. Tenía un humor siniestro y, en general, rabelesiano.
El viking y la chica del pensionado de monjas se conocieron una noche, a la salida de clase en la facultad. Él andaba vendiendo su libro de poemas por adelantado. Fue la temporada en que salía del altillo de Palermo con un talonario de vales. Cada vale era un libro por adelantado; se lo pagaban y él anotaba dirección y teléfono para después mandar el correspondiente ejemplar por correo. La cosa fue que la chica estaba dando un parcial en el aula mayor cuando el viking, acodado en la ventana del lado de afuera contando vales, se da cuenta de que ella le estaba pasando un papel a un tipo de la fila de adelante. “A un punto ojeroso”, como dijo esa noche. Nos contó que, sentado en el marco de la ventana, había pensado: ¡Ajá! La flaquita solidaria del fondo pasándole al punto ojeroso un papelito, y que se había entusiasmado. Quién sabe, Witold, así decía porque siempre lo tenía de interlocutor, quién sabe tal vez éste no sea tiempo perdido. Me retrepo y me instalo en la ventana, dijo que había decidido hacer eso, y que había pensado: cual aguilucho a la espera de palomas, y que ésta le había parecido una frase tremendamente notable pero que no había habido testigos. La flaquita de la cuarta fila, pan comido. La invito al cine a la salida. Me acepta o no me acepta, como en los tiempos de la tía Anastasia; si no me acepta, como carne (el viking era vegetariano), un bife cadáver chorreando sangre inmunda con una vena tipo tenia saginata, y cuando ya estaba por vomitar de sólo pensarlo, la chica que lo mira, es decir, que se da cuenta de que hay un tipo todo encogido en la ventana del aula. Y él: Oh, la, la, la flaquita me mira, se ha apercibido de mi presencia insigne. Tiernos sus ojos, no asombrados, miedosos. Sí, flaquita, soy yo, dijo el viking que había articulado contra el vidrio marcando bien las sílabas con los labios, y nos hizo una demostración, ahí, en la mesa del bar. Mirá la seña que te hago, flaca, y se había tirado el ojo para abajo. ¡Ojo! Ojo conmigo. La única cabeza levantada de toda el aula magna, la de la flaquita que no lo podía creer, decía el viking entusiasmado. Todas las demás cabezas obsecuentes, alcahuetas del besugo del frente, blandos cerebros dispuestos a responder pero la flaquita me miraba a mí, no agachaba el morro, me miraba a mí, al poeta, decía el viking a quien a veces le gustaba exaltarse, a mí, Witold, me miraba aunque con la boca abierta. Y había dicho que pensó: esta flaca es medio lela. Esa noche agregó que la chica lo había impresionado y que se había sentido enamorado de una manera perversa, compulsiva y singular. Sobre todo de las cejas y de los ojos de la chica que formaban lo que él, en un poema escrito esa misma madrugada, había llamado “la estructura de la pureza”, poema que nos leyó esa noche, ya bastante tarde. Y que después, en el hall que empezaba a atestarse a la salida de clase, la chica había andado deambulando en busca de una amiga y ¿con quién estaba esa amiga, oh dioses?, con él.
Las dos lo miraron desde abajo.
—Flaquita, te conozco, te vi, vos le pasabas un papel a un tipo en el examen. Esto es telepatía pura. Ustedes dos son amigas y yo quería encontrarte a vos y me encuentro primero con tu amiga del interior, a la que vos estabas buscando. Urgente, necesito saber tu nombre, ¿cómo te llamás? —La enfocó desde arriba.
—Zoe —dijo la chica; fue el momento en que él entró como en trance: “Zoe, Zoe”, repetía.
—¿De dónde salió ese nombre?
—Es bretón —dijo Zoe.
Como un zulú enloquecido, el viking corrió unos pasos levantando los brazos al cielo. Después volvió para decir:
—No puede ser, me encuentro con Zoe, la del bretoniano nombre, y esto me lleva a vos, querido André. Esto es magia pura. Y que después me vengan los cartesianos. Hermano Rimbaud, papá Baudelaire, querido Witold, la magia existe. A ver, a ver —empezó a pasar febrilmente las páginas de una libreta negra—. Vos sos mi primera Zoe en mil quinientas ochenta y siete mujeres. Acá está, esta libreta lo dice. Entendés, ninguna Zoe antes. Vos no podés ser de acá. Les debo decir algunas cosas —continuaba el viking, casi sin respirar—. Sabrán que estoy vendiendo mi libro de poemas por adelantado. ¡Ojo!, que esto es clarito, nada de tráfico con la poesía, la poesía se vende pero no se vende. ¿Me captan? Y ahora, vamos a ver: vos, Zoe, nunca te acostaste con un tipo.
La chica tardó un segundo en reaccionar; se había puesto colorada.
—A vos qué te importa. Sí que me acosté... —empezó a articular, pero el viking había estirado un brazo imponente y dejaba caer la mano sobre un hombro.
—Flaco, vení. —Era un barbudo de pelo enrulado que pasaba a toda velocidad—. Mirá a esta chica, vos qué decís, que es virgen o que no es, tenés pinta de experimentado. —Le empezó a palpar los músculos, admirativo—. Vos sí que tenés buenos bíceps.
El otro se detuvo un segundo.
—Qué sé yo, loco. Probá —y se fue.
La chica y su amiga empezaron a huir hacia la entrada de la facultad mientras él parecía anotar datos fundamentales en la libreta. Lo dejaron plantado, o él eligió dejarlas ir. Uno nunca sabía con el viking. Esperaba las oleadas de mujeres que desembocaban en el hall central. Después de varias miradas circulares, con el mismo entusiasmo que si divisara tierra, se dirigió a enormes pasos hacia la escalera.
—Flaquita —le dijo a una morocha alta de vaqueros muy ajustados—, seguro que vos te llamás Zulema.
El viking y la chica se volvieron a encontrar algunas veces. Él ejercía sobre ella una especie de fascinación por el horror; ella prodigaba una inagotable credulidad. Para él no había auditorio mejor. Le contaba barrabasadas, historias inventadas o, a veces, ciertas, que ella recibía con ojos como platos. Sin embargo, en el momento más inesperado, la chica mostraba rasgos de desconfianza o perspicacia que el viking asimilaba con una sonrisa paternal.
Así las cosas, una noche, la última noche antes de que la chica decidiera verlo por última vez, los encontramos a eso de las diez, viniendo por Sarmiento hacia Congreso. El viking hendía el aire nocturno como la proa de un barco, como si hubiera nacido para esa noche, ni antes ni después. Venían de la mano. Era uno de esos raros momentos en que la chica debía confiar en él. Por unas cuadras, seguramente, a ella debía parecerle que la ciudad monstruosa tomaba un cauce y se aquietaba —la salida de los cines, las descascaradas recovas de Leandro Alem, la gente desconocida, toda la ondeante masa en remolino de sábado por la noche—, se acallaba y sosegaba en virtud de los gestos ordenadores que el viking repartía a diestra y siniestra, con ampulosos ademanes de guía turístico, mientras la miraba de reojo. Hasta que llegaron a la esquina de un restaurante. En dos saltos, el viking estuvo pegado al vidrio. Había descubierto a unos conocidos, cenando. Los saludó efusivamente. No parecieron especialmente felices de verlo, sobre todo el hombre. El tipo llevaba un traje cruzado a rayas, una corbata fosforescente y un pinche de corbata con una perla. Ella era una rubia de pelo batido, de unos treinta años, y se veía aburrida.
Pese a las protestas de la chica, el viking ya la arrastraba adentro.
—Vení, flaquita, vamos que te voy a presentar a unos amigos —dijo mientras empujaba la puerta.
Después de las presentaciones se sentaron: el viking frente a la mujer rubia y la chica frente al tipo del pinche con la perla. Parece que un rato después, sin nada para decir, la chica seguía pensando en cómo hacer para levantarse e irse. Sobre todo porque se percibía cierta tensión en la mesa y la pareja había comido los fideos como si ellos dos les hubieran arruinado la noche. Sobre todo el hombre. Para colmo, hacía rato que el viking había sacado el cuaderno y les leía algo kilométrico. En realidad, la chica no escuchaba. Seguía con toda atención una escena en la mesa vecina. Una vieja, de tapado y sombrero raídos, se había parado frente al mozo en actitud teatral. Su cara soportaba capas y capas de pintura, lo que le daba el aspecto de una actriz exhausta que no había hecho a tiempo de sacarse el maquillaje de escena. Revolvía un monedero de tela decrépito. Sacaba los billetes y los iba estirando sobre la mesa, uno a uno. El sombrero era pasmoso. Un casquete de pluma marchita y desflecada que conservaba todavía un pedazo de tul con motas de terciopelo. El mozo esperaba, resignado, apoyado en el canto de la bandeja. La vieja lo miraba con desprecio, enarcando una ceja a lo Bette Davis, y su boca pintada en forma de corazón articuló en silencio una palabrota que la chica, con un sobresalto, entendió perfectamente. El mozo no se movía, como temiendo que la vieja se fuera a ir sin pagar.
—Bueno —decía el viking en ese momento—, la rubiona me está tanteando el firulete por debajo de la mesa.
Se hizo un silencio espeso en medio del cual la chica aterrizó en la conversación.
—¿Qué firulete? —preguntó.
El viking la miró como si de golpe recordara que estaba ahí y pegó un salto que casi despatarra la mesa. Un segundo más tarde, sepultaba la cara entre los brazos cruzados contra la ventana; los hombros se le movían a sacudones. Se reía desaforadamente. Por un momento todos, incluidos los de las mesas vecinas, lo miraron estupefactos.
—Ay, ay, ay... —decía, como si no pudiera contenerse.
—Qué dijiste, polaco de mierda... —empezó a decir el del pinche en la corbata.
La cara del viking pasó de la risa a la seriedad total. Los ojos se le habían vuelto transparentes y, como le pasaba a veces, la expresión tenía algo de anormal. Se levantó a medias en la silla y, muy despacio, plantó una de sus enormes manos en el hombro del otro, que parecía empezar a medir las consecuencias de lo que había dicho y tenía la cara blanca. Se arrugaba contra la silla.
—Más respeto a la mesa —dijo el viking con voz helada—. Hay alguien en este fondín que no sabe qué es el firulete. —Ante esta última mención, su cara empezó a luchar contra unas contorsiones irreprimibles. La rubia, en una de sus actitudes lánguidas, miraba por la ventana desentendiéndose de la escena. El del pinche se había tranquilizado con