Los noventa días de Genevieve

Lucinda Carrington

Fragmento

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1

Genevieve Loften se dio la vuelta y abrió las persianas venecianas permitiendo que la luz inundara de nuevo la estancia. James Sinclair se reclinó en la silla y la observó. Su penetrante mirada la hizo sentirse incómoda. Había oído que él podía resultar difícil y en esa entrevista había comprobado que los rumores eran ciertos.

Pensó de nuevo en lo diferente que parecía de un hombre de negocios convencional; piel morena, pelo oscuro y un cuerpo de atleta bajo el inmaculado traje sastre. Lo encontraba realmente atractivo, pero no tenía intención de permitir que se enterara. No pensaba alimentar su ego; ya estaba demasiado seguro de sí mismo.

Era su tercera entrevista y en esta ocasión estaban solos. Había trabajado muy duro para impresionarlo y convencerlo de que en Barringtons tenían ideas innovadoras y podían proporcionarle la publicidad que necesitaba para expandir sus negocios en el extranjero. De hecho, Sinclair acababa de ver la grabación de una de sus más exitosas campañas de televisión. También le había mostrado un impresionante dosier con otros trabajos anteriores y las cifras de ventas alcanzadas, pero nada de lo que le había sugerido u ofrecido pareció interesarle. Todo lo que recibió a cambio fue aquella ambigua y misteriosa mirada suya, una elevación de ceja y ningún comentario. Con un suspiro, apartó a un lado el dosier. No le gustaba fracasar.

—Señor Sinclair, usted dirá si puedo mostrarle alguna otra cosa —se ofreció. Le sorprendió verle esbozar una lenta sonrisa.

—Es posible. —Él hizo una pausa, sosteniéndole la mirada mientras estiraba las largas piernas. Parecía relajado, pero todavía tenía ese aire sereno de un hombre que se sabe dueño de la situación—. Salga de detrás de ese escritorio que tan bien complementa su fachada de eficiente mujer de negocios —ordenó— y muéstrese ante mí.

El sonido del tráfico de Londres, suavizado por el doble ventanal, llegaba desde la calle. Ella clavó los ojos en Sinclair mientras se preguntaba por un momento si había escuchado bien. Hasta entonces él no había mostrado el más leve interés en ella, por el contrario había notado cierta actitud hostil. Sin embargo, ahora percibía algo en sus ojos que la descolocaba por completo. ¿Diversión? ¿Triunfo? No estaba segura.

Y se atisbaba además cierta arrogancia en la manera en la que había pasado de una posición formal a otra más relajada. La relación entre ellos parecía haber cambiado. Ya no eran dos personas buscando un nexo común para emprender un negocio, sino un hombre y una mujer conscientes de que estaba a punto de encenderse una chispa entre ellos.

Aunque no se sentía muy segura de sí misma, decidió seguirle la corriente. Sonrió y rodeó el escritorio hasta detenerse ante él.

—Bueno —rompió el silencio con forzada claridad—, aquí estoy. ¿Podría decirme el propósito de esta pequeña charada?

—Da una vuelta muy lentamente —ordenó él. Había empezado a tutearla.

—En serio, señor Sinclair… —empezó a decir, manteniendo la distancia—. No le veo sentido a…

—Hazlo y punto.

Ella se encogió de hombros e hizo lo que le pedía. Se alegró de que su elegante traje de chaqueta le quedara holgado en vez de haber sido hecho a medida y que la falda le llegara por debajo de las rodillas. «Puedes mirar todo lo que quieras, Sinclair», pensó, «pero no verás mucho».

No obstante cuando volvió a quedar frente a él cambió de opinión. Aquella oscura mirada recorría su cuerpo perezosamente, acariciándole los pechos; paseándose a lo largo de los muslos esbozados por la forma de la falda tubo. A continuación vio que admiraba sus piernas, embutidas en medias de seda gris, y sus finos tobillos, que descendían hasta los zapatos de salón. Consideró que aquella ropa tan cara, lejos de protegerla, la hacía sentir desnuda e indefensa, como si pudiera ser acariciada por una mano invisible. Era como ser evaluada en un mercado de esclavos. Cuando él volvió a dirigirle la mirada a la cara, ella tenía las mejillas rojas.

Sinclair clavó los ojos en ella durante un momento antes de sonreír ampliamente.

—Quiero hacerte una proposición, pero es posible que no sea el tipo de trato que estabas esperando.

—Estoy segura de que Barringtons podrá satisfacer cualquiera de sus requisitos —afirmó ella.

—Es posible que Barringtons pueda —convino él—. Pero… ¿y tú?

—Eso da igual, ¿no es cierto?

—No te hagas la inocente, señorita Loften —repuso, arrastrando las palabras—. Eres una mujer adulta, no una tierna virgen adolescente. Creo que te imaginas de sobra lo que estoy sugiriendo.

Le habían hecho antes algunas proposiciones indecentes, pero ninguna tan inesperada y descarada como esa. Durante un momento se enfadó. ¿Acaso la consideraba un artículo en venta? Después, la pequeña voz de su ambición le dijo que pensara bien en lo que aquel arrogante hombre podía estar ofreciéndole. Sinclair Associates era una empresa de mucho prestigio y estaba en pleno proceso de expansión; la agencia elegida para gestionar su cuenta publicitaria se convertiría en un nombre importante a nivel internacional.

«Barringtons necesita esta cuenta», se dijo a sí misma, «y gratificarán a quien la consiga para ellos. Si James Sinclair quiere mantener relaciones sexuales a cambio de estampar su firma en un contrato, yo estoy dispuesta a cumplir con mi parte. Al fin y al cabo no es un viejo gordo».

—Por supuesto que sé lo que está sugiriendo —afirmó con energía—. Yo me acuesto con usted y, a cambio, usted le da su cuenta a Barringtons.

Él se rio.

—Haces que parezca muy simple, señorita Loften. Sin embargo no voy a intercambiar mi firma por un puñado de emociones fugaces. —Su voz sonaba alterada y con un filo de dureza—. Eso lo puedo conseguir en cualquier otro lugar a un precio más barato. Quiero más; mucho más. Vamos a tener que reunirnos para discutir los detalles.

Ella se estremeció de repente. No era eso lo que esperaba. ¿Qué clase de detalles tendrían que discutir? Se acostaría con él e intentaría satisfacerlo. Lo más probable era que disfrutara haciéndolo. ¿Sería posible que quisiera algo poco usual? Bueno, si era necesario, adelante; haría lo que fuera por cerrar el trato.

Se preguntó el porqué para sus adentros. Sinclair Associates no necesitaba a Barringtons, en realidad era a la inversa. Otro pensamiento la asaltó: «¿por qué yo?». Sabía que James Sinclair era rico y tenía buenos contactos y mucho poder. Poseía esa clase de atractivo peligroso que la mayoría de las mujeres encuentra deseable. Podía disponer de todo lo que el dinero era capaz comprar, incluidas las voraces bellezas ávidas de dinero y notoriedad de los más exquisitos clubes de Londres; mujeres mucho más glamurosas que ella. Féminas que estarían encantadas de que las vieran de su brazo, ir a su casa y actuar para él, sin duda con mucha más experiencia que ella.

No era virgen, pero tampoco se consideraba particularmente experta en lo que al sexo se refería. Su primera vez, con un joven sin experiencia, había sido un desastre. A esa siguieron un par de rollos de una noche y una relación más larga, que terminó porque ella siempre cancelaba las citas debido a la presión del trabajo.

Sinclair se levantó. Le sacaba una cabeza, aunque ella ya era más alta que la media. Con aquel lustroso cabello negro, bien cortado aunque algo más largo de lo que dictaba la moda, y su bronceado natural no le costaba nada imaginárselo como un pirata, y uno bastante cruel, de hecho. Recordó las historias que había oído sobre sus tácticas comerciales. Quizá la del pirata fuera una descripción realmente acertada. Tuvo una breve visión de él vestido con pantalones ceñidos, botas por encima de las rodillas y camisa blanca abierta hasta la cintura, pero al instante la borró de su mente, decidida a no tener pensamientos románticos con aquel hombre; estaba segura de que él no albergaba esa clase de intenciones con respecto a ella.

Sinclair estaba acostumbrado al poder, a salirse con la suya, a ostentar el mando. «Bien», pensó, «pues yo también. ¿Quieres jugar, Sinclair? Jugaré contigo. Incluso es posible que disfrute, pero solo se tratará de un asunto de negocios. Podrás tener tu noche de diversión, o incluso varias noches si insistes en ello, pero yo conseguiré que estampes tu firma en el contrato. Y eso será todo».

—Mire —dijo en tono práctico—, ya le he dicho que estoy de acuerdo. No hay nada que discutir.

Él seguía clavando los ojos en ella de la misma manera en que lo haría un amo en una esclava que fuera a ser subastada. Retrocedió hasta el escritorio. De repente, sabiendo que era un gesto sin sentido, se tocó los botones de la chaqueta. La manera en que él la miraba hizo que se sintiera como si estuvieran desabrochados. Lo vio curvar los labios en una sonrisa y fue consciente de que conocía el efecto que tenía sobre ella.

—Ya le he dicho que acepto —repitió, esperando distraerlo—. No hay nada que discutir, salvo cuándo quiere que nos encontremos. Y, como se trata de una situación más bien… poco ortodoxa, espero poder confiar en su discreción.

—No te preocupes —replicó él—. No soy de los que se jactan de sus conquistas.

—Será un intercambio comercial —contraatacó Genevieve—. No seré una conquista.

Él la miró durante un buen rato antes de esbozar una perezosa y amplia sonrisa.

—Por supuesto —convino—. Un asunto de negocios. —Hizo una pausa y cuando habló lo hizo en otro tono—. Quítate la chaqueta.

Como antes, pensó que no había escuchado bien.

—¿La chaqueta? —repitió—. ¿Para qué?

—Antes de cerrar este trato privado me gustaría echar un vistazo rápido a lo que voy a disfrutar. —Su voz era suave, pero había acero detrás—. Quiero que te desabroches la chaqueta. Ahora.

Estuvo tentada a negarse. Pero un vistazo a su cara le dijo que no era una buena idea. Obedeció deprisa, esperando que eso lo satisficiera. Debajo de la prenda llevaba una blusa sencilla, de seda blanca con cuello mao. Sabía que él no podría vislumbrar demasiado a través de la opaca tela salvo, quizá, intuir cómo era el sujetador; de hermoso encaje blanco, si no recordaba mal.

—Y la blusa —añadió él.

En esa ocasión se le congelaron los dedos.

—¿La blusa? —Le tembló la voz—. ¡Por supuesto que no!

La sonrisa de Sinclair se convirtió en una mueca torcida.

—No te hagas la virgen inocente conmigo, señorita Loften. Ábrete la blusa o la desabrocharé yo.

Ella se llevó los dedos a los botones forrados de seda.

—Podría entrar cualquiera —protestó.

—Podría… —convino él, imperturbable—. Así que será mejor que te apresures.

Ella tiró de los diminutos y redondos botones. Nunca habían resultado fáciles de desabrochar y ahora le temblaban las manos. La blusa se abrió poco a poco. Estuvo tentada a mantener unidos los bordes, pero antes de que pudiera moverse, Sinclair le atrapó las muñecas, forzándola a separar los brazos. Él bajó la mirada desde su cara hasta el cuello y de ahí a sus pechos.

—No está mal —dijo.

Sinclair se movió con rapidez y confianza, cogiéndola completamente por sorpresa, y la obligó a retroceder hasta que Genevieve sintió el borde del escritorio contra los muslos. Deslizó entonces las manos dentro de la blusa y se la bajó por los brazos, atrapándoselos en la espalda antes de que ella pudiera protestar. A continuación buscó y soltó el broche del sujetador. Al cabo de un segundo, ella tenía el sostén en torno al cuello y se encontraba medio tendida sobre el escritorio, con los pechos al aire.

Su mente se paralizó de horror al pensar que podía ser sorprendida en ese momento. Aunque sabía que cualquiera de sus compañeros llamaría a la puerta, eso no significaba que fueran a esperar a que les diera permiso para entrar. El toque sería solo una señal de cortesía. ¿Podría escuchar los pasos sobre el suelo enmoquetado de cualquier persona que se acercara?

Sinclair tenía las rodillas presionadas contra las de ella, pero parecía eludir a propósito cualquier otro contacto. Y como tenía el cuerpo echado hacia atrás y los brazos a la espalda no sabía si él estaba excitado o no. Era él quien sostenía su peso, y en aquella posición no podría impedirle que paseara la boca o las manos por donde quisiera.

Sinclair se inclinó sobre ella y le rozó el pezón izquierdo con los labios, acariciándolo con suavidad antes de friccionarlo con la lengua. En solo unos segundos la cima se tensó y endureció. Entonces la capturó con la boca y comenzó a chuparla con fruición. Cada tirón hacía que Genevieve se estremeciera de placer, pues él parecía saber exactamente lo que ella necesitaba y cómo debían ser sus movimientos para excitarla. Luego cerró la mano sobre el otro pezón y comenzó a juguetear con él, pellizcándolo y apretándolo con firmeza antes de masajearlo con un movimiento circular de la palma.

Se oyó gemir en voz alta. No podía creer que realmente estuviera disfrutando. El hecho de que pudieran ser descubiertos en cualquier momento lo hacía todo más excitante.

—Por favor —logró decir sin jadear, desconociendo hasta dónde sería capaz de dejarle llegar. O hasta dónde llegaría él—. Podría entrar alguien.

Él alzó la mirada.

—¿Temes que te vean comportarte como una puta? —Ahuecó las manos bajo los pechos y los empujó hacia arriba al tiempo que los frotaba con los pulgares—. Podrían disfrutar del espectáculo —dijo despacio—. Apuesto lo que quieras a que a muchos de tus compañeros no les importaría dar un repaso a tus pezones. Quizá debería pedirles que vinieran. Podríamos hacer turnos de cinco minutos cada uno. —Sus dedos siguieron jugando perezosamente con ella—. Tengo el presentimiento de que acabaría gustándote.

Por regla general la idea le habría repelido, pero cierto matiz en su voz hizo que sonara extrañamente excitante. Con sus compañeros no, claro, pero con unos desconocidos… ¿Por qué no? Jóvenes a los que no conociera ni la conocieran a ella, con Sinclair observándolo todo. ¿Disfrutaría con ello? ¿Qué sentiría?

Se estremeció y se humedeció los labios con la lengua. Él seguía recostado sobre ella, pero no la tocaba.

—Esa idea te excita, ¿verdad? —murmuró—. Lo que pensaba, no eres tan mojigata como pareces, pero tenía que estar seguro. Quizá sí estés interesada de verdad en hacer un trato conmigo.

—Ya he dicho que sí. —Intentó que su voz sonara firme; estaba decidida a retomar las riendas—. Será un trato comercial.

—Claro, por supuesto —remedó él con sarcasmo, al tiempo que la acariciaba suavemente—. Haremos un intercambio; tú me das lo que yo quiero y yo firmo un papel. Es la clase de acuerdo más viejo del mundo.

—No lo lamentará —aseguró ella.

Una vez más, Sinclair la examinó con la vista; una mirada con la que la evaluó sexualmente.

—Estoy seguro de ello —replicó.

Escucharon pasos en el pasillo y él retrocedió muy despacio mientras Genevieve se cerraba la blusa y se abrochaba la chaqueta con nerviosismo. George Fullerton, un hombre de mediana edad pero todavía elegante, que siempre llevaba una flor en el ojal, abrió la puerta y sonrió.

—Me voy a almorzar. ¿Quiere acompañarme alguien?

Muy consciente de que tenía la blusa desabrochada y el sujetador suelto bajo la forma indefinida de la chaqueta, ella logró sonreír a Sinclair con serenidad.

—Disfrutamos de buena cocina en el comedor, señor Sinclair.

—Gracias —se disculpó él—, pero tengo otra cita.

George Fullerton recorrió la oficina con la mirada y ella supo que había visto el televisor y los dosieres.

—¿Le ha gustado lo que le ha enseñado Genevieve?

Sinclair esbozó una amplia sonrisa y se quitó una mota imaginaria de la inmaculada chaqueta. Ella sintió un repentino escalofrío de excitación al recordar lo que esa mano había estado haciendo tan solo unos momentos antes.

—Pues lo cierto es que sí, pero tendré que volver a reunirme con ella antes de tomar una decisión.

—Estoy seguro de que Genevieve le complacerá. —Fullerton sonrió.

—Sí, yo también estoy seguro de ello —murmuró Sinclair.

—¿Todavía te diviertes jugando con pelotitas?

Una voz se inmiscuyó en el ensueño de Genevieve. Estaba sentada en una mesa en la cafetería del centro deportivo, agradablemente relajada después de darse una ducha mientras recordaba el tacto de las manos de James Sinclair sobre su cuerpo. La idea de mantener relaciones sexuales sin ataduras con él, y recibir una agradable gratificación comercial al final, comenzaba a atraerla. Se moría por saber si James Sinclair sería tan sexy desnudo como vestido con aquellos elegantes trajes hechos a medida. Deseó haber reaccionado de manera menos receptiva a sus avances amorosos y no haberle permitido que impusiera su voluntad con tanta facilidad. Debería haber hecho alguna maniobra por su cuenta. ¿Acaso ella no merecía catar también lo que iba a obtener?

Alzó la mirada y vio a David Carshaw de pie ante ella, con una lata de Pepsi light en la mano y una enorme bolsa de deportes en la otra.

—Me gusta más que perseguir unas plumas de plástico por la pista —repuso ella.

—El bádminton es más complicado que eso. —David se sentó—. Y mucho más tranquilo que el squash. ¿Todavía juegas la liguilla? No he visto tu nombre en la lista.

—No me he apuntado —confesó ella—. Me pasaba la vida cancelando los partidos en el último momento. Acabé siendo bastante impopular.

—Los inconvenientes de ser una profesional mujer de negocios. —David sonrió de oreja a oreja—. Me alegro de no ser más que un humilde empleado de banca.

«De humilde tienes poco», pensó ella.

Hacía tiempo que no veía a David y se preguntó por qué había decidido hablar con ella en ese momento, de repente. Lo observó beber la Pepsi, sorbiendo las últimas gotas con una pajita antes de guardar la lata vacía en la bolsa.

—Reciclo —explicó él—. El dinero lo dono a obras de caridad. He oído por ahí que estás en tratos con James Sinclair —añadió sin pausa.

Sus palabras la cogieron completamente desprevenida. Sabía que los rumores se extendían con rapidez por la ciudad y que David estaba en el lugar adecuado para oírlos, pero por un horrible momento pensó que las sugerencias sexuales de Sinclair se habían convertido en algo de dominio público.

—Mejor dicho, es Barringtons quien está en tratos con él —se corrigió David—. ¿No crees que tu pequeña empresa es demasiado ambiciosa?

Ella encogió los hombros.

—Podemos con ello. Estaremos a altura del señor Sinclair.

—¿De veras? —David clavó en ella una mirada especuladora—. Sinclair es uno de esos hombres que no se conforma con ganar un millón. De hecho, eso es lo que ha ocurrido ya. Siempre quiere más. Francamente no entiendo por qué ha pensado en Barringtons; hay muchas otras agencias publicitarias que le besarían los pies ante la posibilidad de manejar su cuenta.

—Quizá se haya enterado de lo irresistible que soy —dijo ella con dulzura.

David se rio.

—Bueno, tú eres preciosa, por supuesto —la aduló él, diplomáticamente—. Pero no estoy seguro de que seas el tipo de Sinclair.

—¿De verdad? —Aquello era más interesante—. ¿Y cuál es su tipo?

—Modelos —repuso David—. Rubias de largas piernas con implantes de silicona. O mujeres de la jet-set. Ya sabes a qué tipo de mujeres me refiero.

—¿Quieres decir que le gusta la variedad?

—Le gustan las mujeres objeto —aseguró él—. Las considera símbolos de prestigio. De veras, no lo veo manteniendo una relación con alguien que posea cerebro. Demasiado arriesgado; podría replicarle.

—Pues no me pareció ser esa clase de hombre —adujo ella.

—Eso es porque no lo conoces bien. —David se inclinó hacia delante—. Espero que se haya comportado como un perfecto caballero contigo, pero debo confesarte que él es… ya sabes… un poco cabrón con las mujeres. Estuvo saliendo con la hija de aquel político… —Se interrumpió—. No, no debería contártelo. A fin de cuentas son solo rumores. Posiblemente casi todo sean mentiras.

—Oh, deja de hacerte de rogar, David —protestó ella de mal humor—. Sabes que acabarás contándomelo de todas maneras.

—Bueno… —David se acomodó en la silla—. Ella estaba loca por él hasta que Sinclair comenzó a pedirle que hiciera algunas cosas muy peculiares.

—¿Como cuáles?

—¡Qué sé yo! Imagino que perversiones. Fuera lo que fuera, ella se negó.

—Qué mojigata —se burló Genevieve—. No me creo ni una palabra.

—Lo amenazó con vender la historia a los periódicos.

—¿Y no lo hacen todas? Sigo sin creérmelo. ¿Cómo terminó todo?

—Los rumores dicen que Sinclair le pagó más que los periódicos.

—¿Y tú te lo crees?

Él se encogió de hombros.

—Desde luego, tiene dinero de sobra para hacerlo. —Hizo una pausa antes de esbozar una amplia sonrisa—. Personalmente creo que es mucho más probable que le dijera que lo publicara, que le importaba una mierda, y que ella recapacitara dado el puesto que ocupa su padre. Pero eso no quiere decir que no me crea lo que hay detrás. A Sinclair le gustan los juegos de poder; en especial con las mujeres. He pensado que sería mejor advertirte sobre ello.

—En lo que a negocios se refiere no soy una mujer, sino una profesional.

—Espero, por tu bien —añadió David—, que Sinclair piense como tú.

Genevieve reflexionó sobre las palabras de David durante el resto de la semana. ¿Estaba Sinclair tanteando a Barringtons por razones personales? Y si era así, ¿cuáles eran esas razones? Cuanto más pensaba en ello más difícil le resultaba entenderlo. ¿Por qué estaba interesado en ella? Si David tenía razón en su percepción sobre las preferencias sexuales de Sinclair, ella no era su tipo. Se había ganado una cierta reputación en su trabajo, pero físicamente tampoco era nada del otro mundo. Y no tenía intención de hacerse la estúpida por seguirle la corriente. Además, pensó, no había concertado ninguna cita para verlo. Fue George Fullerton quien se quedó con ella mientras Sinclair bajaba solo en el ascensor. Dudaba que se pusiera en contacto con ella en el trabajo, pero tampoco podía resultar tan difícil conseguir su número de móvil.

Sin embargo su teléfono no sonaba, y comenzaba a preguntarse si no habría sido una tonta al tomarlo en serio. ¿Sexo a cambio de una firma? Era algo de película. Quizá David tenía razón. ¿A Sinclair le gustaban los juegos de poder? Tal vez esa era su idea de una broma. Si era así, ¿le importaba? Debía admitir que sí. No, se dijo con rapidez, no se trataba de que estuviera deseando complacerlo en la cama; podía hacerlo o no. Aquello sería un paso más en su carrera. Necesitaba un impulso; quería demostrar que podía convencer a los clientes.

Barringtons tenía en ese momento una sección creativa muy entusiasta, pero no lograría retener a sus jóvenes talentos si no ampliaba sus miras. La cuenta de Sinclair sería el primer paso. Si Barringtons triunfaba, ella lo haría a su lado. Sinclair podría facilitarlo. Clavó los ojos en el teléfono y deseó que la llamara para acordar una cita. Nada.

El teléfono permaneció en silencio.

Genevieve acabó de llenar la bañera de agua caliente y se sumergió lentamente en el perfumado líquido. Alzó una pierna y observó cómo la cremosa espuma se deslizaba por su piel. ¿Por qué el brillo del agua hacía que su cuerpo pareciera sexy? ¿Sería por eso por lo que a los hombres les gustaba dar masajes con aceite a sus mujeres?

Sonó el teléfono. Se estiró despacio hacia él, intentando adivinar quién podría ser. Dada la hora, lo más seguro era que se tratase de su hermano Philip. Él sabía que trabajaba muchas horas y solía llamarla tarde; cuando se acordaba, claro. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él y pensaba echárselo en cara.

—¿Señorita Loften? —Reconoció la voz de inmediato; rezumaba autoridad y encanto a partes iguales.

—¿Señor Sinclair? —Esperaba parecer tranquila. No tenía intención de permitir que se diera cuenta de lo aliviada que se sentía al escucharlo—. Pensaba que nuestro trato había caído en el olvido.

—Yo nunca olvido nada —aseguró él—. Tenía que ocuparme de algunos asuntos. Escúchame bien; ve mañana al 43 de Harmond Street y recoge una caja. La próxima vez que nos encontremos lleva debajo de la ropa lo que encuentres en el interior. Solo los artículos que encuentres en la caja. Nada más. ¿Has comprendido?

«Así que le va la lencería provocativa», pensó ella. Pero el tono era el de un hombre dando órdenes a su secretaria y no estaba segura de si eso le gustaba. Con la mano libre se esparció la cremosa espuma por los pechos hasta los pezones, cuyas puntas fueron visibles por un momento antes de que volviera a sumergirlos en el agua perfumada. «Si estuvieras aquí ahora, Sinclair», pensó, «te haría cambiar el tono de voz».

Decidió que iba a mostrar algún gesto rebelde como protesta a sus órdenes solo para ver cómo reaccionaba.

—Un momento… —dijo—. No sé si mañana tendré tiempo para ir a algún sitio. Tengo dos reuniones y…

—Busca el tiempo —la interrumpió bruscamente.

—¿Y si no puedo? —replicó con serenidad.

—Adiós al trato… —amenazó él.

—¡Eh! Escucha…

—No —volvió a interrumpirla—. Serás tú quien me escuche a mí. De nosotros dos, yo soy el que da las órdenes. Si crees que no puedes aceptarlo es el momento de decirlo. —Suavizó la voz un poco antes de continuar y ella se lo imaginó esbozando aquella sonrisa irónica suya—. Prueba a hacerlo a mi manera —intentó convencerla—. Solo por curiosidad…

Y sentía mucha. Curiosidad sobre el tipo de prendas que esperaba que se pusiera. ¿Braguitas con volantitos? ¿Quizá los fetiches favoritos de los hombres, un liguero y medias con costura? ¿Bragas abiertas en la entrepierna? ¿Un sujetador de media copa?

Emitió una repentina risita tonta. No era posible. Él era tan elegante y controlado que no lograba imaginarlo excitándose con un sujetador semejante. Pero nunca se sabía. Se deslizó en el agua para que la espuma la cubriera hasta la barbilla. Al ser abrazada por el agua aromática se relajó.

—Bueno, vale —convino, intentando imprimir a su voz un adecuado tono de perdonavidas—. Procuraré encontrar un hueco a última hora.

—Ve a la hora que quieras —dijo él—. Pasado mañana te reunirás conmigo a las ocho en Garnet. —Hubo una pausa—. Y como te he dicho, señorita, puedes ponerte la ropa que quieras, pero debajo lleva solo lo que yo he elegido.

Ella sabía que Garnet era un restaurante exclusivo y muy caro. Si tenía que llevar unas medias negras y bragas abiertas en la entrepierna para complacerle, era justo que a cambio disfrutara de un buen banquete.

Después del baño se puso un kimono de seda antes de examinar el callejero Londres, de la A a la Z. El nombre de la calle que él le había dado se encontraba en un barrio residencial del extrarradio, uno no particularmente lujoso. Aquello convertía sus instrucciones en algo todavía más intrigante. Debía de haber muchas tiendas de lencería sexy en Londres sin salir del centro. ¿Qué hacía tan especial al 43 de Harmond Street?

Genevieve todavía seguía pensando en las instrucciones de Sinclair al día siguiente mientras almorzaba. Durante el verano, a menudo tomaba un tentempié con sus compañeros y luego se compraba un par de bollitos en un pequeño pub que ellos no conocían. No le importaba tener compañía para comer, pero en algunas ocasiones prefería hacerlo sola.

Aún seguía intentando adivinar qué encontraría en el 43 de Harmond Street… —su opción favorita era un ama de casa de mediana edad que confeccionaba lencería provocativa a cambio de dinero para jugar al bingo—, cuando alguien le puso un portafolios debajo de la nariz.

—¡Échale un vistazo a esto!

Casi atragantándose con el bollito, alzó la mirada llena de furia. Había reconocido la voz y sabía a quién pertenecía: Ricky Croft; con ese pelo largo suelto y la cara sin afeitar. Llevaba una gastada cazadora Levi’s y unos vaqueros. No recordaba haberle visto nunca otra ropa. Sus enemigos —lo mismo que sus amigos— sospechaban que incluso dormía con ella.

—Venga. —Se sentó frente a ella y empujó el portafolios—. Míralos.

—No —repuso ella.

—Te juro que jamás has visto nada igual —aseguró él.

—Ricky… —Ella dejó el bollito en el plato—, no hay trabajo para ti en Barringtons.

—Oh, ya lo sé —convino—. No soy lo suficientemente guapo, ¿verdad? No doy la imagen. Dime, ¿cuál es la ropa adecuada para un diseñador gráfico?

—Ya sabes que no es por tu vestimenta —replicó ella de mal humor—. Simplemente no eres de fiar. En tu diccionario personal no existe la expresión «fecha tope».

—Soy un artista —explicó Ricky—. Los artistas no tienen horarios.

—Ni tampoco trabajan en Barringtons —zanjó ella—. Se emplea a profesionales. Y no quiero ver más preciosos logotipos de esos que diseñas para empresas inexistentes.

Ricky siguió insistiendo.

—Solo míralos. —Dio un golpe en el portafolios—. Son reducciones. Los originales son mucho más grandes.

A pesar de sí misma, tomó el portafolios y lo abrió. Conocía el trabajo de Ricky Croft. Una vez le había hecho un encargo para una de sus cuentas y él le había ofrecido algunas ideas brillantes… seis semanas tarde.

El primer sobre de plástico contenía un dibujo a lápiz. El boceto a carboncillo era una de las especialidades de Ricky, pero no fue la habilidad de la interpretación casi fotográfica lo que la sorprendió; fue el tema.

Un soldado con uniforme del siglo XVIII estaba con una joven en una cama de cuatro postes. Era evidente que la pareja estaba retozando. Los grandes pechos de la chica habían quedado al descubierto y las voluminosas faldas de volantes se encontraban enrolladas alrededor de su cintura. Llevaba unas medias oscuras hasta medio muslo y el hombre estaba arrodillado entre las bien proporcionadas piernas, sosteniendo los tobillos separados. La chaqueta y la camisa del soldado estaban abiertas y, aunque se percibía la erección a través de la abultada tela de la bragueta de los pantalones, era evidente que él se inclinaba por realizar sexo oral y no una penetración.

Ricky había pintado los erectos pezones de la mujer y su sexo con todo lujo de detalles. En la expresión de la joven se adivinaba cierta sorpresa y una leve curiosidad. Parecía como si ella jamás hubiera experimentado aquella clase de satisfacción sexual, mientras que la cara del hombre reflejaba anticipación. La media sonrisa y la punta de la lengua que asomaba entre sus labios sugerían que sabía muy bien lo que se traía entre manos, y que se iba a asegurar de que su pareja disfrutara tanto como él.

Para su sorpresa, encontró la escena excitante porque sugería lo que estaba a punto de ocurrir en vez de mostrarlo. Daba pie a que el observador utilizara su fantasía. Un hombre podía imaginarse saboreando el hinchado sexo de la mujer, podía verla contorsionándose de placer cuando la sometiera. Por su parte, una mujer podía recrear la sensación que provocaría aquella experimentada lengua en el momento en que la llevara al frenesí, conteniendo la liberación final tanto como fuera posible, hasta que suplicara un poco más. Superpuso la cara de Sinclair a la del soldado. Entonces, furiosa consigo misma, pasó la página con rapidez.

La siguiente imagen mostraba a la misma pareja, pero en esta ocasión la cabeza del hombre estaba enterrada entre los muslos femeninos. Había deslizado las manos bajo las nalgas para alzarla hasta sus labios. La joven, por su parte, dejaba caer la cabeza hacia atrás con expresión orgásmica al tiempo que se acariciaba los pezones.

—¿Están genial, verdad? —Ricky la observaba—. Como te he dicho, los originales tienen mayor tamaño.

Ella le lanzó lo que esperaba fuera una mirada desdeñosa. Consideró la idea de cerrar el portafolios y decirle a Ricky que no estaba interesada en aquellos perversos dibujos, pero no sería cierto, quería ver más. Pasó la página.

Los personajes habían cambiado. El hombre era ahora un oficial. Genevieve sintió una leve —y deliciosa— sacudida de placer al darse cuenta de que en esa ocasión apenas tendría que recurrir a la imaginación para considerar que era Sinclair. De hecho, Ricky hubiera podido convencerla con facilidad de que lo había utilizado como modelo.

Si no como modelo concreto, sí al menos como representativo de un tipo de hombre; alto y delgado, como Sinclair, con el pelo algo largo y oscuro y un uniforme militar que seguramente carecería de rigor histórico, pero que resultaba semejante al de un húsar y servía para otorgarle un aura de autoridad masculina: pantalones ceñidos, botas por encima de las rodillas y una chaquetilla corta abotonada hasta el cuello. La mujer era en esta ocasión de origen más aristocrático; de hecho su expresión resultaba incluso un poco desafiante. Lucía un elaborado peinado, con el pelo sujeto por una banda con una pluma; el vestido de corte imperio, muy escotado, enfatizaba la generosa curva de los pechos pero cubría el resto del cuerpo.

El instante que reflejaba no tenía realmente nada erótico, pero era evidente que aquellas dos personas sabían que eso estaba a punto de cambiar. La mujer tenía la mirada alzada, como desafiando al hombre a que la tocara, y la posición de este y su expresión indicaban con precisión que él había aceptado el reto y pensaba hacer justo eso… y mucho más.

Una vez más se vio obligada a admirar la habilidad de Ricky. No solo había bosquejado los personajes con exactitud fotográfica, también transmitía sus pensamientos. O, pensó de repente, ¿estaba viendo en el dibujo únicamente lo que esperaba ver? Observó que la imagen tenía un título que rezaba Las Fuerzas Armadas realizan maniobras.

—Es una serie —explicó Ricky—. Una especie de historia dibujada para adultos. Algo del tipo La carrera del libertino, la ópera de Stravinsky, pero en dibujos. Ya sabes…

—¿Una historieta? —Ella arqueó las cejas.

—Veo que captas la idea —explicó Ricky. La observó—. Bueno, sigue; las páginas no pasarán solas.

Ella supo que ese era el momento de decirle que no estaba interesada en aquella clase de cosas y si el oficial se hubiera parecido menos a Sinclair, lo hubiera hecho. Pero aquella semejanza la intrigaba. Casi podía sentir su poder. Era como si lo estuviera espiando por el ojo de una cerradura; observándolo. Pasó la página.

En la segunda imagen de esa serie, el oficial había despojado a la mujer del vestido, dejándola con las medias por medio muslo, unos escarpines de tacón alto y algo de encaje. También llevaba puestas las joyas: una gargantilla y unos pendientes. El pelo seguía recogido, pero la cinta con la pluma había desaparecido.

El oficial —que se había quitado solo la chaqueta— la presionaba contra la pared, excitando con los labios un erecto pezón y jugando con el otro entre los dedos. Ella tenía las manos sobre sus hombros, probablemente en un gesto de protesta, pero aunque los labios estaban entreabiertos era evidente que no estaba pidiendo auxilio. A juzgar por su expresión, lo más seguro era que estuviera emitiendo un gemido de placer. Aquel dibujo le recordó su reciente experiencia con Sinclair y notó que comenzaba a sentir un hormigueo en todo el cuerpo. Pasó la página con rapidez.

En la siguiente estampa, el oficial se había quitado la camisa y la mujer estaba entre los cuatro postes de la cama aunque, sin duda, la pareja no se preparaba para una rápida sesión de sexo ortodoxo. Las manos de ella estaban sujetas a los postes de la cama y él se encontraba atándole uno de los tobillos. Tenía los muslos separados, y Ricky se había recreado en el clítoris palpitante y en otras partes del cuerpo femenino con exquisito detalle. Era evidente por el bulto en los pantalones que el oficial también estaba excitado.

A la mujer no parecía preocuparle estar atada y, desde luego, no se resistía. Es más, estaba excitada. Le sorprendió darse cuenta de que relacionaba el anhelo sexual con la idea de estar cautiva de aquella manera, y no con enfado o repugnancia. Intentó imaginar lo que sería estar extendida sobre una cama mientras un hombre le ataba los pies y las manos. Clavó los ojos en la figura del oficial, en el torso desnudo y en el estómago plano; su expresión mientras miraba a la cautiva volvió a recordarle a Sinclair. El hombre sonreía de medio lado. Ella supuso que a causa de la anticipación.

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