Índice
Portadilla
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Dedicatoria
Cita
Metamorfosis de una palabra
I. La civilización del espectáculo
Antecedentes: Caca de elefante
II. Breve discurso sobre la cultura
Antecedentes: La hora de los charlatanes
III. Prohibido prohibir
Antecedentes: El velo islámico
IV. La desaparición del erotismo
Antecedentes: El pintor en el burdel
El sexo frío
V. Cultura, política y poder
Antecedentes: Lo privado y lo público
VI. El opio del pueblo
Antecedentes: La señal de la cruz
Defensa de las sectas
Reflexión final
Antecedentes: Más información, menos conocimiento
Dinosaurios en tiempos difíciles
Reconocimiento
Notas
Sobre el autor
Créditos
A Juan Cruz Ruiz, siempre con su libreta y su lápiz.
Las horas han perdido su reloj.
VICENTE HUIDOBRO
Metamorfosis de una palabra
Es probable que nunca en la historia se hayan escrito tantos tratados, ensayos, teorías y análisis sobre la cultura como en nuestro tiempo. El hecho es tanto más sorprendente cuanto que la cultura, en el sentido que tradicionalmente se ha dado a este vocablo, está en nuestros días a punto de desaparecer. Y acaso haya desaparecido ya, discretamente vaciada de su contenido y éste reemplazado por otro, que desnaturaliza el que tuvo.
Este pequeño ensayo no aspira a abultar el elevado número de interpretaciones sobre la cultura contemporánea, sólo a dejar constancia de la metamorfosis que ha experimentado lo que se entendía aún por cultura cuando mi generación entró a la escuela o a la universidad y la abigarrada materia que la ha sustituido, una adulteración que parece haberse realizado con facilidad, en la aquiescencia general.
Antes de empezar mi propia argumentación al respecto, quisiera pasar revista, aunque sea somera, a algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto desde perspectivas variadas, provocando a veces debates de alto vuelo intelectual y político. Aunque muy distintos entre sí y apenas una pequeña muestra de la abundante floración de las ideas y tesis que este tema ha inspirado, todos ellos tienen un denominador común pues coinciden en que la cultura atraviesa una crisis profunda y ha entrado en decadencia. El último de ellos, en cambio, habla de una nueva cultura edificada sobre las ruinas de la que ha venido a suplantar.
Comienzo esta revisión por el célebre y polémico pronunciamiento de T. S. Eliot. Aunque sólo han pasado poco más de sesenta años desde la publicación, en 1948, de su ensayo Notes Towards the Definition of Culture, cuando uno lo relee en nuestros días tiene la impresión de que se refiere a un mundo remotísimo, sin conexión con el presente.
T. S. Eliot asegura que el propósito que lo guía es apenas definir el concepto de cultura, pero, en verdad, su ambición es más amplia y consiste, además de precisar lo que abraza esa palabra, en una crítica penetrante del sistema cultural de su tiempo, que, según él, se aparta cada vez más del modelo ideal que representó en el pasado. En una frase que entonces pudo parecer excesiva, añade: «Y no veo razón alguna por la cual la decadencia de la cultura no pueda continuar y no podamos anticipar un tiempo, de alguna duración, del que se pueda decir que carece de cultura»[1] (p. 19). (Adelantándome sobre el contenido de La civilización del espectáculo diré que ese tiempo es el nuestro.)
Aquel modelo ideal, según Eliot, consiste en una cultura estructurada en tres instancias —el individuo, el grupo o elite y la sociedad en su conjunto— y en la que, aunque hay intercambios entre las tres, cada cual conserva cierta autonomía y se halla en constante confrontación con las otras, dentro de un orden gracias al cual el conjunto social prospera y se mantiene cohesionado.
T. S. Eliot afirma que la alta cultura es patrimonio de una elite y defiende que así sea porque, asegura, «es condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura de la minoría que continúe siendo una cultura minoritaria» (p. 107). Al igual que la elite, la clase social es una realidad que debe ser mantenida pues en ella se recluta y forma esa casta o promoción que garantiza la alta cultura, una elite que en ningún caso debe identificarse totalmente con la clase privilegiada o aristocrática de la que proceden principalmente sus miembros. Cada clase tiene la cultura que produce y le conviene, y aunque, naturalmente, hay coexistencia entre ellas, también hay marcadas diferencias que tienen que ver con la condición económica de cada cual. No se puede concebir una cultura idéntica de la aristocracia y del campesinado, por ejemplo, aunque ambas clases compartan muchas cosas, como la religión y la lengua.
Esta idea de clase no es rígida o impermeable para T. S. Eliot, sino abierta. Una persona de una clase puede pasar a otra superior o bajar a una inferior, y es bueno que así ocurra, aunque ello constituya más una excepción que una regla. Este sistema garantiza un orden estable y a la vez lo expresa, pero en la actualidad está resquebrajado, lo que genera incertidumbre sobre el futuro. La ingenua idea de que, a través de la educación, se puede tra