Del boxeo

Joyce Carol Oates

Fragmento

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Los dos son jóvenes boxeadores de peso welter, de porte tan uniforme que podrían ser gemelos, aunque uno tiene la palidez de un pelirrojo y el otro es un hispano de piel morena. Cada uno gira en torno al otro, bajo los focos deslumbrantes, intentando golpes cortos, tentativos ganchos de izquierda, crosses de derecha que se disuelven en el aire o se convierten en inofensivas palmadas. ¿Cómo entrar? ¿Cómo sacar ventaja, hacer un punto o dos, meter un solo golpe? Se diría que han olvidado todo aquello para lo que han sido entrenados y la muchedumbre del Madison Square Garden se torna ruidosa, burlona, impaciente. El tiempo se acaba. «Esos dos... ¿qué les pasa? ¿Se levantaron esta mañana y decidieron ser boxeadores, o qué?», dice un hombre a mis espaldas, disgustado. (Es moreno, elegantemente vestido, bigote meticulosamente recortado y gafas oscuras. Un sofisticado fan de la lucha. Se las sabe todas. Dos horas después estará gritando. «¡Tommy!, ¡Tommy!, ¡Tommy!», una y otra vez en un paroxismo de dolor cuando, en la pantalla gigante del circuito cerrado de televisión que domina el cuadrilátero, el campeón de los pesos medios Marvelous Marvin Hagler insensibiliza a golpes a su temerario retador, Thomas Hearns.)

Seguramente los dos pesos medios son conscientes del coro de befas, abucheos y rechiflas que resuena en el vasto espacio cavernoso, que llega hasta los módicos asientos de veinte dólares del graderío, en medio del incesante tránsito de gente por los pasillos, el entrevero de olores de hotdogs, cerveza, cigarrillos, habanos, gomina. Pero ellos siguen desesperadamente entrelazados en su fútil combate —girando, «bailando», pegando corto, palmeando, enganchándose—, en lo que ahora es una borrosidad de golpes flojos, de torpes juegos de pierna, de nuevo un sudoroso, tambaleante y desesperado enganche en las cuerdas que provoca un renovado oleaje de burlas mientras el árbitro los ayuda a separarse. ¿Por qué están aquí, precisamente en el Garden, ambos librando, por lo visto, su primer combate profesional? Ninguno quiere hacerle daño al otro: ninguno está enfadado con el otro. Al sonar la campana, al final del cuarto y último asalto, la multitud abuchea un poco más fuerte. El chico hispano, sedosos pantalones amarillos, pelo rizado, empapado y ondeante, camina por su esquina con la mano enguantada en alto; no en desafío a las silbatinas, que aumentan en respuesta a su gesto, ni siquiera en reconocimiento de ellas. Es sólo algo que él está haciendo, algo que ha visto hacer a boxeadores más viejos, está diciendo Estoy aquí, lo logré, lo hice.

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Tras el anuncio de la decisión, el abucheo del público aumenta; «¡Fuera del ring!», «¡Gilipollas!», «¡Marchaos a casa!». Las desdeñosas risotadas de los hombres siguen por el pasillo a los muchachos envueltos en sus batas, con la cabeza tapada con las toallas, sudando, sin aliento. ¿Qué les hizo pensar que ellos eran boxeadores?

 

¿Cómo puedes disfrutar de un deporte tan brutal?, me pregunta a veces la gente.

Y hay quienes, con toda intención, omiten la pregunta.

Y es demasiado complejo para responder. En todo caso no disfruto del boxeo en el sentido habitual de la palabra, y nunca lo he hecho; el boxeo no es invariablemente brutal; y no lo considero un deporte.

Tampoco pienso en el boxeo en términos literarios como metáfora de algo más. Nadie cuyo interés haya nacido, como el mío, en la infancia —derivado del interés de mi padre— puede pensar en el boxeo como símbolo de algo que lo trasciende, como si su unicidad fuese una mera abreviación, una iconografía; aunque sí puedo aceptar la proposición según la cual la vida es una metáfora del boxeo —en uno de esos combates que siguen y siguen, asalto tras asalto, jabs o golpes rápidos, golpes errados, enganches, ninguna certidumbre, de nuevo la campana y de nuevo tú y tu adversario, en pelea tan pareja que es imposible no ver que tu adversario eres tú: ¿y por qué esta lucha en una plataforma elevada y cerrada por cuerdas como un corral, bajo luces calientes, crudas e inmisericordes en presencia de una muchedumbre impaciente?—, esa especie de infernal metáfora literaria. La vida es como el boxeo en muchos e incómodos sentidos. Pero el boxeo sólo se parece al boxeo.

Pues si has visto quinientas peleas has visto quinientas peleas, y su denominador común, que ciertamente existe, no es de primordial interés para ti. Como dijera una vez el escritor católico Flannery O’Connor: «Si la Sagrada Forma fuera sólo un símbolo, yo diría: al diablo con ella».

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Soy un luchador que anda,

habla y piensa luchando,

pero trato de no parecerlo.

 

MARVELOUS MARVIN HAGLER,

campeón mundial de pesos medios

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A semejanza del bailarín, un boxeador «es» su cuerpo, y está totalmente identificado con él. Y el cuerpo está identificado con un peso determinado:

 

PESO PESADO: sin límite de peso

PESO MEDIO FUERTE: hasta 89 kilos

PESO SEMIPESADO: hasta 81 kilos

PESO MEDIO: hasta 75 kilos

PESO SUPERWELTER: hasta 71 kilos

PESO WELTER: hasta 67 kilos

PESO SUPERLIGERO: hasta 63,5 kilos

PESO LIGERO: hasta 60 kilos

PESO SUPERPLUMA

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