Negro el dolor del mundo

Marcelo Caruso

Fragmento

I

Un ruido de pasos se silenció frente al calabozo. El guardia abrió con lentitud la puerta, sacó a Félix al pasillo y le acomodó la camisa. Encandilado por la luz, Félix bajó los párpados e ignoró las voces que se concertaban a su alrededor. Sin embargo, a los pocos minutos oyó pronunciar su nombre, antecedido por la palabra “negro”, y abrió los ojos. Escuchó: “Verdugo y pregonero de la muy noble y muy leal Ciudad de la Santísima Trinidad puerto de Santa María de los Buenos Aires”. A continuación, la lectura de la sentencia le culebreó por la espalda. No estaban hablando de otro. En un instante de lucidez reconoció al alguacil mayor y al alcaide, y entendió, palabra por palabra, los dichos del escribano del Cabildo. Su cuerpo colgaría de una cuerda hasta las cuatro de la tarde. Después lo bajarían para otra faena. Igual a la cabeza del negro que había visto meses atrás en la Plaza Mayor, vio la suya dentro de una jaula, pendulando sobre una picota. A diferencia de aquella, que miraba hacia el Fuerte, la suya colgaría frente a los tribunales del Cabildo. Le cortarían la mano derecha, ejecutora del homicidio de Pascual, para ponerla en elevación sobre otra picota ante la puerta de la cárcel. La Hermandad de la Santa Caridad recibiría el cadáver. Eso sería todo. El trámite era sencillo, en cierto modo; sólo faltaba morir. El cuerpo tomó conciencia de la situación mucho más rápido que la mente. Se estremeció y agitó con voluntad propia. El guardia arrimó una banqueta y lo ayudó a sentarse.

Quizá para alargarle el sufrimiento, el escribano leyó los fundamentos de la sentencia. Constaban las declaraciones de los testigos presenciales del homicidio, más el reconocimiento del cadáver de Pascual por parte de míster Ramón Taylor, su último dueño, y la reconstrucción del hecho criminal. Figuraban también dos intentos fallidos del juzgado para que Félix hiciera una declaración, por no contar con quien pudiera darle tormento legalmente. En verdad era prodigioso: lo que en otros procesos criminales consumía meses y cantidades de papel, en el suyo estaba claramente resuelto al término de una semana. En la colecta de evidencias fue decisiva la requisa del altillo donde lo habían alojado. Los vegetales incautados allí se sometieron al examen del padre Florián Paucke, de la Compañía de Jesús, perito en materia de hierbas y remediaciones. El padre declaró bajo juramento que había cantidad de veneno suficiente como para aniquilar a la población entera de la misión de Santo Tomé. No fue capaz de identificar qué tipo de pócima era la que había en el taco de caña tacuara que le hallaron al acusado en el bolsillo, pero bastó rozar a un perro con sarna para comprobar su letalidad.

Alguien dijo:

—Serás puesto en capilla.

Costaba creer que no estaban hablando de otro. Porque esa semana, durante la cual el huso de la Justicia hilaba la cuerda con la que lo ahorcarían, fue de una calma relativa dentro de la cárcel. El miedo a la peste que azotaba la ciudad estimuló el vaciamiento de los calabozos y las celdas, y su población se redujo a dos indios vagos, un fraile viejo, aparentemente loco, y el falso arzobispo, a quien, se decía, habían capturado en las afueras de Junín de los Toldos. Félix pasó la mayor parte del tiempo en un rincón del calabozo, hecho una rosca, como perro amoquillado. Era indudable que Pascual había sido, literalmente, una condena desde el día en que don Gabriel lo llevó a la casa. Cuántas veces le pidió que lo vendiera. “Yo ya lo habría regalado”, fue durante años su frase más repetida. Pero no se había impuesto. El esclavo siguió diseminando discordia sin que el viejo hiciera nada. Al “ya lo habría regalado” del principio se sumó rápidamente otra frase: “¡Es para matarlo!”. Obviamente, esta le golpeaba la conciencia con la fuerza de un garrote. Parecía mentira que hubiera hecho lo que hizo. Él, Félix, el herbolario, el que hacía cantar al clave, el pequeño docto de las tertulias, el milagrito de las negras. Costaba no recordar a Pascual balbuceando: “No maté”. Sin embargo, que agonizara, que delirara de fiebre no significaba de ningún modo que estuviera diciendo la verdad. Nunca la había dicho. Ni el dolor ni el sentimiento fraterno habían podido ganarle al delincuente que tenía adentro. Al final todo era evidente: bastaba un cuchillo, una mano y el alma de Pascual para que en alguna parte un hombre muriera degollado. Negro maldito, negro imbécil, negro de mierda. Mira cómo terminaste. Mira adónde te llevó tu mala sangre. Partido en dos con una sierra. ¿Qué esperabas, terminar tus días viejo y libre? La suma de tus vicios, ese es el veneno que te mató.

—Se te podrá conceder una última voluntad —oyó decir.

Pensó, con un humor oscuro, que sólo le quedaba la voluntad de vivir, y que era lo único que no le concederían.

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